Comprar un librito para pintar o un regalo en el día de las infancias, hacer fila en el colegio, actuar en un acto, llevar malla para el homenaje al agua en el jardín y hasta elegir el adorno de la torta de cumpleaños se vuelve una epopeya cuando una criatura no cumple a rajatabla la lista de instrucciones que le endilgaron con el corte de su cordón umbilical. “¡Niña!” o “¡Niño!” seguro gritó la partera, y ese grito, lejos de ser inocente, ya marcó la cancha de lo posible y de lo que vendrá.
En julio de 2007, Gabriela Mansilla parió mellizos. Por las genitalidades, los identificaron como varones y los nombraron Manuel y Elías. A uno le imaginaron un futuro como mecánico. Su hermano sería electricista y trabajarían juntos, luego de ir a la técnica y tener muchas novias. Cunas celestes, pelota, autitos y la peli Cars ocuparon la habitación color verde mientras crecían en el útero, en reverencia a la idea de yunta mimética entre género y sexo.
Pero el ser se puede provocar pero no impedir, y eso queda claro en “Yo nena, yo princesa”: el libro que da testimonio de la batalla que Gabriela y su familia dieron para que por primera vez en el mundo un Estado reconociera la identidad de género asumida por una nena de seis años. El fatigoso tránsito de Manuel a Luana.
“Luana se nombró a sí misma nena a los dos años y se eligió su nombre a los cuatro. Ahora tiene 14 y está en el secundario. Y lo cierto es que no es igual hablar en 2021 de infancias trans que hace una década cuando iniciamos nuestra lucha. Hoy por lo menos se puede decir, está el precedente del DNI de Luana, se visibiliza la militancia del colectivo travesti/trans. Hace 10 años no había absolutamente nada, ni siquiera la ley de identidad. Recuerdo que en un documental de NatGeo de Estados Unidos escuché por primera vez la palabra transgénero y entendí qué me estaba queriendo decir Luana. Fue un alivio saber qué pasaba, como sacarse 100 kilos de la espalda, pero seguíamos dentro del barro. No había nada en el país. Mi hija no tenía un mundo preparado para ella y había que crearlo”.
Crear lo que no existe pero se desea fuerte. Moldear nuevas formas, amorosas, menos rígidas y violentas, donde quepan más los sueños propios y poco las expectativas de los demás. Avanzando gracias a la escucha empática, al respeto. Y aceptando el vértigo de la caída al vacío por el empeño obstinado de desear ser.
“Luana no puede dejar de ser Luana, porque sino no podría existir. Como su hermano es quien es. Ella vino a patear estructuras y a decirme que las ideas que tenía sobre la humanidad no eran ciertas. Y me lo dijo con dos años. A mí se me hizo difícil, pero pude escuchar y sostenerlo. No a través del amor romántico, idealizado de mamá leona. No. Pude escuchar desde un amor político y responsable. Yo era la responsable de que Luana dejara de lastimarse, y de tomar la decisión de enfrentar lo necesario para que mi hija pudiera vivir”.
Yo nena, yo princesa
A los 20 meses de vida Manuel logró poner en palabras lo que venía expresando desde todavía más temprano: “Yo nena, yo princesa”.
A diferencia de su mellizo, no disfrutaba de jugar con trencitos, bailaba imitando los movimientos de la Bella de Disney con remerones que hacían de vestido y lloraba sin consuelo si le insistían con los “deberes de varón”. A los tres años comenzó a golpearse la cabeza contra la pared, a tirarse del pelo, morderse y rasguñarse, y nunca dormía de corrido a pesar de los antialérgicos recetados en busca de efectos somnolientos. La calma tenía silueta de muñeca rosa.
A los cuatro años recién cumplidos le dijo a su mamá: “Soy nena, me llamo Luana y si no me decís así no te voy a hacer caso”. A partir de ese día no volvió a responder al nombre Manuel, solo se daba vuelta si la llamaban Luana.
Pediatra, neurólogo infantil, dermatólogo, estudios del sueño y psicología correctiva enumeraron el derrotero de estrategias destinadas a afirmar un género impuesto por default que se vigilaba terminantemente.
Para colmo, a la desesperación de una familia se sumó una sociedad siempre lista para transformar en especialmente doloroso el dolor: “es que carece de figura paterna”, “pasa mucho tiempo con la madre”, “tiene que practicar juegos rudos”, “la madre instiga al niño a ser niña porque en realidad deseaba tener la parejita”, “¿qué le pasa a Gabi que viste a uno de los mellizos de nena?”
