Cada año, la efemérides del 17 de agosto nos pone ante el desafío de decir algo original a propósito del general José de San Martín. No es tarea fácil desde el momento en que tanto se ha escrito acerca del Libertador. Su actuación militar y política ha dado cauce a ríos de tinta, lo mismo que su ostracismo, su correspondencia y su perfil moral.
Menos conocidas son, quizá, las inclinaciones literarias, filosóficas, artísticas y musicales que pudieron llenar sus ocios: su calidad de lector de materias diversas en varios idiomas, su afición como “colorista” de escenas marinas, su frecuentación amateur de la guitarra al modo andaluz y su habilidad danzante. Como todos los oficiales españoles de la época de la Ilustración, era un caballero notoriamente culto, cumplido y formal, y los gustos burgueses de sus años de exilio siempre fueron refractarios a cualquier género de exceso.
Un tema por demás curioso, pero consistente con aquella matriz de interés por el conocimiento, fue su punto de encuentro con la arqueología incaica durante el ejercicio del Protectorado en Lima, luego de su desembarco en las costas peruanas en septiembre de 1820. Veamos de qué se trata este capítulo en su biografía (y, de paso, intentemos impresionar a los lectores con una historia original respecto de un héroe de quien parece que ya se ha dicho todo).
LA PROTECCIÓN DE LAS TUMBAS INCAICAS
Las “huacas” o tumbas o yacimientos arqueológicos pertenecientes a la civilización de los incas eran presa fácil de los saqueadores que, por lo mismo, pasaron a llamarse, hasta ahora, “huaqueros”. En un contexto en el cual los museos, los gabinetes de rarezas y los coleccionistas de Europa comenzaban a interesarse por el exotismo remoto, estas piezas adquirieron demanda y valor, a la par de los fósiles y otros testimonios de la flora y la fauna nativas de América.
El hecho no escapó a la mirada de San Martín y de sus ministros (en especial de Bernardo de Monteagudo), quienes advirtieron en esta circunstancia una oportunidad política para reforzar la conciencia de una identidad vernácula como factor de cohesión independentista. Sagazmente, lo que hoy llamamos el “patrimonio identitario” era puesto en el tablero de una guerra que debía ganarse no sólo con las armas sino también -y principalmente- con la opinión.
Un decreto dictado por el general San Martín en su carácter de Protector del Perú, el 2 de abril de 1822, sostenía que “los monumentos que quedan de la antigüedad del Perú son una propiedad de la Nación, porque pertenecen a la gloria que de ellos se deriva…”
Este criterio supone una novedad al introducir al Estado recién emancipado como actor jurídico en materia de hallazgos arqueológicos. Pensemos que recién en 1913 la Argentina dictó la primera ley sobre ruinas y yacimientos de este tipo (la 9.080) que, para entonces, fue pionera. Y pensemos que nuestra norma sobre monumentos históricos (la 12.665) data de 1940.
La ley sanmartiniana prohibía absolutamente “la extracción de piedras minerales, obras antiguas de alfarería, tejidos y demás objetos que se encuentren en las huacas”.
De este modo se protegían del expolio privado los sepulcros indígenas y el ajuar fúnebre de sus momias. La única excepción para extraer piezas de las tumbas era que la autoridad gubernamental lo autorizara expresamente con algún propósito de utilidad pública.
San Martín, primer gobernante americano decidido a pareservar los tesoros del patrimonio autóctono
Evidentemente, nuestro General, formado en un contexto cultural que Napoleón impuso como neoclásico, se adelantó con este decreto a las revalorizaciones “nacionalistas” románticas vernaculistas, y aparece como el primer gobernante americano decidido a preservar los vestigios y tesoros del patrimonio autóctono, tan alejados del canon clásico dominante, como lo estaban las mortajas incas de las estelas funerarias griegas o los sarcófagos romanos.
MOMIAS A LA HORA DEL ALMUERZO
Un episodio un poco anterior guarda coherencia con el decreto que acabamos de comentar y fue narrado por el capitán de Marina Basil Hall en su Diario de Viajes, en uno de los capítulos dedicados a la campaña libertadora del Perú. El acontecimiento ocurrió un 13 de diciembre de 1821, cuando San Martín estaba ya instalado en el palacio virreinal limeño. El marino escocés había sido invitado a almorzar y, al llegar, pudo ver con asombro una momia sobre una mesa (presumiblemente no era la mesa del convite…), que el día anterior había sido remitida desde el norte. La conservación obedecía a que la región de donde había sido desenterrada era tremendamente seca. Ambos, general y cronista, examinaron detenidamente el hallazgo.
Se trataba de un hombre sentado cuyas rodillas casi tocaban el mentón, los codos se apretaban sobre los costados y las manos oprimían los pómulos. La boca enseñaba los dientes. Si bien el cuerpo se hallaba encogido, ofrecía una impactante apariencia humana, conservando casi toda la piel, excepto en un hombro. Según Hall, se decía que estos indígenas preferían enterrarse vivos, antes que padecer los vejámenes de los encomenderos. Sin negar los consabidos abusos propios de la encomienda, la mita o el yanaconazgo, y las penurias en los socavones de las minas metalíferas, quizás el cronista exagerara la “leyenda negra” antiespañola.
Cerca de este hallazgo también se habían encontrado los restos de una india con un niño en sus brazos, pero su figura se convirtió en polvo apenas tomó contacto con el aire (algo así ocurrió con los supuestos restos del poeta Homero). En cambio, la criatura permaneció intacta y también fue motivo de curiosidad de los presentes, previo al almuerzo o luego de él. En especial se detuvieron a observar las mortajas de algodón multicolor que habían envuelto a la madre y al hijo, perfectamente preservadas y mostrando fibras tejidas de notable resistencia.
La momia del hombre adulto fue enviada a Inglaterra en el buque “Conway”, con destino al Museo Británico. Del niño momificado nada dice el narrador, aunque es plausible suponer que pudo haber quedado depositado en la flamante biblioteca nacional (fundada por el Protector), a la espera de la creación de un museo.
El autor es abogado e historiador, especialista en patrimonio cultural y monumental argentino
[Este artículo se publicó originalmente en gacetamercantil.com]
SEGUIR LEYENDO: