Como llevaba el mismo nombre que su madre siempre la llamaron Amalita. Un diminutivo que ella convertiría en leyenda.
“Amalita”, María Amalia Sara Lacroze o “La Dama de Cemento”, como se la conocería con los años, nació en una casona ubicada sobre la calle Rodríguez Peña y Marcelo Torcuato de Alvear, en el corazón de Buenos Aires. Sus padres, casados diez años antes de su nacimiento, eran el médico Alberto Daniel Lacroze Gowland y Amalia Reyes.
Dueña de mucho estilo y de un cuerpo casi perfecto, Amalita terminó por convertirse en el ícono de la clase alta del momento. A esto se le sumaba el haber nacido en una familia de prosapia. Su tío tatarabuelo fue el presidente uruguayo Manuel Oribe; sus tíos abuelos, Julio Alberto y Federico Lacroze, fueron los responsables de la instalación de varias líneas de tranvías tirados por caballos en la ciudad de Buenos; su abuelo paterno, Juan Alejandro Lacroze, fue miembro de la Asociación Médica Argentina y fundador del Instituto de Traumatología y Radiología; su padre, Alberto Lacroze, integró el directorio del Hospital Fernández y del Hospital de Clínicas y fue catedrático de la Universidad de Buenos Aires.
Amalita llevaba en su ADN mucho más que belleza. En sus venas circulaba el poder, la convicción, el espíritu pionero, el estilo y las ganas de hacer camino. Así fue que llegó a ser amiga de presidentes, directora del Fondo Nacional de las Artes, embajadora plenipotenciaria de Argentina, poseedora medios de comunicación, empresaria, líder y creadora de la Fundación del Teatro Colón y de una fundación con su nombre, que donó a organizaciones de caridad en Argentina más de 40 millones de dólares.
Filántropa, mecenas y coleccionista de arte, en el año 2008 fundó el Museo Fortabat en el dique 4 de Puerto Madero. Allí está su colección de arte privada que contiene más de 400 obras desde Andy Warhol y Dalí pasando por Pedro Fígari, Raúl Soldi, Antonio Berni, Guillermo Roux y Quinquela Martín.
Pero volvamos a su infancia para explicar el derrotero en la vida de la mujer argentina, quizá la más poderosa, que hoy cumpliría 100 años.
Vaticinio gitano y casamiento
Cuando solo tenía un año de vida la familia se trasladó por un tiempo a París. Ella comenzó a balbucear francés e inglés antes que el castellano.
En Buenos Aires, hizo la primaria en la Escuela Superior de Niñas Onésimo Leguizamón y el secundario en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, que era gestionado por monjas. Tenía dos hermanos menores: Alberto Juan “Bebe” que nació en 1928 y Sara Josefina nacida en 1924. A los 14 años una gitana le vaticinó: “Te casarás con un maharajá”. Así sería.
Amalita era ávida de todo. Pretendía ser médica como su padre, pero su deseo no prosperó. Su familia se escandalizó ante la sola idea de que tuviera que estudiar cuerpos desnudos de hombres muertos en la morgue. Se tuvo que contentar con aprender enfermería y ejercer, esporádicamente, en un hospital para mujeres.
Fue presentada en sociedad, así era entonces entre las familias de alcurnia, en 1939. Enseguida descolló. Era distinta al resto. Tenía personalidad y no se apocaba ante los desafíos. Ya dos años después, luego de muchas fotos publicadas sobre ella, se había convertido en un ícono de la alta sociedad.
En septiembre de 1942, se casó con Hernán de Lafuente, que era abogado. La ceremonia gloriosa fue reflejada por los medios de la época. Pasaron una larga luna de miel en los Estados Unidos y, dos años después, se convirtieron en padres. María Inés sería su única hija y de ella tendría tres nietos.
Las cosas en la pareja no funcionaron y terminaron enfrentados en un divorcio que culminó en 1947.