En diálogo con Infobae, la psicóloga Valeria Pavan, coordinadora del Área de Salud de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) y una de las profesionales fundamentales en el recorrido de Luana, trata de encontrar sentido en el sin sentido: “Hay una falta de reflexión social sobre las posibilidades de ser y estar en el mundo. Es muy común que cuando una familia es atravesada por alguna experiencia travesti trans o no binarie se piense inmediatamente en que hubo una falla en ese camino de constitución de la identidad. Si se ha sido una buena madre o un buen padre, si la familia ha cometido errores. En general, se busca el motivo por el cual le niñe está expresando lo que expresa. Sobre todo al comienzo. Así es que trabajamos más con les adultes de las familias que con les niñes, quienes solo necesitan ser escuchades y respetades. Quienes necesitamos explicaciones y reflexionar por fuera del binario dicotómico varón/mujer somos les adultes”.
En línea aporta Gabriela: “Todavía existe la culpabilidad hacia la persona adulta de manipular las identidades, y se cree que las niñeces no tienen capacidad de decir quiénes son. Las niñeces no deberían padecer una transición. Hay una transición porque hay una imposición previa. Yo aspiro a que algún día, aunque no esté viva para verlo, se deje de imponer un género obligatorio según los genitales, para que las niñeces no necesiten enfrentar el universo adulto. Porque entonces quien no tiene la valentía, la fuerza o el acompañamiento del contexto, lo padece”.
El “Informe sobre la situación actual de las experiencias de niñeces trans” que realizó la Asociación Civil Infancias Libres en julio de 2019 describe las prácticas comunes de las niñeces trans para manifestar disconformidad con el género asignado al nacer. Rechazo de vestimenta, dolencias orgánicas o físicas, autoagresiones, tristeza, irritabilidad, caída del cabello, falta de control de esfínteres, pesadillas recurrentes. El 53%, además, compartió sentimientos vinculados con la muerte o deseos de morir.
Documento Nacional de Identidad
El 9 de octubre de 2013 Luana cambió el rumbo de la historia. De su historia y la de una comunidad: fue la primera nena trans del mundo en recibir un DNI de acuerdo a su identidad autopercibida con un trámite administrativo, sin recurrir a la Justicia. Tenía seis años.
Costó una enormidad arrebatarle ese derecho a un sistema empecinado en tratarla como una “menor impúber, incapaz de comprar un auto, un departamento y mucho menos decidir sobre su identidad”, aún con la Ley de Identidad de Género vigente y muy a contramano de normativas y convenciones de protección de niñas, niños y adolescentes con rango constitucional en Argentina.
Con el nuevo DNI terminaron, por ejemplo, las explicaciones eternas y humillantes en la guardia de un hospital o en las inscripciones al colegio y al club. Se terminaron las miradas raras. Los murmullos que ensordecen.
Gabriela reconoce las marcas que dejaron tantas vivencias: “Tuvimos que lidiar con las instituciones. Llevarla a la escuela con un documento que decía que era un varón y que no entendieran. O decirle a una pediatra hace 10 años que Luana era una niña trans y que no me supiera entender. Fue muy violento, y reponernos a esa violencia nos llevó muchísimo tiempo. Seguimos pagando las consecuencias de haber sido la primera mamá y la primera niña trans visibles en el país. No es que no existieran, porque existieron siempre, pero ser las primeras en salir a dar la cara y decir ´tengo una niña trans y no la puedo llevar al médico´ fue sumamente revolucionario para la época y muy violentas las consecuencias”.
Encima, allanar caminos no significa liberarlos del todo. Según el mismo informe de la Asociación Infancias Libres que releva la experiencia actual de 100 familias, en el 62% de los casos los colegios (privados y públicos) no pudieron abordar las niñeces trans y travestis. Y el 80% de los grupos familiares que recurrieron a profesionales de la salud declararon no haber encontrado ayuda para saber qué les pasaba a sus hijos/as.
Para Gabriela es entonces tan importante revisar lo conseguido como señalar lo que falta: “Las niñeces trans y travestis siguen en peligro. Si las escuelas y les profesionales de la salud no conocen la ley de identidad de género, ¿dentro de qué marco de protección podemos pensar a estas niñeces? Tenemos que tener la suerte de encontrarnos con alguien que entienda. La batalla deja de ser individual, es colectiva y cultural. Por eso va a llevar muchísimos años”.
Luana está ahora cursando el segundo año del secundario. Le encanta actuar. Es muy histriónica, aun con las vergüenzas que trae la adolescencia. Un torbellino por donde pasa. Le gustaría ser actriz, pero también se imagina como profesora de matemática.
Hace un tiempo decidió rechazar los bloqueos de la pubertad. Terminar con los análisis de sangre, con los estudios y tratamientos, para darle curso al desarrollo de las características sexuales propias de su cuerpo. Libre y de manera saludable. Es su decisión hoy, después de mucho trabajar sobre la aceptación. Luana se sabe trans, se ama trans, sin conflictos con su cuerpo.
Quizás en un futuro necesite otra cosa. Tiene claro su derecho a elegir y a decidir; a obedecer únicamente a su deseo desobediente de vivir. Y en el deseo de Luana, los deseos de todas las niñeces y adolescencias travestis trans.
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