En el asentamiento Castro, un barrio de Guaymallén donde la pobreza duele hasta el alma, Wenlesdy Cordero sirve el último plato de guiso de arroz. En medio de ese asentamiento repleto de casillas de caña y nylon, rodeada del bullicio de niños que la adoran, la “Seño Wen” repasa su propia historia. Recuerda cuando el hambre -ese denominador común que la persigue-, la impulsó a huir de su Venezuela natal.
Primero marchó hacia Brasil y luego llegó a la Argentina. Aquí también encontró pobreza, pero “distinta”, asegura. “Aquí veo que hay desigualdad de oportunidades, mala distribución de la riqueza y decisiones políticas desacertadas. También se ven los efectos de la droga, que va en aumento y hunde a comunidades enteras. En Venezuela, en cambio, la pobreza va de la mano de una dictadura que así lo quiere y le conviene para mantener a un pueblo bajo control. Obviamente, una persona no puede pensar ni ser creativa cuando su única lucha es por la comida del día siguiente”, sostiene.
“Siento una punzada en el corazón cuando recuerdo que en mi país el dinero se me esfumaba enseguida y debía medir hasta el champú y el desodorante. Solo podía hacer las compras tres veces a la semana y la comida en casa se racionaba”, confiesa Wen, sentada en una silla destartalada y al borde de una canchita de fútbol improvisada.
Desde allí evoca el 4 de diciembre de 2014 en la ciudad de Mérida. Por fin había logrado obtener su pasaporte y reunir el dinero necesario para escapar del horror. Era la noche anterior a su partida y no iba a pegar un ojo. Su abuela Pola la había agasajado con una cena exquisita para disimular la tristeza que sentía. Le preparó plátanos fritos y arepas. De postre, delicada de piña, un plato típico venezolano parecido a una compota.
Pero ni Wen, que tenía 23 años, ni Pola, pudieron hablar una sola palabra durante la comida. Tenían un nudo en el estómago y en la garganta. A ambas las atravesaba un sinfín de contradicciones, esa sensación terrible de tener que despedir a un ser querido y, al mismo tiempo, de tranquilidad. Al menos alguien de la familia intentaría forjar un porvenir afuera.
Wen era consciente de que millones de venezolanos deseaban estar aquella noche en su lugar, con la valija lista para escapar de un escenario de miseria y persecución.
La abuela Pola estaba desconsolada pero se esforzaba por sonreír. Su nieta preferida, a la que prácticamente había criado, se embarcaba al día siguiente rumbo a Fortaleza, Brasil. En su mano llevaría el diploma de licenciada en Educación que recién le habían entregado en la Universidad de Los Andes (ULA), de Mérida, para cumplir con una pasantía en la Red Internacional por la Defensa de la Infancia y la Adolescencia en Situación de Calle (REDIAC). Bien adentro, sin embargo, Pola sabía que Wen se iba para siempre.
Era viernes y ambas sortearon los 796 kilómetros que separan Mérida del Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar, el mayor del Gran Caracas y de Venezuela. Conducía Alexis, el hijo de Pola y papá de Wen. Todavía recuerda el silencio sepulcral del trayecto.
Wen rompió en un llanto sonoro e inevitable cuando el altavoz anunció su vuelo y abrazó a su abuela sin decir palabra. Luego hizo lo mismo con su papá. Ni su madre ni su hermana habían tenido el valor suficiente para acompañarla.
La chica venezolana vuelve una y otra vez a Pola: cuenta que a sus setenta y largos la abuela la extraña como el primer día, aunque está orgullosa de su coraje. “Solo para verme y hablarme aprendió a unirse al zoom. Eso sí, cada vez que tiene Internet”, advierte.
Aquella mañana agobiante llevaba su pasaje, el pasaporte, y 50 pesos argentinos. “No era la única, había varios padres despidiendo a sus hijos. Era un panorama triste, desolador, y creo que en el fondo tenía la esperanza de volver”, relata.
Entre 2014 y 2021 pasó toda una vida para ella. Un tiempo suficiente para darle la razón a Pola, que supo desde siempre que su nieta jamás regresaría. Pero fue su abuela quien la alentó y le prometió que el desarraigo tendría una recompensa.
Esa recompensa, cuenta hoy, equivale a un cúmulo de episodios grandes y pequeños, como su experiencia en Brasil, el paso previo para crear en Mendoza una ONG denominada Generando Puentes. Con ella trabaja en defensa de niños y adolescentes en situación de calle. Pero no se queda en el asistencialismo, sino que logra financiamiento para realizar proyectos concretos y brindar empleo.
“Esto puedo contarlo hoy, pero me fui de mi país aterrada. Me desalentaban los comentarios de la gente, que se preguntaba qué haría una chica tan joven en una misión humanitaria. Porque en general las familias se iban enteras. En los aeropuertos creían que era monja o religiosa”, recuerda.
