La tormenta del mundo ya se distinguía en el horizonte del Río de la Plata.
En la década de 1920, Europa empezaba a exhibir un desprecio militante por el sufragio universal, descreía de los arbitrajes en los conflictos y de las mediaciones políticas. Existía la certeza de que la crisis económica del capitalismo conduciría al derrumbe de la democracia liberal. Los posicionamientos eran radicales: Roma o Moscú. La elite del nacionalismo local, deleitada con el eco del fascismo europeo, anunciaba que había sonado la hora de la espada. El futuro había llegado.
Leopoldo Lugones era uno de sus profetas. En diciembre de 1924, en el Perú, en la conmemoración oficial del centenario de la batalla de Ayacucho, con la presencia del ministro de Guerra, general Agustín Justo, el poeta rescató la pureza de la fuerza militar frente al “pacifismo, el colectivismo y la democracia”.
“El Ejército —dijo Lugones— es la última aristocracia, la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta frente a la disolución demagógica. Solo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza”.
La necesidad de la preeminencia del “poder fuerte” por sobre el parlamentarismo, su caracterización del sufragio universal como “el culto de la incompetencia” —que solo podría engendrar un “gobierno inepto”—, convertiría a Lugones en uno de los más lúcidos tutores de las ideas políticas del nacionalismo.
El poeta, que hacía de cada visita a la sala de armas del Círculo Militar un moderado acto de proselitismo político y personal, arengaría a los hombres de armas en la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas de 1930 a desenvainar la espada para regir los destinos de la Nación. Tres meses después, redactaría la proclama del golpe de Estado, aunque, para su decepción, sería objetada a última hora por sectores castrenses ligados al general Justo, que reforzaron el compromiso por escrito del nuevo gobierno provisional de retornar a la Constitución; un juramento del que el general Uriburu deseaba librarse.
Lugones, el hijo del poeta
(…) La base represiva (del gobierno de Uriburu), con el encarcelamiento y la eliminación de opositores, fue sostén de su plan político de larga duración. Uriburu no utilizó a las Fuerzas Armadas como institución para la represión clandestina. Prefirió delegar esta en algunos militares ligados al nacionalismo y en sus funcionarios de mayor confianza, pero, básicamente, en la estructura policial.
Hasta el golpe de Estado de 1930, la Sección Orden Político era una repartición casi anodina en la burocracia de una policía que había naufragado muchos años en la desorientación, rastreando las esquirlas del (anarquista) Severino Di Giovanni, sin poder probar su responsabilidad penal. Orden Político se manejaba con una veintena de agentes que elaboraban informes de inteligencia en conferencias de prensa o debates públicos. La Sección era conducida por el coronel Enrique Pilotto, quien, apenas asumió Uriburu, cedió el control a Leopoldo Lugones (h), el hijo del poeta.
Lugones (h) ya tenía experiencia en los organismos públicos. Había sido director del Reformatorio Olivera, pero fue exonerado por matar a palos a un internado. Lugones (h) no había tenido una infancia feliz: castigos corporales por parte de su familia, un ataque de tifoidea a los 12 años que le amargó su estadía en París, pero no había dudas de que quería ser policía.
A los 16 años se había ofrecido como aspirante a la Sección de Investigaciones. Lo hizo con su propia invención: un instrumento para torturar y hacer declarar a los detenidos. Lo había probado con animales y le había dado resultado.
Lugones (h) le dio impulso a la repartición policial. Bajo su gestión llegó a tener trescientos agentes a su cargo, que caminaban las calles en busca de cualquier frase de café en oposición al gobierno como argumento de una detención por “conspiración” que luego se pagaba con cárcel y torturas.
En virtud de sus procedimientos, sus víctimas denunciarían que sentía placer por los castigos físicos y morales. Por su fisonomía y su estructura psíquica, lo comparaban con Santos Godino, el “Petiso Orejudo”, criminal serial que ahorcaba o prendía fuego a los menores. Y, así como Godino era objeto de estudio de la criminología argentina, las víctimas de Lugones (h) reclamaban que se evaluaran sus conductas criminales con los mismos parámetros.