Hablar al oído… de amor
Amalita y Alfredo Fortabat (originario de Azul y dueño de la cementera Loma Negra, que fuera la mayor fábrica de cemento de América Latina) se habían conocido en una velada caritativa en el Teatro Colón antes de que Amalita se casara con Hernán de Lafuente.
Fortabat estaba impactado por esa joven de 19 años tan elegante e inteligente.
Con 49 años y abundantes recursos se las ingenió para impresionarla. Invitó a Hernán y a su novia Amalita a su estancia San Jacinto. Dos parejas, nada raro.
Pero él ya está encendido con el deseo. Durante esas veladas se las arregló para tocar las manos de Amalita mientras le ofrecía cerezas bañadas en chocolate. Y, quizá, algunas cosas más que no sabemos. Alfredo era hábil y su mujer, Elisa Corti Maderna, no se percató del coqueteo.
Otro día, Jorge Saint, un amigo de Alfredo, invitó a Amalita y a Hernán a navegar en el Pichi Hue, el impactante yacht de Fortabat. Detrás de la invitación, claro, estaba el deseo de Alfredo de volver a estar con Amalita. Fortabat ya estaba jugando en el tablero de la pasión.
La bella joven no dejó pasar la ocasión para invitar al poderoso empresario a su boda con Hernán.
Él reconocerá, años después, “no pude soportar ir”.
Pero le envió de regalo, a la novia, una pulsera de oro de una de las joyerías más exclusivas de Buenos Aires.
Los poderosos no suelen aceptar que el destino les diga “no”. Y, mientras el matrimonio de Lafuente-Lacroze disfrutaba de unas largas vacaciones por Europa en 1947, el millonario Rey del Cemento les siguió el rastro.
Los encontró, de manera “casual”, en una maravillosa fiesta en París. Durante el baile invitó a Amalita a hacerlo. Nada raro. Danzar en París con la mujer de sus sueños. Alfredo no dejaría pasar la oportunidad. En medio de las volteretas y amparados por la música, él le confesó su amor.
–Estoy enamorado de usted. Quiero casarme con usted.
–Pero apenas nos conocemos...
–Las cosas importantes no necesitan más.
–No puedo abandonar a mi hija. No sobreviviría…
Ese habría sido el diálogo que perfiló lo que vendría. Qué más se dijeron nadie sabe. Las cartas ya estaban sobre la mesa.
Poco después vendría el divorcio de Amalita con de Lafuente. Y, por supuesto, el de Fortabat de Elisa Corti Maderna. Despechada, al enterarse del romance, Elisa fue directo a un abogado. Quería embargar los bienes en común. No pudo. Su esposo había hecho un traspaso de acciones y la había dejado fuera de juego.
El romance desató un gran revuelo en la sociedad de entonces.
Amalita y Alfredo siguieron con su historia adelante.
Querían casarse, pero no podían. Eran divorciados.
De todas formas, aprovecharon cada viaje para renovar sus votos y casarse como fuere: en Uruguay, en Las Vegas, en San Francisco, en Los Ángeles y en México.
Finalmente, en 1954, durante el segundo mandato de Perón, el Congreso de la Nación aprobó una ley de corta vigencia que permitía a los divorciados volverse a casar. Fortabat y Lacroze se casaron en junio de 1955 y fueron la sexta pareja argentina divorciada en contraer matrimonio en segundas nupcias.
Amalita siempre se había caracterizado por ser de avanzada. Partieron de luna de miel a Uruguay, Paraguay, Estados Unidos, Grecia y Egipto.
Su marido la admiraba y le repetía con frecuencia, tocándole con un dedo la frente: “Lo que más me gusta de vos está acá”.
Imposible un mejor elogio.
La vida de los poderosos
La pareja vive de viaje. Se codea con los que mueven los hilos del mundo del poder y del espectáculo. Ali Khan y Rita Hayworth, Nelson Rockefeller, el rey Farouk… presidentes y millonarios, estrellas y personajes exóticos. Se trepan a elefantes y doman camellos en el desierto, degustan langosta y lo que les da la gana. Se permiten todos los caprichos. Una existencia de ensueño. Mientras, Alfredo la cubre con regalos... carteras de Cartier diseñadas para ella en forma exclusiva, alhajas incunables. En Kenia, debajo de una servilleta, Amalita encuentra una pulsera de oro, brillantes y esmeraldas con forma de cabeza de león.