Un “elefante” le presionaba el pecho cuando se sentó en la butaca del avión. No dejaba de llorar y, paradójicamente, se sentía privilegiada. “Pensaba en los millones de personas que anhelaban estar en mi lugar y en otras tantas que quedaban en el camino mientras atravesaban las fronteras como podían, sorteando ríos y caminando kilómetros y kilómetros”.
Los tres años de labor en Brasil le permitieron conocer países latinoamericanos muy pobres y, por lo tanto, le abrieron la cabeza. Incluso regresó unos días a Venezuela para realizar un relevamiento y se convenció aún más de que cualquier opción iba a ser mejor que volver a su país cuando la pasantía finalizara.
Por entonces había conocido a un colega mendocino con quien inició el proyecto de la ONG. Fueron meses de soñar y de “garabatear” la idea. Y cuando el tiempo en Fortaleza llegó a su fin, Mendoza fue el destino elegido.
“Solo había oído de sus vinos y bodegas. Llegué en invierno y los inicios fueron duros. No tenía empleo estable, dinero ni alojamiento. Me albergó el Movimiento de los Focolares, a quienes siempre les estaré agradecida”, relata.
Aquella ONG seguía siendo su objetivo y junto a sus amigos Daniel Manson y Leandro Becerra finalmente le dieron nombre y forma legal. Su alcance fue impensado.
Ahora sí, había pasado un tiempo y Mendoza la recibía con los brazos abiertos, clima inmejorable y paisaje similar al de su ciudad. Todos los días contemplaba la cordillera y de inmediato se remontaba a su infancia.
“¡Amo tanto a esta provincia! La considero mi paraíso terrenal. Siempre voy a agradecer esta oportunidad”, remarca, mientras enumera los distintos barrios donde construyó viviendas, dio clases de fútbol, de apoyo escolar y organizó grupos de voluntarias para que funcionaran merenderos y comedores.
Hoy, además de seguir siendo referente de la red que la impulsó a torcer su destino, Wen trabaja en El Arca, una organización que vincula la producción con consumidores responsables. En forma paralela, su tarea solidaria es una forma de vida.
Sobre el objeto de su trabajo -la infancia- Wen señala que “los niños y adolescentes son quienes más sufren por la falta de oportunidades y la desconexión total de los recursos. El resultado es un país con más de la mitad de niños que padecen sus derechos básicos vulnerados, como el juego, un hogar digno, alimentación, contención familiar y educación. Esto último, la educación, se ve mucho más debilitada en estos tiempos de pandemia, ya que la falta de conectividad y de herramientas tecnológicas dejó a muchísimos chicos fuera del sistema”.
Sin embargo, no pierde la fe. “A pesar de todo soy optimista. Los niños de los barrios populares tienen un brillo especial en los ojos y muchos transitan una infancia que saben disfrutar como pueden, jugando en la calle, remontando un barrilete o pateando una pelota de trapo. La falta de conectividad que padecen los más pobres, como contrapartida, les brinda cierta inocencia que otros chicos han perdido. Además viven situaciones tan complejas que desarrollan una gran fortaleza y un increíble poder de supervivencia”.
Al margen de su trabajo, la vida de Wen en Mendoza dio un vuelco cuando en una misa de San Cayetano conoció a Jorge, su novio kinesiólogo, que también tiene una gran vocación social y con quien convive. Para ella, empezar de nuevo es “involucrarse. No hay otra receta. Es la mejor manera de construir un mundo mejor y de salir adelante”.
Pero además, parte de la familia de Wen también emigró desde Mérida a Mendoza. Su mamá, que tiene un nombre parecido al suyo (Wencesly), logró escapar de Venezuela. Previamente había llegado Ana, su hermana menor.
“Estoy tranquila porque estamos juntas, pero mi papá sigue en Venezuela sobrellevando la inseguridad, la inflación, la escasez de productos básicos y la falta de medicamentos. Es abogado, tiene un máster y gana 3 dólares al mes. Mi abuela Pola debe ayudarlo con su pensión y nosotras también le mandamos dinero todos los meses”, relata.
Pero eso también tiene sus bemoles. Le giran a su cuenta alrededor de 8 mil pesos mensuales y de manera ilegal, porque recibir dinero no está permitido. “Me apena muchísimo, pero no puedo darme el lujo de visitarlo, mi pasaporte está vencido y es un riesgo. Temo que me obliguen a quedarme en un lugar donde no hay libertades mínimas y tampoco de las otras, las más trascendentes, como la libertad de expresión”, reflexiona.
“Puede parecer trivial, pero la libertad se valora cuando no se tiene. Y la Argentina me dio esta gran oportunidad”, concluye.
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