Cuando Roque Sáenz Peña fue a la guerra por un desengaño amoroso, estuvo a punto de morir y regresó como héroe

El ex presidente Roque Sáenz Peña, es recordado por la ley que lleva su nombre y que estableció el voto secreto y obligatorio. Pero hay una historia no tan difundida que cuenta su extraordinario paso por el ejército peruano y su participación en la guerra del Pacífico

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Roque Sáenz Peña de joven.
Roque Sáenz Peña de joven. Había nacido en Buenos Aires en 1851 de una familia de tradición federal. A los 26 años ya era diputado.

La versión entre romántica y trágica que llevó al joven Roque a enlistarse en el ejército peruano quizás puede hallarse en un desencanto amoroso. Cuando le anunció a su padre que pensaba formalizar con una señorita, éste se opuso. El hijo reclamó explicaciones, y así se enteró que esa chica era nada menos que su media hermana, producto de un desliz de don Luis Sáenz Peña.

Roque, de 28 años, renunció a su banca de diputado y se involucró como voluntario en el conflicto armado que había estallado entre Chile y Perú.

Entre 1879 y 1883 Perú y Bolivia se enfrentaron a Chile en una guerra, que se la conoció como Del Guano, Del Salitre o del Pacífico. Cuando la explotación de estos recursos, usados como fertilizantes, se convirtieron en un gran negocio, la región de Antofagasta, rico en ellos, quedó en la mira. La escalada diplomática fue en aumento, especialmente entre Bolivia y Chile, en las que intervino Perú, quien había firmado una alianza defensiva con Bolivia. Cuando Chile ocupó Antofagasta en 1879, se declaró la guerra. Los chilenos, una vez asegurada su supremacía marítima, iniciaron la campaña terrestre.

El joven Roque Sáenz Peña a los 26 años, ocupaba una banca de diputado por el Partido Autonomista y llegó a ser presidente de la legislatura bonaerense al año siguiente. Luego de renunciar en 1879, viajó al Uruguay, desde donde se embarcó a Perú. En Lima se presentó al ejército peruano, que valoró el gesto. Para preservarlo, quisieron destinarlo a la reserva pero Roque insistió en ir al frente de batalla. Su única experiencia militar era haber participado, siendo un muchacho de 23 años, como capitán del Regimiento Nº 2 en la revolución de 1874.

“Mi querido Tata, tranquilícese de mi separación momentánea; volveré a sus brazos más hombre aún y sin otra idea que compensarle los malos ratos que le doy y devolver a los más la tranquilidad que les quito”, le escribió a su padre, que no podía creer la locura que había cometido su hijo.

Le tocaría participar de la espantosa campaña de Tarapacá, en la que estuvo a punto de perder la vida.

En la batalla de Dolores, región salitrera ubicada entre Pisagua e Iquique, librada el 19 de noviembre de 1879, tuvo su bautismo de fuego en tierras peruanas. Se desempeñó como ayudante de campo del general Juan Buendía. En ese combate la infantería chilena se apoderó de valiosos pozos de agua y fueron infructuosos los ataques del ejército peruano y boliviano para recuperar esa posición. Como los chilenos se hicieron fuertes en la región, los derrotados debieron retirarse a la quebrada de Tarapacá.

Ocho días después, cuando los chilenos intentaron atacarlos por sorpresa, Sáenz Peña tuvo una destacada actuación al frente de su batallón “Iquique”, donde dio muestras de coraje y valentía. Sin embargo, la debilidad del ejército –en mayo de 1880 Bolivia se había retirado de la guerra y terminaría perdiendo su salida al mar- obligó a los peruanos a replegarse a Arica, destacándose un morro de unos cien metros de altura, sobre la costa del océano Pacífico.

Allí se libraría una batalla que el argentino nunca olvidaría.

Su liderazgo y valor hicieron que fuera muy estimado por peruanos. Aún siendo jefe de batallón, dormía a la intemperie junto a sus soldados.

Cuadro llamado "Hasta el último
Cuadro llamado "Hasta el último cartucho", de Juan Lepiani. Es una escena de la batalla del Morro de Arica, en la que el argentino se destacó por su arrojo y valentía.

En Arica, a la espera del ataque enemigo, se cavaron trincheras, se armaron tres baterías y esos 1500 peruanos al mando del coronel Francisco Bolognesi esperaron la embestida de más de 5000 chilenos. Bolognesi, un jefe carismático y apreciado, se había retirado del servicio activo en 1871 y a sus 62 años se había reincorporado al ejército como jefe de la tercera división que operaría en el sur.

Sáenz Peña era teniente coronel y estaba al mando del Batallón 33, que integraba la octava división de ejército al mando del coronel Alfonso Ugarte. Era sencillo ubicarlo: era el único extranjero entre todos los peruanos. Lucía una levita azul oscura, pantalón gris, botas granaderas y gorra. De su cinturón colgaba su sable. Era alto y llevaba bigote y barba en punta.