Él, muy gracioso, justifica el regalo diciendo:
–Como no podés llevarte un león vivo, te regalo este recuerdo.
Pero también trabajan mucho y chocan en sus gustos. Amalita no tolera su colonia alemana 4711, ni el excesivo talco que Alfredo coloca en sus zapatos o el aroma de los fuertes cigarros que fuma. Tampoco aguanta que se vista con trajes antiguos. Alfredo no le hace, en esto, mucho caso. Efectivamente, no todo eran rosas en la pareja. Durante su matrimonio la mayor crisis tendría nombre y apellido: José María Alfaro Polanco, quien era embajador de España. Se dice que una vez Amalita llegó a subirse a un avión privado dispuesta a fugarse con él, pero que un llamado de Alfredo la habría hecho desistir. Le habría dicho: “Las joyas que te llevaste son réplicas, querida. Las verdaderas están conmigo”. No estaba dispuesta a quedarse sin nada.
La heredera del imperio gris
Durante los años que estuvo al lado de Fortabat se dedicó también a aprender. En Olavarría, donde estaba ubicada la empresa, se hizo cargo del jardín maternal para los hijos de los empleados. Lo equipó y se encargó personalmente de los sesenta chicos que concurrían.
Ya en la década del ́ 60 opinaba sobre la fábrica, el futuro de la industria y sugería acciones a emprender. Alfredo la escuchaba.
Fue por pedido de ella que su marido donó una propiedad en la zona, en 1963, para fundar la Escuela Nacional de Educación Técnica n.º 1 Luciano Fortabat.
El 10 de enero de 1976, Alfredo Fortabat, con 81 años, murió debido a un accidente cerebrovascular. Amalita, con 55 años, se convirtió en la dueña de una de las mayores fortunas del país. Heredó entre otras cosas: 160.000 hectáreas con 170.000 cabezas de ganado; una finca de 160 hectáreas en Middleburg, Virginia; cinco empresas cementeras; un dúplex sobre la Avenida del Libertador; una casa en San Isidro; una casona en Mar del Plata; el edificio donde se hallaba la sede Loma Negra en Buenos Aires; un dúplex en el Hotel Pierre de Nueva York; un avión Lear Jet; un avión Beechcraft 90; un helicóptero Hughes 500; un barco; una flota de autos; una gran cantidad de obras de arte; una radio y una planta de inseminación artificial de ganado. Además, una cantidad de dinero que nadie sabe.
Lo curioso es que Amalita podría haberse quedado cruzada de brazos. Delegar todo. Dedicarse a disfrutar. Hizo lo opuesto. Se hizo cargo de la dirección de la compañía y, en solamente 36 meses, triplicó el patrimonio de la empresa fundada en 1926.
La revista Forbes no pasaría por alto el dato de que una mujer, en Argentina, había alcanzado una fortuna calculada en 1.800 millones de dólares.
Crisis y polémicas
Mantuvo luto durante cinco meses. Amalita era una viuda bella y sumamente rica. Si bien no volvió a casarse, algunos de sus romances trascendieron. Se la relacionó con los actores Juan José Camero (aquel de Nazareno Cruz y el Lobo) y Alberto de Mendoza y con el cantante Palito Ortega. En los últimos años, con el coronel retirado Luis Prémoli.
Nada de eso impedía que se levantara a las siete de la mañana y trabajara hasta bien entrada la noche. Después de todo, era la vida que había escogido y tenía unos 5000 empleados a cargo.
Se animó a todo. Incluso a seguir comprando empresas y fábricas. Se había convertido en la mujer más influyente del país. Eso la mantuvo siempre al filo de las polémicas, en su relación con los gobiernos de turno y buscando beneficios impositivos o maneras de sortear las diferentes crisis que iba enfrentando en la industria.
