-Yo cometí un error, que es lo que siempre me atormentó: creí que había habido un problema y que estaban avisando que suspendiéramos. Cuando llegamos con los camiones, avisamos a los compañeros de adentro para que comenzara la fuga. Después de eso, no había ninguna señal pautada. A las 18:45 entró el Falcon. Y entonces aparece una señal que alguien hace agitando una frazada, o algo parecido, desde una de las ventanas de un pabellón del penal. Nosotros teníamos que entrar después del Falcon. Pero cuando veo eso, decido que nos retiremos. Dimos la vuelta, los dos camiones y yo. Paramos a los 10 kilómetros y me doy cuenta de que el Falcon había entrado y no había pasado nada. Que el plan seguía. Entonces volvemos. Pero mientras nosotros volvíamos a la cárcel, con la camioneta y los dos camiones, los que pudieron escapar en el Falcon y en taxis se estaban yendo al aeropuerto. Y ahí se pudre todo –contaría Jorge Lewinger más de treinta años después de la fuga del penal de Rawson.
El error, aquel 15 de agosto de 1972, modificó la relojería de la fuga organizada por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) que había sido planeada a la perfección: la toma del penal por los propios guerrilleros presos, la entrada del Ford Falcon, una camioneta y dos camiones para sacar a un centenar de ellos, el copamiento de un avión de línea por otro comando guerrillero y la fuga de la totalidad hacia Chile.
Seis guerrilleros –los de más alto nivelen las estructuras del ERP, las FAR y Montoneros – llegaron al aeropuerto de Rawson y lograron abordar el avión que los llevaría a Chile. Otros 19, luego de esperar infructuosamente a la camioneta y los camiones, llamaron remises desde un teléfono del penal y pudieron llegar en ellos hasta el aeropuerto cuando ya era tarde: los del avión, creyendo que no llegarían, habían ordenado despegar al comandante. El resto quedó en el penal, donde debieron rendirse luego de exigir la garantía de sus vidas.
Los 19 que llegaron tarde al aeropuerto, lo tomaron y negociaron su rendición y su vuelta al penal de Rawson. Pese a las promesas de los militares que los rodeaban, los trasladaron a la Base Naval “Almirante Zar”, en Trelew, donde siete días más tarde, el 22 de agosto, serían fusilados. Solamente tres sobrevivieron, gravemente heridos.
La dictadura de Alejandro Agustín Lanusse intentó disfrazar a los fusilamientos como “intento de fuga”. Casi nadie en la Argentina creyó en el comunicado oficial.
Los primeros pasos
Los celadores de la cocina del penal mostraban orgullosos el plato del día: en la cárcel de Rawson un asado de vaca era una fiesta. A la una del mediodía del martes 15 de agosto, los presos de los seis pabellones hicieron la cola con sus platos de aluminio, pero la mayoría no comió casi nada. La fuga estaba prevista para las seis de la tarde, y en las horas previas a una acción no había que llenarse el estómago.
Hasta el día anterior, los que sabían del operativo no pasaban de quince, aunque muchos lo intuían. Ese día, durante el recreo, Marcos Osatinsky y Mario Roberto Santucho hablaron con Agustín Tosco. El sindicalista ya llevaba casi un año preso: lo habían agarrado cuando salía de un restorán de Córdoba y lo dejaron sin proceso, a disposición del Poder Ejecutivo. Osatinsky y Santucho le dijeron que se iban a fugar y que, si quería, tenía un lugar.
-Miren, les agradezco y les deseo toda la suerte, pero yo no puedo rajarme así. A mí me toca esperar que me liberen las luchas populares. Para ustedes, que están en la lucha armada, es lógico que traten de fugarse, pero yo no. Igual les deseo que todo salga bien, compañeros, en serio.
A esa hora, Carlos Goldenberg estaba a veinte kilómetros de allí, en Trelew, despidiéndose de otros tres choferes. Había manejado los ochocientos kilómetros desde Bahía Blanca en el Ford Falcon donde debía llevar al grupo más importante; los otros tres tenían una camioneta y dos camiones.
