El Rey de los Botones
Eduardo Alonso es el rey del botón. Ya se ganó ese título. Lleva más de 60 años al frente de la botonería más antigua de la ciudad: es conocida por muchos porteños y se ubica sobre la Avenida Rivadavia al 6283. La fachada actual conserva el magnetismo original, aunque la verdadera magia sucede en el interior. No solo al cruzar la puerta está el hombre de 90 años, sino que sobresalen en un perfecto orden cajas de distintos tamaños, materiales y colores que custodian los protagonistas: los botones.
Fue el padre de Eduardo, Eugenio Alonso, quien dio vida a este espacio. Llegó a los catorce años a Buenos Aires desde España y comenzó a trabajar en una casa mayorista de mercerías. En aquella época llegaban muchos botones desde Europa y él se encargaba de forrar las cajas y preparar los muestrarios para los clientes.
La primera sucursal del Rey del Botón abrió sus puertas en 1933. Era una especie de garaje transformado en negocio ubicado en la calle Varela y Avenida del Trabajo. Luego se mudaron sobre la avenida Rivadavia donde adquirieron popularidad.
Eduardo sabe perfectamente dónde encontrar cada modelo. Si no encuentra lo preciso, como buen artesano, lo talla en el momento. “Es la parte que más me gusta. Hacer botones es una pasión”, dice.
Paragüeria Víctor
El sol brilla, pero igual entra y sale gente del local. La esquina de la avenida Independencia y la calle Colombres es famosa en Boedo y en el país porque es uno de los pocos comercios especializados en paraguas. Tal es así que fue reconocida por el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires por ser “Testimonio vivo de la memoria ciudadana”.
Este local existe desde 1957, en tiempos donde su fundador -Elías Fernández Pato, un inmigrante español que actualmente tiene 91 años- confeccionaba los paraguas desde cero y sólo los hacía en color negro. Después de viajar veinte días en barco, llegó a la estación de Retiro con 19 años huyendo del servicio militar español en tiempos del régimen dictatorial de Francisco Franco. Un tío suyo, que ya estaba instalado en el país, lo invitó a probar suerte en una tierra prometida.
Antes de lanzarse de lleno a la confección y venta de paraguas, trabajó en una papelera de Berisso. De ahí, cuenta, sacó muchos de sus futuros clientes. “La paragüeria nació como un negocio familiar. Mi mujer fue la que me enseñó a coser a mano y luego a máquina, que era a pedal. Compramos la tela, la mandábamos a impermeabilizar y después se montaba en la estructura con todos sus implementos. Era un trabajo largo”, le detalla a Infobae.
Don Elías, hoy, resiste y revive con dedicación este oficio en vías de extinción. Aun en tiempos de pandemia no deja de trabajar en el subsuelo de su local donde tiene su taller. Su hijo, Víctor, es quien lleva a cabo el negocio, lo atiende en la planta baja. Hoy los paraguas ya no se hacen de manera artesanal como en el siglo pasado: abundan los colores, tamaños y modelos. El más exclusivo es el Derby, de origen inglés. El más raro, los que son para perros. Unos u otros, siguen siendo indispensables.
Billares Barrientos
Las bochas de colores chasquean sobre el paño verde. Se apunta y se vuelve a tirar con el taco. El partido puede durar un rato largo. “El billar no es para todos. Es un arte”, dice Ulises Barrientos, dueño del negocio y con vigorosos 92 años. “En unos meses, en septiembre, cumplo 93, vamos a ver si llego”, bromea y apunta: “Voy a llegar si sigo haciendo lo que me gusta que es estar en mi local”.
Ulises empezó a fabricar mesas de billar y accesorios cuando apenas tenía 15 años. Lo hacía junto a su padre, Don Vicente. “Yo era el encargado de cargar los camiones con los pedidos”, recuerda. La primera sede abrió sus puertas en 1930. Desde mediados de la década del cincuenta ya se estableció en Formosa 581, en el barrio de Caballito. Billares Barrientos es el parque de diversiones para los que buscan entretenimientos de mesa: pool, ping-pong, metegol, sapo, ajedrez, generala y la lista sigue. Hay naipes, dados y todo tipo de accesorios para timberos.
Los clientes preguntan siempre por él. La firma familiar es sinónimo de trayectoria y calidad. “Estuvimos presentes en las principales competencias de billar en la Argentina e incluso en Latinoamérica. No creo que haya otros que sepan tanto como nosotros”, resalta. Incluso en pandemia sigue atendiendo él en el mostrador, aunque con horario reducido. Le gusta decir que es el que más sabe de este oficio.