Cuestionada o no, nunca paró.
Amalita se hacía tiempo para todo. Para ayudar a escuelas, hospitales, beneficiar la construcción de viviendas, otorgar becas, conseguir fondos para estudiantes, financiar comedores, crear un centro de pediatría… En 1980 Andy Warhol la dibujó con sus colores característicos. Amalita tendía cada vez más al arte y la cultura. Se crearon los premios Fortabat a la escultura, la pintura y la literatura. En 1988 su fundación recibió por su labor el premio Konex de Brillante.
De las inundaciones a la Casa Blanca
Amalita podía sacarse un elegante vestido de tafeta para ponerse al mando de un operativo de evacuación por inundaciones. Eso ocurrió en los años ´80 durante las tremendas inundaciones en Olavarría. Organizó los rescates y alojó a la gente incluso en su propia estancia San Jacinto. Su instinto protector hacia los que la rodeaban era muy fuerte.
En 1985, fue invitada por el presidente estadounidense Ronald Reagan a una cena de honor en la Casa Blanca. Se sentó en la mesa con el presidente argentino Raúl Alfonsín y el tenista Guillermo Vilas.
Ese mismo año fue entrevistada para la revista norteamericana Vanity Fair, por el periodista Bob Colacello. El autor del reportaje la definió como una mujer de carácter y remarcó que, mientras otras mujeres hablaban con decoradores, ella discutía la deuda de América Latina con David Rockefeller. Era de las que se sentaban a la mesa con quienes definían el rumbo del planeta. A él le dijo: “Soy una trabajadora, no una diletante. No soy contemplativa. No sé cómo relajar. (...) soy como un misil atado a la tierra y cuando me dejan salgo disparada (… ) Pero una mujer que trabaja, es una mujer que también se ocupa de la casa y está atenta a si el champagne está frío o si el aire acondicionado está prendido. Tengo un doble trabajo. Soy presidenta de compañías de la fundación y, también, soy madre, abuela, tía…”.
Al final de ese reportaje le confesó que jamás se iba a retirar. Simplemente no estaba en sus planes.
¿Un libro obsceno?
Generar revuelo no era algo que le molestara. Si quería decir algo lo decía. En 1996, se fastidió con el premio que el jurado de su Fundación Fortabat quería darle a la novela de Federico Andahazi, El Anatomista. Allí se narraba la historia del médico que descubrió el clítoris. Amalita, sin pelos en la lengua, dijo que la obra era “obscena y pornográfica”. Con 75 años, pretendía cancelar el premio. El escritor asistía a la polémica casi sin entender cómo había terminado enfrentado a la mujer más poderosa de la argentina. A pesar de todo, Andahazi obtuvo el cheque de 15.000 dólares. El libro fue publicado por Planeta y, luego, la editorial norteamericana Doubleday contrató los derechos en inglés pagando 200.000 dólares. La primera edición del libro de 8.000 ejemplares se agotó en 24 horas.
Lecturas y lágrimas
En 1987 Amalita había conocido al gobernador Carlos Menem y se habían hecho muy amigos.
Cuando fue presidente, Menem la nombró presidenta del Fondo Nacional de las Artes.
La política, el arte, los medios… todo se sumó cuando compró el 51 por ciento de las acciones del diario La Prensa. Una anécdota divertida la muestra involucrada en todo. Cuando murió el boxeador Carlos Monzón, en enero de 1995, le dijo al director: “¿Cómo se les ocurre dedicarle diez páginas a la muerte de Monzón? A ver, díganme, entonces, cuando me muera, ¿cuántas páginas van a publicar en La Prensa?”. Poco tiempo después, se cansó de perder dinero y vendió el diario. Cuando murió en 2012, los medios de papel ya estaban inmersos en una crisis sin precedentes, frente al advenimiento del mundo digital. Esto Amalita ya no lo presenciaría.