Carlos sincronizó su reloj con los demás y contestó que tenía el tanque lleno cuando L. le hizo las últimas preguntas. Unas horas después, los cuatro estarían a pocos metros del penal, esperando la orden para entrar y sacar a ciento veinte presos.
El Colorado Marcos estaba sentado en la habitación del hotel de Trelew: escuchaba la radio y fumaba un cigarrillo tras otro esperando que se hicieran las seis de la tarde para plantarse en el aeropuerto de Trelew y hacer el enlace entre los fugados y el avión tomado.
Ana Wiessen también estaba en Trelew para abordar el avión en esa escala.
Alejandro Ferreyra y Víctor Fernández Palmeiro estaban de saco y corbata en dos mesas distintas del bar del aeropuerto de Comodoro Rivadavia, esperando el momento de embarcar, junto con otros sesenta y cuatro pasajeros, en el boeing de Austral con destino a la Capital y escala en Trelew.
Antes de subir al avión, Alejandro y Víctor tenían que recibir una información fundamental: que dentro de la cárcel estaba todo dispuesto para iniciar la fuga. A las 17.25, una mujer con un tapado negro se acercó a Alejandro, le pidió fuego y le dijo diez palabras: era el enlace telefónico entre Comodoro Rivadavia y Rawson.
-Está todo en orden. Dicen que están listos, mucha suerte.
-Gracias.
Con un movimiento de cabeza, Alejandro le indicó a Víctor que todo estaba en marcha. Ahora la mujer del tapado negro tenía que devolver a Rawson un mensaje: los dos comandos abordaban el avión y lo iban a copar en Trelew. El mensaje le llegaría a Lewinger, el responsable de los choferes. Todo como estaba dispuesto.
A las 18.10, los altoparlantes del aeropuerto de Comodoro Rivadavia informaron que el vuelo de Austral con destino a Buenos Aires y escala en Trelew saldría a las 18.30.
La toma del penal
Cuatro grupos de apoyo colaboraban con la fuga, en Buenos Aires, Trelew, Comodoro y Rawson: cada uno de ellos estaba en contacto telefónico con los otros y se comunicaba con los presos o los militantes por medio de señales establecidas. En Rawson, alguien parado frente al penal había hecho una señal con el pañuelo, a las 17.00, para confirmarles a los presos que su grupo había recibido la información de que el avión había salido de Buenos Aires hacia Comodoro. Eso significaba que tenían que estar preparados pero sin entrar en operaciones. La segunda señal decía que el avión había iniciado el tramo de vuelta: Comodoro-Trelew-Buenos Aires. Esa señal marcaba el inicio de la acción y debía llegar entre las 18 y las 18.20. La hora límite tenía una razón de peso: a las 19.30 venía el cambio de guardia, y desde media hora antes empezaban a llegar agentes penitenciarios de todos lados.
Por una demora entre los enlaces, la segunda señal no llegó a las 18.00. Se hicieron las 18.10 y los del comité de fuga seguían esperando tranquilos. Pero cuando se hicieron las 18.20 y la señal no había llegado, el comité de fuga analizó sus dos opciones: suspender todo para otra oportunidad -que no sabían si llegaría alguna vez- o estirar el plazo. Santucho y Osatinsky decidieron esperar cinco minutos más.
A las 18.22 llegó la señal y los presos se pusieron en marcha: en ocho minutos, los grupos operativos tenían que agarrar las pocas armas y disfraces que tenían: algún uniforme militar, sacos y corbatas, uniformes de guardiacárceles. A las 18.30 empezó la toma del penal. En diez minutos, sin tirar un tiro, habían tomado los puntos neurálgicos, incluida la sala de armas. Habían reducido a unos sesenta guardias; los ciento veinte presos se estaban pertrechando.
Cuando uno de los grupos operativos fue hacia el puesto armado que estaba a unos cien metros del edificio de la cárcel, cerca de la salida, un guardiacárcel sospechó del grupo que llegaba, agarró su arma y les dio la voz de alto.
-Identifiquensé. ¡Quietos ahí!