Lugones (h) provocó una revolución en las técnicas represivas de la policía.
Hasta su gestión, los agentes se valían de cachiporras de goma o de la prensa, que oprimía distintas partes del cuerpo de los detenidos para sus “hábiles interrogatorios”. Incluso la cárcel de la isla Demarchi, ubicada en el Río de la Plata, entre la Costanera Sur y La Boca, tenía un tanque donde se sumergía a los detenidos, pero era de agua limpia. Lugones (h) produjo el salto cualitativo. Presentó nuevos instrumentos de tortura para hacer más eficaces los “interrogatorios” policiales. Los utilizó en los sótanos de la Cárcel de la Penitenciaría de la calle Las Heras. Fueron probados sobre los cuerpos de miles de detenidos por el Régimen.
El Triángulo era el primer reducto que conocían los torturados. Era un espacio pequeño, rodeado de materia fecal y agua, donde se dejaba desnudo al detenido en la oscuridad bajo temperaturas extremas. Allí se lo invitaba a firmar una declaración judicial que lo incriminara a él o a un tercero. Después del triángulo, descendía a los sótanos de la Penitenciaría. Entre los instrumentos de tortura estaban la picana eléctrica, un cable conectado a electrodos; la silla, ligada a una roldana que subía al torturado para luego hacerlo caer de cara en el tacho, una pileta repleta de inmundicias y materia fecal. Los tacos, que eran pilares de adoquines o de madera que se presionaban con un torniquete sobre los detenidos atados en la silla. Con el tiento se ataban los genitales y se los estiraban. También utilizaban agujas al rojo vivo, o tenazas de madera para estirar la lengua de la víctima.
No solo obreros, estudiantes, radicales, anarquistas o comunistas fueron objeto de la represión del régimen militar. El gobierno de Uriburu también torturó a sus camaradas de armas.
Fue un proceso que se inició en febrero de 1931, cuando el interventor de Córdoba, Carlos Ibarguren, denunció que había frustrado el complot de un grupo de civiles yrigoyenistas que había logrado comprometer a suboficiales del Regimiento 13º de Infantería para un alzamiento militar. Pocos días después, se anunció el descubrimiento de otra conjura.
El gobierno acusó a miembros de las Fuerzas Armadas de estar involucrados en la conspiración, los detuvo y los trasladó a la Penitenciaría para ser torturados por militares, policías y civiles, uno de ellos extranjero.
Los supuestos líderes de la insurrección eran el general retirado Carlos Toranzo Montero y el general Ernesto Baldasarre, ex director del Arsenal de Guerra, junto con otros treinta y cuatro oficiales. Toranzo Montero no pudo ser capturado —se fugó al Uruguay—, pero detuvieron a su hijo, un teniente primero en actividad destacado en un regimiento en Corrientes. Lo trajeron a la Penitenciaría, donde conoció a los hombres que administraban la tortura para velar por la seguridad del proyecto político del gobierno.
Toranzo Montero (h) había llegado tambaleándose al primer interrogatorio. En la sala de tormentos le habían golpeado la zona lumbar con un objeto contundente. Se sentó en un sillón de la oficina del director de la Penitenciaría, el ex diputado conservador Alberto Viñas. Frente a él estaban el teniente coronel Juan Bautista Molina, gestor de la Legión Cívica y secretario general de la Presidencia; el subprefecto David Uriburu, apodado “El Doctor”, primo del presidente provisional, y el coronel Pilotto, jefe de la Policía de la Capital.
El coronel Molina tenía a su lado a dos taquígrafos, que luego se ocuparían de redactar la declaración del presunto complotado para incorporarla al expediente de la justicia militar.
Molina empezó insultando al general Toranzo Montero —”aliado a la chusma radical”— y le informó al hijo que su padre ya había sido detenido y estaba siendo trasladado a esa unidad carcelaria para ser fusilado de acuerdo con la ley marcial, como lo habían hecho con Di Giovanni. De modo que, le explicó Molina, a él como hijo le convenía relatar todo sobre el complot para disminuir la desgracia de su familia y no correr la misma suerte que correría su padre. Si hablaba, podía salvarse. Le recomendó actuar como lo había hecho su hermano, cadete militar, que había sido detenido, reveló lo que sabía y pronto quedaría en libertad.