En la década del ‘90 se enfocó en la cultura. Creó la Fundación Teatro Colón, fue presidenta de la Fundación del Teatro Municipal General San Martín, era miembro del Directorio del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, colaboraba con el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo Nacional de Arte Decorativo, el Mozarteum Argentino y el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Donde estaba la cultura, estaba ella.
En 1999 la revista estadounidense Forbes la puso tercera en su lista de fortunas argentinas.
Amalita manejaba las cosas a su manera. Se dejaba conmover con las noticias que leía cada mañana. Y, cuando le parecía necesario, donaba dinero para esas causas que despertaban su sensibilidad. En el año 2000, lloró durante el desayuno cuando leyó sobre el caso de Hyre Jasharaj, una adolescente de 14 años de Albania que había perdido su brazo por la explosión de una mina. Decidió financiar su costosa cirugía. También hizo la mayor donación privada (medio millón de dólares) al Programa Mundial de Alimentación de las Naciones Unidas destinada a los refugiados kosovares. Así era Amalita.
Vender, la única salida
El enorme endeudamiento que tenía su empresa por diferentes crisis, la llevó a estar el 19 de diciembre del 2001, en la Casa Rosada, cuando el presidente Fernando De la Rúa, presentó su renuncia. Se había reunido con él para hablar de la deuda.
El 9 de diciembre de 2003 Clarín publicó que el gobierno de Néstor Kirchner proyectaba cambiar el perfil del Fondo Nacional de las Artes. Lacroze renunció a su cargo apenas lo supo. El pintor Nicolás García Uriburu envió una carta de lectores al diario La Nación donde dijo que Amalita había dedicado su vida a ayudar a quien lo necesitara y que “más que pedirle una renuncia, tendríamos que rendirle un homenaje”.
Multas, denuncias, impuestos… La empresa estaba complicada. Amalita ya había vendido unas veinte obras en Sotheby ‘s para hacerse con fondos. Los 61 millones de dólares no habrían alcanzado.
En 2005, como consecuencia de aquella crisis del 2001, Amalita con 84 años, terminó vendiendo Loma Negra al grupo brasileño Camargo Correa por 1.025 millones de dólares.
Ese mismo año el Centro David Rockefeller para Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Harvard la distinguió por “su gran visión”
Una de cal, otra de arena. Amalita conocía bien las reglas del juego en el que estaba.
No es eterna la vida
Su salud había empezado a tropezar pasados los 73 años. En 1994, tuvo una obstrucción intestinal y el doloroso desplazamiento de dos vértebras lumbares. En mayo de 1999, se rompió la cadera izquierda. Un poco después, fue operada nuevamente de la cadera en los Estados Unidos. El año 2000 la sorprendió con una neumonía y una severa anemia. Los dolores de espalda hacían que tuviera que recurrir a un bastón y a una silla de ruedas. Para alguien independiente como ella, esto era un martirio. En 2008, una trombosis terminó ocasionándole un problema cardíaco. Su cumpleaños número 90, en agosto de 2011, lo celebró de una manera muy distinta a todos los anteriores. En privado y con solo 30 invitados muy cercanos.
El cuerpo pasaba la factura y no había ánimo de fiesta.
Hay quienes dicen que ya tenía un principio de demencia senil.
A las 6 de la mañana del 18 de febrero de 2012, Amalita murió en su departamento del piso 12 sobre la Avenida del Libertador, en la Ciudad de Buenos Aires.
La dama poderosa a la que le gustaba pintarse los labios de rojo y estar impecable; la amante tempestuosa a la que le gustaba tomar champagne; la empresaria que dormía la siesta en medio de un día ajetreado y que, por las noches, se desmayaba apenas apoyaba la cabeza en su almohada; la madre y abuela protectora; la “política” que podía sentarse con los líderes del mundo sin sentirse menos; la mujer de los caprichos millonarios y la conmovida benefactora… se había ido.
Hace un siglo, el 15 de agosto de 1921, nacía una leyenda argentina. Esa leyenda que hoy descansa en su bóveda del Cementerio de la Recoleta.
La vida vuela.
Pero ella no desperdició un solo segundo.
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