Cuando el suboficial se preparó para tirar, desde el grupo le dispararon una ráfaga de FAL. Eran las 18.45. En la puerta de la Conserjería, camino a la salida de la cárcel, cayó muerto el cabo Juan Valenzuela, la única víctima del copamiento.
El error
Los presos tenían previsto que se produjera alguna resistencia y evaluaban que los disparos no iban a alertar a los gendarmes y a los efectivos del Ejército que estaban a tres cuadras del penal: era común que se escapara un tiro o una ráfaga en el penal. Pero Lewinger oyó los tiros, miró hacia la cárcel y le pareció ver que en una ventana agitaban una frazada: interpretó que con esa señal le decían que todo había fracasado y dio la orden de retirada a sus vehículos. La decisión fue un error grave: el plan no preveía ninguna señal para que los camiones se retiraran.
-A partir de esta señal, que a mí me pareció de fracaso, le digo a los camiones que nos retiremos. Y a mitad de camino, nos ponemos a conversar y allí se me aclara la cosa. De que no, (de que la señal con la frazada desde el pabellón del penal) no era una señal de que la cosa estaba mal. Entonces decidimos regresar para ver si todavía estábamos a tiempo de ayudar a sacar compañeros – contaría más de 30 años después.
Carlos Goldenberg estaba al volante del Falcon esperando que llegaran los camiones para sumarse a la caravana y entrar en el penal. Cuando escuchó los disparos siguió en su lugar, sin moverse. Los camiones no llegaban. Pocos minutos después, cuando vio que se abría la puerta del penal, recorrió con el coche los cien metros que lo separaban de la entrada de la cárcel y se encontró con el grupo de seis que tenía que llevar al aeropuerto: Santucho, Fernando Vaca Narvaja, Osatinsky, Roberto Quieto, Enrique Gorriarán Merlo y Domingo Menna. Carlos no llegó a darse cuenta de que, dos minutos antes, los dos camiones y la camioneta se habían ido. Osatinsky y Santucho le preguntaron por ellos.
-Deben estar por entrar, estaban ahí, no sé.
-Vamos a buscarlos – dijo Osatinsky
Los siete se subieron al Falcon. Uno de ellos llevaba uniforme del oficial de Ejército, podía dar la impresión de estar en un operativo militar. Los otros seis no tenían ningún disfraz. Estaban amontonados y llevaban armas saliendo por las ventanillas. Dieron una vuelta de cinco minutos por los alrededores: se cruzaron dos veces con el mismo patrullero sin que pasara nada, pero no encontraron los camiones. No había lugar para consultas ni vacilaciones. Osatinsky dio la orden:
-Al aeropuerto.
La captura del avión
A las 18.50, el avión de Austral aterrizó en el aeropuerto de Trelew. Entre los pasajeros de la escala debía subir Ana Wiessen y hacerles a Fernández Palmeiro y Ferreyra una señal de que todo estaba en orden, para que tomaran la máquina. Los dos mantenían los ojos clavados en la entrada, pero Ana no subía. Cuando terminaron de entrar los veintinueve pasajeros y las azafatas recorrían el pasillo, Víctor y Alejandro se quedaron quietos, desconcertados, en sus asientos.
Unos minutos antes, los dos militantes que estaban en el aeropuerto -Jorge y Manuel- habían recibido una información confusa a través del enlace que tenían con Rawson: “Los camiones se retiraron, uno de los camiones tuvo un breve tiroteo con un retén policial a la salida de Rawson; pero también salió un auto del penal...”. Con esos datos, decidieron cambiar la instrucción que tenía Ana:
-Hay que demorar el avión.
A Ana se le ocurrió ir hasta el mostrador de Austral y hablar con un empleado para pedirle que esperara unos minutos.
-Vea, está por llegar mi equipaje, no sé por qué se demoró...