Reconocido timbero, Ulises no esconde su amor por la elaboración de piezas de juego. Se indigna con la pérdida de calidad en la elaboración porque hoy ya no fabrica, sino que restaura. “Viene gente de todos lados. Me llaman quejándose. Les venden cada buzón -expresa-. Acá eso no pasa. Te voy atender, enseñar a jugar o lo que quieras, compres o no”.
100.000 Lámparas
“Si la lámpara que necesita no está en Uruguay 349 no existe”, ese es el lema de esta empresa familiar que nació en 1978. Parecen no mentir, hay para todos los gustos: aviaciones, ferrocarriles, tecnología de salud, iluminación de hogar, diseño. La oferta más variada y coral.
Fue a los hermanos Couso, Raúl y Jorge, que se les prendió la lamparita allá por 1978. De cero comenzaron vendiendo focos y muy lentamente el negocio fue expandiéndose hasta convertirse en líderes del rubro.
Hoy ocupan media cuadra. Y no pasan desapercibidos. En el interior, las luces nunca se apagan, están prendidas llamativamente adentro nadie se encandile. Está todo regulado. Los clientes vienen de todo el país, sobre todo el interior de la Argentina ya que por el paso del tiempo, algunos centros de salud no poseen maquinarias nuevas, y 100.000 lámparas se encarga de adaptarlas. El abanico de opciones es tal que se puede encontrar un foco de 20 pesos hasta uno de cientos de miles.
Raúl sigue al frente, lo hace en compañía de sus dos yernos. Tiene más de 15 empleados no solo mantiene iluminada la esquina porteña, sino varios artefactos del país.
El mundo del Cepillo
Es casi un hito en estos tiempos. Llevan 110 años haciendo solo cepillos y son una referencia en el mercado. Pero, claro, la variedad es inimaginable: desde un accesorio para muñecas hasta artefactos para limpiar los majestuosos telones del Teatro Colón. Todos son hechos por artesanos que promedian los 70 y 80 años y se utilizan fibras naturales.
Su lema es contundente: “Si el cepillo que necesitas no está en stock, lo fabricamos especialmente”. Tal vez ese sea el secreto de este negocio que empezó como un proyecto familiar y sigue de generación en generación.
Ubicado en Rodríguez Peña 321, en la fachada se destaca con orgullo el número 1911, año de su inauguración a cargo de Jaime Ejtman. En la actualidad es Jenny Markman, de ochenta años, abogada y esposa del nieto del fundador quien está al mando, aunque con la pandemia acude poco al local.
Karina, quien trabaja hace más de una década en El mundo del cepillo, es quien habla con Infobae: “Todo lo que ves, desde lo que cuelga hasta lo que está en los estantes, lo hacemos acá”.
¿El cepillo más raro que fabricaron?
-Cepillos para limpiar las alas de los sombreros. O los que se usan en los barcos, casi no se hacen más.
Cuenta la leyenda que el explorador marítimo y célebre oceanógrafo francés Jacques Cousteau, quien en su paso por Buenos Aires, les compró un cepillito para sacar de la cubierta del Calypso, su buque de investigación, los restos de tiburón.
La casa de la miel
Es difícil no sucumbir ante la tentación de la vidriera. Todo es dulce, pegajoso y azucarado. Es solo una casa que vende miel: fueron los vecinos del barrio de Vicente López los que la bautizaron así, porque cuando Esteban Dañada abrió las puertas de su local en 1955 no le había puesto un nombre.
Como solía ser en esos tiempos, Don Esteban -inmigrante ucraniano que llegó a Buenos Aires con solo siete años- vivía arriba del negocio junto a su esposa y su hija. Primero compró el lote, después hizo su casa y finalmente puso una vidriera.
Años más tarde se enamoró de la apicultura: la estudió y se dedicó a vender miel. “Llegó a tener casi 400 colmenas ubicadas en Mar del Plata”', le cuenta a Infobae su nieto Sergio de 23 años, quien heredó el negocio. “Viajaba una vez por mes para hacerles el mantenimiento. En primavera/verano se hacía la cosecha. Vendía tanto que lo que sacaba de esas colmenas no alcanzaba para todo el año y tenía que salir a buscar más”, recuerda. Eso sería solo el principio de la relación entre su familia y las abejas. Don Esteban atendió el comercio hasta 2012, cuando falleció.
“Estamos agrandando la oferta de productos. Hoy la estrella en ventas es la miel pura, sin nada de agregados como se consiguen por ahí. También creció el consumo de polen, que vienen en bolitas para jugo, té, ensaladas. La jalea real es cara y no todos pueden acceder a ella”, reconoce Sergio, quien afirma que la clientela es fiel y no solo radica en el barrio: “Me llama la atención cuando se acercan desde zona sur o incluso el centro para comprar nuestros productos. Eso me llena de orgullo”.
Fotos: Gustavo Gavotti y Maximiliano Luna
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