Los chilenos enviaron a un prisionero con la oferta de rendición, y que de lo contrario todos serían masacrados. Pero Bolognesi, en presencia de sus 27 oficiales, entre ellos Sáenz Peña, expresó: “Tengo deberes sagrados y los cumpliré hasta quemar el último cartucho”. Por boca del propio prisionero se enteraron de la dimensión de fuerzas a las que se enfrentarían y que atacarían por el este.

Restos de uniformes que quedaron
Restos de uniformes que quedaron en el campo de batalla de Arica. (Revista Caras y Caretas)

Sabían que sería una lucha desigual: uno contra cuatro de ellos. Décadas después, Sáenz Peña escribió que comandaba a soldados “condenados a morir por sentencia decretada por nosotros mismos y escrita por nuestra propia mano”.

Al amanecer del 7 de junio de 1880 comenzó el ataque chileno centrado en el Morro de Arica. El argentino, montado a caballo, dio la orden de ataque a su batallón, y comenzó a escalar la ladera del morro, mientras recibía fuego de frente y de los flancos. Hubo un sangriento combate cuerpo a cuerpo a bayoneta calada, en el que el argentino fue herido: una bala le atravesó su brazo derecho. Se vendó como pudo para frenar la hemorragia, y siguió peleando, mientras veía cómo su batallón era diezmado. En un momento solo era acompañado en el ataque por una treintena de hombres. Cuando su herida se le enfrió ya no tuvo fuerzas para sostener su sable. Quiso envainarlo pero estaba tan doblado que debió tirarlo al suelo, ya que con su mano izquierda luchaba por controlar a su caballo, enloquecido por los ruidos de la artillería y que terminaría muerto.

La batalla estaba perdida. El propio Bolognesi y Alfonso Ugarte habían caído en el campo de batalla.

Sus botas y espuelas estaban empapadas con la sangre de los cientos de cadáveres que pisaba mientras seguía luchando. Los chilenos avanzaban sin hacer prisioneros, enfurecidos por la muerte de su jefe Juan José San Martín. Hubo casos en que fusilaron a los que se rendían y remataban a los heridos porque decían que los peruanos, aún heridos, continuaban disparando. Cuando la lucha se perdió Sáenz Peña aguardó lo peor junto al coronel Manuel de la Torre y el sargento mayor Francisco Chocano.

Fue providencial la presencia del capitán chileno Ricardo Silva Arriagada que al ver a estos tres militares dio la orden que no los matasen, a pesar de los pedidos de los soldados, que ya habían despojado al argentino del reloj y su cadena. Arriagada recordaba su semblante tranquilo y sereno, a diferencia de los otros dos militares, que pedían clemencia. Alguien le comentó al oficial que ese era argentino. Ese oficial chileno le salvó la vida, tomándolo como prisionero.

Cañón usado por el ejército
Cañón usado por el ejército peruano en Arica. (Revista Caras y Caretas)

Como los otros oficiales también habían caído, Sáenz Peña se encontró como comandante general de la octava división. Y como tal redactó el parte de batalla.

Los prisioneros fueron embarcados hacia Chile. A bordo del buque un médico francés le revisó la herida. Durante todo el viaje tuvo fiebre. En Valparaíso le ofrecieron liberarlo con la condición de que nunca más alzase las armas contra ese país. Se negó. En un momento se pensó en formarle consejo de guerra y fusilarlo. Fue confinado en el pueblo de San Bernardo.

Las gestiones de su amigo Miguel Cané, que hasta viajó a la zona del conflicto preocupado porque a Buenos Aires no llegaban noticias suyas, consiguió que fuera alojado en la casa de Emilia Herrera de Toro, una chilena perteneciente a una familia que se destacó por haber albergado a exiliados argentinos. Emilia estaba casada con José Manuel Balmaceda, que llegaría a ser presidente de Chile en la década del 80.

Pero las preocupaciones de Roque eran las calumnias que publicaban los diarios chilenos sobre supuestos actos de cobardía y las repercusiones que pudieran tener en Buenos Aires. Finalmente, luego de gestiones diplomáticas entre los dos gobiernos, el 30 de noviembre de 1880 pudo regresar al país, donde fue recibido como un héroe.

En 1901 en Buenos Aires recibió del gobierno peruano la medalla de oro por su actuación en Arica. “Ofrecí al Perú lo único que tenía, mi caballo, mi espada y mi vida; al caballo me lo mataron en la refriega; la espada se me desprendió de mi brazo con la herida final y mi vida no la quiso el Perú, me la devolvió en Arica, o por orgullo nacional”.

El sepelio de Roque Sáenz
El sepelio de Roque Sáenz Peña. Murió en la madrugada del domingo 9 de agosto de 1914. (Revista Caras y Caretas)

Volvió a Perú el 6 de noviembre de 1905 cuando fue invitado para la inauguración del monumento de su jefe el coronel Francisco Bolognesi, a quien prácticamente vio morir acribillado. Y por ley del Congreso Nacional de ese país fue ascendido a general de brigada, lo que lo habilitaba a presidir las ceremonias militares dedicadas a homenajear a los sobrevivientes del Morro de Arica, donde aún se cuentan historias de ese argentino que, herido en su brazo, hacía lo imposible por seguir peleando.

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