A los pocos minutos, la excusa se desmoronaba y Ana decidió subir al avión. Jorge y Manuel supusieron que la operación había fracasado y se fueron. Ana, ya en el avión, vio a Alejandro y Víctor: en vez de hacerles la señal, se les acercó y les contó lo que sabía por boca de Jorge, que a su vez lo sabía por boca de otro, y de otro. Tuvieron que decidirse enseguida. Fernández Palmeiro fue a la cabina, Ferreyra y Wiessen se ocuparon de pasajeros y tripulantes. El comandante del boeing, sin siquiera darse vuelta, escuchó:
-El avión está tomado por un comando conjunto del ERP y las FAR. Vaya hasta la cabecera de la pista y deje los motores en marcha...
Los noventa y seis pasajeros y cuatro tripulantes escucharon una voz femenina muy amable:
-Por favor, quédense sentados y pongan las manos sobre el respaldo de los asientos de adelante. No se preocupen, todo va a salir bien.
El avión fue hasta la pista y, a los pocos minutos, se acercó un auto a toda velocidad.
“¡Pará, chango, somos nosotros!”
A las 19.25, mientras llegaban al aeropuerto, los siete guerrilleros en el Falcon manejado por Carlos Goldenberg pensaron que el boeing de Austral ya se habría ido: era demasiado tarde. Tampoco había rastros del grupo que tenía que recibirlos. Corriendo, uno de los guerrilleros entró a buscarlos al hall del edificio. Desde allí vio el avión en la cabecera de la pista y pensó que estaba a punto de despegar. No podía saber que Carlos, Víctor y Alejandro ya lo habían copado. Lo primero que se le ocurrió fue correr a la torre de control y ordenar, escudado en el uniforme militar con que se había disfrazado:
-¡Rápido, paren ese avión! Lleva una bomba, si no lo paran va a saltar en pedazos. ¡Rápido, la radio!
El operador transmitió el mensaje al capitán del boeing. Fernando le ordenó que le dijera que no se moviese, que esperara ahí, quieto al final de la pista.
El coche se metió en la pista, a cien por hora, hasta donde estaba el boeing. Adentro, Alejandro Ferreyra los vio llegar y por un momento creyó que eran militares, que todo estaba perdido y venían a agarrarlos. Quiso impedir que una azafata abriera la puerta del avión, pero llegó tarde: se puso en posición de fuego frente a la puerta y, cuando entraron sus compañeros, estuvo a punto de tirar. Santucho, que lo conocía, le pegó el grito:
-¡Pará, chango, somos nosotros!
Una vez que todos estuvieron adentro, decidieron esperar diez minutos por si llegaban otros. Pero pronto iban a aparecer los marinos de la Base: seguir ahí era suicida. Entonces le ordenaron al piloto que levantara vuelo:
-Al aeropuerto de Santiago de Chile.
Desde el aire, intentaron comunicarse con la torre de control, con la idea de volver a buscar a alguien en caso de que llegara, pero no lo consiguieron. Empezaba otra etapa: no era seguro que el gobierno de Salvador los dejara seguir viaje a Cuba, donde querían pedir asilo político.
En el avión, los diez escapados miraban por las ventanillas, con miedo de que apareciera algún caza de la marina que tratara de desviarlos: seguramente no lo harían, porque el boeing estaba lleno de pasajeros, pero todo era posible. Y su estado de ánimo era confuso: habían conseguido fugarse, pero no sabían qué podría pasar con los demás.
Los otros 19 fugados
Los otros presos que trataban de fugarse eran unos ciento diez: tenían el penal bajo control, pero estaban a pie. Mientras mantenían la esperanza de que volvieran los camiones decidieron llamar a taxis de la zona. Al rato se presentaron cuatro coches, y se subieron los diecisiete militantes que seguían a los seis primeros en las listas de prioridades que habían hecho las organizaciones. Cuando ya estaban todos en los autos, Pedro Bonet, que mandaba la retirada, comprobó que había lugar y llamó a dos más:
-Lobo, Vieja, vengan ustedes también.
Y Alberto Del Rey y Alfredo Kohon salieron corriendo y se sumaron, a último momento, a los fugitivos. En el camino, uno de los coches, con problemas mecánicos, tuvo que ir muy despacio: los demás decidieron mantenerse a su ritmo, para no abandonarlo. Ese retraso fue fatal. A las 19.45, cuando llegaron al aeropuerto, descubrieron que el boeing de Austral había despegado unos minutos antes.