Toranzo Montero (h) temía ser ejecutado sobre la base de una declaración fraguada. Obnubilado, sin respuestas físicas ni mentales, le comentó a Molina que acababa de ser torturado. El secretario general de la Presidencia le restó importancia a la novedad. Le dio a entender que eran prácticas que obedecían a órdenes del gobierno.
“Usted no es médico, es un criminal”
Otro de los detenidos del supuesto complot fue el teniente primero Frugoni Miranda. Un oficial fue a su casa y le indicó que Pilotto deseaba conversar con él. Frugoni era oficial investigador de la sección Justicia del Ejército. Diez años antes, había formado parte del Regimiento 10º de Caballería que fusiló a los huelguistas en Santa Cruz. Ahora sentía que aquel infierno se le venía encima. Lo tomaron prisionero en la Penitenciaría, le robaron sus pertenencias y lo obligaron a permanecer de pie en El Triángulo.
A las cinco horas, Frugoni Miranda, que consideraba indigno que un militar estuviese uniformado en esa situación, pidió que le trajeran ropa de civil. Después lo condujeron al sótano de la Penitenciaría, lo sentaron en la silla, ataron sus brazos y pies con una soga y le colocaron los tacos de madera a la altura de los riñones. Viñas le dijo que tenía una declaración de un pariente que lo involucraba en el complot de Toranzo Montero. Le preguntó si él tenía algo más para aportar. Frugoni Miranda no respondió.
—Marucci, dale al torniquete —ordenó Viñas.
Esteban Marucci era italiano, jefe de una banda de delincuentes comunes que asaltaba negocios y a chauffeurs. También era miembro del Departamento de Investigaciones de la Sección Especial de Represión al Comunismo de la Policía. Se había ganado el aprecio del director de la Penitenciaría por su permanente disposición a superarse. Siempre le aportaba ideas a Lugones (h) para la creación y el perfeccionamiento de los aparatos de tortura. Las tenazas de madera, por ejemplo, eran una obra suya. Viñas lo había empleado como secretario privado.
Marucci obedeció la orden de su jefe y la presión sobre el cuerpo de Frugoni Miranda aumentó. El militar tenía la vista nublada y la garganta seca.
—¿Va a declarar? —volvió a preguntarle Viñas.
—No tengo nada que declarar —respondió el teniente primero. Ya no podía articular las palabras.
Viñas se disgustó. Gritó: —¡Marucci!
El italiano volvió a la acción y Frugoni Miranda se desmayó.
Viñas, que era médico, lo revisó y se sorprendió de que no se hubiese muerto. Pero, como a todos los que perdían el conocimiento, enseguida se le raspaba el pecho con un pedazo de lija y se lo rociaba con aguarrás y alcohol. Apenas reaccionaba, se lo volvía a torturar.
Cuando Frugoni Miranda volvió en sí, comenzó a insultar a Viñas.
—Usted no es un médico, es un criminal. Prometió aliviar a los hombres de sus males físicos y en cambio los tortura. Es un criminal.
Viñas se enfureció con la acusación de su prisionero. Él había hecho su aporte para elevar la jerarquía científica de la medicina. Como médico y diputado, en 1921, había promovido la ley que estableció la obligación de los magistrados judiciales de elegir como peritos a los médicos legistas. Fue la ley que permitió a los médicos trabajar en conjunto con los jueces y dejar los orgullos profesionales de lado. Impotente, Viñas le quiso dar un golpe de puño a Frugoni Miranda, pero se contuvo. Le ordenó a Marucci que le retorciera los testículos. Marucci le puso el lienzo y reforzó la compresión de su tórax con los tacos de madera. El detenido escupió sangre.
Frugoni Miranda permaneció seis días en una celda sin cama y sin un médico que lo atendiese. Lo llevaron a la prisión del transporte Pampa. Allí, tras mucho fatigar, logró que una junta de reconocimiento médico del Ejército decidiera su traslado al Hospital Muñiz, donde permaneció tres meses. En agosto de 1931, fue enviado al Hospital Militar y desde allí trasladado al Regimiento 4º de Artillería de Córdoba en calidad de detenido.
