A Alberto Bouchon Constantin, un francés de 24 años recién llegado a Buenos Aires, le costó dos pesos el aviso que hizo publicar en La Prensa. “Mucamo francés se ofrece para casa particular”. Era 1888 y había llegado solo de su natal Fontenay-le-Comte. Mientras encontrase trabajo, la familia Verdier, compatriotas, le daban casa y comida por el tiempo que quisiera.
Hasta que un chico de unos 10 años se presentó y le dijo que su patrón deseaba emplearlo. Era el italiano Luis Castruccio, de 25 años, que había llegado a Buenos Aires en 1878 atrás junto a su padre, ya fallecido, y a su hermano que se había vuelto a su país. Había sido obrero y mucamo de dos médicos. “Siempre en trabajos humildes”, según las reseñas periodísticas de entonces. Ahora se dedicaba a la venta de terrenos.
Le ofreció casa, comida y una paga aceptable. A cambio debía ocuparse de la limpieza y de la cocina. Vivían en una modesta vivienda de Alsina 1200 que en realidad Castruccio subalquilaba a un par de inmigrantes. Los Verdier no salieron de su asombro cuando Bouchon les contó, con entusiasmo, que su patrón lo llevaba de paseo por Palermo y La Boca y que habían ido al teatro. Ya no vestía las raídas ropas con las que había bajado del barco, sino que lucía mucho más presentable.
Un día comenzaron las sospechas. Primero, Castruccio le pidió que firmase unos papeles en blanco y luego le propuso hacer lo mismo con formularios que no entendía qué decían. Personas que conocían bien el idioma le dijeron que era para tomar un seguro de vida por diez mil pesos. Castruccio le explicó que le proponía seguir contratándolo y que se lo regalaba, que además él podía figurar como cuñado y que podía poner como beneficiario a su familia de Francia. Bouchon aceptó.
La primera parte del plan se había completado con éxito. El italiano compró en la botica veinte gramos de arsénico, que dijo que era para matar ratones. Y todos los días ponía pequeñas dosis en el café del francés. En una libreta anotaba meticulosamente la cantidad de veneno que suministraba. En la investigación, la policía descubrió que había sacado de la biblioteca dos libros sobre química y que cuando el francés dormía, el homicida le acercaba un trapo embebido en cloroformo.
Bouchon comenzó a sentirse mal. El médico diagnosticó gastritis pero el malestar persistía. A los vecinos llegó a comentarle sus sospechas de que estaba siendo envenenado.
Nueve días después falleció. El certificado de defunción señala que había fallecido por congestión cerebral.
La torpeza y la imprevisión de Castruccio lo perdieron. No bien el francés fue enterrado, se presentó para cobrar el seguro de vida en La Previsora. A la compañía le llamó la atención que Castruccio no tuviera parentesco con el francés y que haya sido el italiano el que pagara en su momento la prima correspondiente. No tomaron en cuenta una supuesta carta que el muerto había dejado (que no era sino uno de las tantas hojas en blanco que había firmado) en la que escribió que en caso de fallecer, daba facultades a su patrón a cobrar la póliza, “un cumplido caballero” del que había recibido los mejores cuidados. Fue denunciado a la justicia.
Cuando exhumaron los restos y le hicieron las pruebas, descubrieron que había muerto por envenenamiento con arsénico.
Al ser detenido, la policía le preguntó si no lo habían conmovido los tremendos sufrimientos de la víctima. Castruccio respondió que no había sufrido nada. “No hubo en mi crimen ensañamiento ni nada parecido”, declaró.
Por las características del hecho le correspondía la pena de muerte, que era contemplada en el Código Penal de 1887. Su aplicación era muy cuestionada pero el de Castruccio se lo consideró un crimen diabólico cometido por un personaje vil. La justicia no vio otra salida.
Los diarios se ocupaban de su caso porque veían que cada vez que publicaban detalles, las ventas aumentaban. Hasta publicaciones satíricas políticas, como es el caso de El Mosquito, siguieron detalladamente las alternativas del caso. La historiadora e investigadora del Conicet Lila Caimari buceó sobre Castruccio en los expedientes que atesora el Archivo Histórico Nacional y publicó la historia del crimen en un capítulo de “Desde el banquillo. Escenas judiciales de la historia argentina”. Bajo la dirección de Juan Manuel Palacio, este libro pone la lupa en procesos judiciales de nuestra historia. “La difusión del caso Castruccio significó la modernización del periodismo y el ingreso de la noticia policial. Los dueños de los diarios notaron que vendían más ejemplares y que tenían más lectores”, dijo Caimari.
Además, el caso tenía aditamentos novedosos para entonces. No era un crimen pasional, sino que revelaba cambios en los parámetros delictivos, que poseía efectos perversos y donde los protagonistas eran inmigrantes.
Ahora bien, la pregunta que surgió fue si era inimputable. Cabía la posibilidad de que se tratase de un alienado.
Por un año dos peritos médicos lo espiaron por la mirilla de la puerta de su celda. Lo revisaron, lo midieron, lo entrevistaron y supieron de su historia familiar signada por el suicidio. El dictamen fue que estaban frente a un enfermo moral y responsable de su crimen. Se fijó el 6 de diciembre de 1889 como el día en que sería fusilado en la Penitenciaría Nacional.
La historiadora contó a Infobae que “a raíz de este caso comenzó a establecerse una relación entre la policía, que buscaba profesionalizarse en sus métodos y en los procesos de investigación, y el periodismo”.
El día anterior al cumplimiento de la sentencia el presidente Miguel Juárez Celman firmó el indulto. Se salvó de morir sentado en el banquillo que los propios presos habían hecho. Caimari destacó que “raramente se aplicaba la pena de muerte por el clima de opinión adverso que existía, y muchos consideraban que iba en contra de la corriente civilizatoria y del camino del progreso”.
Castruccio fue sentenciado a prisión por tiempo indeterminado.
La prensa se olvidó de él. En su celda alucinaba y hablaba día y noche con fantasmas. Llegó a trabajar en la imprenta del penal. Era el “envenenador Castruccio”. El que lo trató desde la óptica de la psiquiatría durante algunos años fue José Ingenieros, que en 1910 publicó un estudio psicopatológico sobre el preso. El médico recomendó su internación en el Hospicio de las Mercedes, donde terminó sus días, muy lejos de sus elucubraciones para obtener dinero y muy cerca de esos fantasmas que no lo dejaban en paz.
Fuentes: Juan Manuel Palacio: Desde el banquillo. Escenas judiciales de la historia argentina (Edhasa); Revista Caras y Caretas años 1906 y 1910
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