Al mismo tiempo, vieron otro avión que bajaba y se preparaba para aterrizar: si conseguían tomarlo, estaban salvados. Pero el avión, ya muy bajo, volvió a levantar vuelo: le habían avisado por radio y siguió viaje. Los fugitivos pensaron que si hacían volver el avión de Austral para recogerlos no podrían asegurar que despegara de nuevo, y prefirieron garantizar la huida de sus jefes. En el aeropuerto no había más aviones. Los fugitivos tomaron posiciones en el edificio: eran catorce hombres y cinco mujeres. Un batallón de infantes de marina, comandado por el capitán de corbeta Luis Sosa, llegó pocos minutos después.
El sitio duró horas. En el aeropuerto había muy pocos pasajeros, y algunos empleados de las aerolíneas, personal técnico, changadores y los dueños del bar. Los militantes, bien armados, se instalaron en distintas ventanas y puertas para tratar de controlar la situación.
Negociaciones y rendición
Por teléfono, los guerrilleros del aeropuerto dijeron a los sitiadores que estaban dispuestos a entregarse en presencia de un juez, un médico y la prensa para garantizar que no serían maltratados. Sabían que no tenían salida, pero querían conseguir la mejor rendición posible. Mantenían la calma y, para eso, suponían que la disciplina era importante: consultaban cada movimiento con los responsables de las tres organizaciones: María Antonia Berger por la FAR, Mariano Pujadas por los Montoneros, Pedro Bonet por el ERP.
A eso de las nueve empezó la conferencia de prensa. Berger, Pujadas y Bonet se enfrentaron a seis o siete micrófonos de periodistas locales y porteños.
-Nos vamos a entregar en presencia del juez Godoy, para garantizar nuestra integridad y nuestra seguridad física, no solamente para que no nos asesinen, como han asesinado a otros compañeros, sino tampoco caer bajo la tortura a la cual permanentemente las fuerzas represivas son adictas – dijo Bonet a los cronistas
La charla ya había durado como cincuenta minutos. Pujadas decidió suspenderla y pedirle al juez que fuera a parlamentar con los militares que tenían rodeado el aeropuerto. Diez minutos después, Pujadas, desarmado, salía a hablar con el capitán Sosa y volvió a pedirle que trajera un médico:
-¿Y para qué quieren un médico?
-Tenemos experiencia sobre la forma en que hemos sido tratados otras veces por la represión...
-¡No le voy a permitir!
-No le estoy diciendo que usted sea un represor pero, le repito, tenemos experiencia de otras oportunidades...
El capitán Sosa les dijo que los llevarían a la base Almirante Zar; los militantes se negaron: dijeron que si los llevaban a la base temían por sus vidas. Finalmente, Sosa les prometió que los devolvería al penal de Rawson. Veinte minutos después los diecinueve guerrilleros dejaron sus armas en el suelo y se rindieron a los marinos. El doctor Atilio Vilgione, un ex vicegobernador radical, los revisó uno por uno; después los subieron a un ómnibus naval.
Los militantes iban haciendo la ve de la victoria. Iban presos de nuevo pero se los veía contentos: habían conseguido la fuga de los jefes y, además, la operación había sacudido al país. En el ómnibus también iban el juez Godoy, el abogado radical Mario Amaya y dos periodistas locales. Un poco más allá, el teniente coronel Muñoz, jefe de las tropas de ejército que habían llegado hasta el aeropuerto, puteaba por lo bajo, aunque no tan bajo como para que los periodistas no lo oyeran:
-Esto es joda. Veníamos a liquidarlos a todos y están vivos. Si se hubieran animado a disparar un tiro, no dejábamos a uno. Pero se rindieron, los muy cagones.
El ómnibus salió, rodeado por otros vehículos militares, hacia la base Almirante Zar. Exactamente una semana después, el 22 de agosto, serían fusilados.
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