“Tengo orden de romperlo”
El auxiliar de policía José María Cortina también fue acusado de participar en el complot. Fue el 15 de febrero de 1931, mientras custodiaba en la calle el corso de carnaval. Llegó a última hora a la Penitenciaría. Lo recibió el jefe de Orden Político de la Policía, que también oficiaba de interrogador.
—Tengo orden de romperlo, pero es tarde y tengo que irme —le anticipó Lugones (h)—. Si no dice lo que yo sé que sabe, sin asco lo voy a entregar para que procedan con usted.
Enseguida extrajo una declaración judicial que involucraba a una lista de políticos radicales en el levantamiento. Quería que la firmase. Cortina firmó la declaración y lo mandaron al Pabellón 7. Pero no se salvó. Fue al sótano. Traspasó la manta negra. Vio a los taquígrafos. Estaba Marucci. Querían que firmara otra declaración que lo incriminara en la sublevación de la tropa policial. Lo ataron de pies y manos. Conoció los tacos de madera, la roldana, la soga al cuello; se desmayó. Fue al triángulo, al Pabellón 6, a la enfermería. Desde la noche en que fue detenido en el corso de carnaval permaneció tres meses y ocho días en la Penitenciaría.
Hasta la llegada de Uriburu, el jefe de la Sección Penal de la Cárcel de la Penitenciaría era el teniente coronel Antonio Fernández, designado por el presidente Alvear. Pronto fue desplazado. Después supo que en el sótano habían sido torturados los tenientes Cardalda, Echegaray, Héctor y Alfonso Grisolía y Gerardo Valotta, entre tantos otros, y que a las dos hermanas de Valotta las habían llevado al sótano, donde fueron torturadas y violadas por Lugones (h). Marucci les había aplicado las tenazas a sus pezones. Y luego las encerraron en el asilo de prostitutas de la cárcel.
El coronel Fernández se indignó también cuando supo que el general Baldasarre, además de ser torturado, había sido escupido en la cara por Marucci. Un civil italiano había escupido a un general argentino con la complicidad de sus camaradas de armas. Fernández lo sintió un agravio para todo el Ejército. Se le ocurrió preguntar a la Comisión Directiva del Círculo Militar qué actitud habían asumido frente al caso del general Baldasarre, socio de la institución, dado que otros de sus torturadores también eran socios del Círculo. La pregunta le resultó impertinente a la Comisión Directiva. Una semana después, un agente de Orden Político fue a la casa del teniente coronel Fernández e intentó detenerlo. Tenía orden de Lugones (h). El militar se resistió e invitó al hijo del poeta a que lo detuviera en persona.
El ministro en los “interrogatorios” del sótano
Adelio Ortiz, un comisario jubilado, proveedor de vinos en barcos mercantes, también fue hecho prisionero por el supuesto complot militar. En una de las oficinas de la Penitenciaría fue recibido por el ministro del Interior, Matías Sánchez Sorondo, el responsable político del plan corporativo de Uriburu. El funcionario, que cuando fue diputado votó a favor de la creación de una comisión investigadora parlamentaria por los fusilamientos en la Patagonia solo para importunar a los radicales, no era ajeno a las diligencias en la unidad carcelaria, pero no le gustaba perder el tiempo ahí dentro: solo presenciaba las torturas a los detenidos de mayor relieve para escuchar de primera mano sus confesiones, si las había; a diferencia del coronel Parker, que presenciaba las torturas como distracción estética o visual.
Además, como por lo general en la Penitenciaría se torturaba de noche, prefería que a la mañana siguiente, el comisario inspector Vaccaro, jefe de la Sección Penal, le reportara la síntesis de los interrogatorios. Vaccaro se sentía cómodo en su nuevo cargo. Bastaba que oprimiese un botón de su escritorio para que se acercara un torturador a su despacho para recibir indicaciones. Además, para él, que dirigía una banda de delincuentes que tenía su cuartel general en una imprenta de la calle Entre Ríos, el puesto le permitía extorsionar a políticos con la amenaza de un futuro de torturas en la Penitenciaría.
Sánchez Sorondo, que además de ministro era profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, le preguntó al comisario jubilado Ortiz si era radical. “Peludista”, respondió el detenido. Así se declaraban los leales a Yrigoyen.
Vaccaro trató de poner a Ortiz en situación. Había algo que no estaba funcionando.
—Vea, amigo —le dijo—. Vamos al grano. Tenemos medios expeditivos para que hable rápido.
Ortiz le comentó que la presencia del ministro del Interior en ese lugar le daba la medida de la infamia que cometía la policía.
Sánchez Sorondo se enojó:—Ya le vamos a sacar las compadradas a los radicales —dijo.
Le ordenó a Lugones (h) que se ocupara del interrogatorio y se fue.
Pero, al cabo de unas preguntas, Lugones (h) no había logrado nada.
Vaccaro observó que Ortiz se mantenía irreductible y estaba orgulloso de su actitud. Se lo reprochó:
—Usted es un otario. Lo van a hacer guiso. Vea lo que le hicimos a Baldasarre. Le retorcimos los testículos. Y a los tenientes los hemos hecho pedir agua. Aquí no se resiste nadie. No se haga deshacer, amigo.
Vaccaro llamó al inspector Juan Carlos Mercado, uno de sus esbirros.
—Hágale conocer el establecimiento al señor.
Salieron de la oficina y recorrieron la galería de la alcaldía junto a otros carceleros. Ortiz escuchaba a detenidos que se quejaban de las torturas desde las celdas. Hacia el final, a la izquierda, descendieron una escalera que conducía al sótano de la Penitenciaría. Lo llevaron hasta una manta oscura. Mercado la corrió y le hizo conocer el “Jardín de los Suplicios”. Quedaba justo debajo del despacho de Viñas. En otros tiempos había sido utilizado por los encausados para elaborar el pan dulce de Navidad. Ahora no. Ortiz vio a Joaquín Cordeau, ex jefe de compras del Congreso, parado en un charco de sangre que chorreaba de su boca, su nariz y uno de sus oídos; Antonio Bianchi, afiliado socialista, también sangraba. Dos hombres le aplicaban termo cauterio en la ingle y los brazos. Tenía dos costillas fracturadas. Al fondo, una persona atada en una silla con la cara deshecha miraba sus dientes en el suelo. Tenía los labios partidos. Era el turco Salin Fader. Ortiz sentía olor a sangre quemada.
—¿Qué le parece? —se interesó Mercado.
—Miserables —respondió Ortiz.
—No se excite. Usted ya va a probar todo esto. De acá no se escapa nadie.
Ortiz fue conducido a una celda. “Vaya y piense”, le recomendó Mercado.
Al segundo día lo llevaron al “Jardín de los Suplicios”. Mercado lo invitó a que él mismo corriera la manta. Apenas lo hizo, Ortiz recibió un cachiporrazo de goma que lo derribó hacia adentro. Sin que pudiera reaccionar, ya estaba metido en una prensa con dos gruesas tablas sujetas a una columna, con los pies atados y la caja torácica aprisionada. Se sentía estaqueado. Le pareció que había unas treinta personas que lo observaban. Un “Tribunal de Sangre” dispuesto a juzgarlo. Vaccaro se adelantó. Le dijo:
—O cantás o te deshago, hijo de puta.
Ortiz se desahogó.
—Matame, miserable. Pero no me dejes con vida porque firmaste tu sentencia de muerte. Si vivo, te voy a arrancar el corazón.
Vaccaro ordenó a Marucci que le presionara la prensa. Ortiz perdió el conocimiento y cayó al suelo. Vomitó sangre. Sintió el hígado reventado. La sangre le manchó los pantalones a dos miembros del “Tribunal”, que respondieron con puntapiés. D’Elía, Denovi, Jiménez, que eran policías que conocía, se rieron del percance. Ortiz era un hombre pesado, de 120 kilos, y costó subirlo otra vez a la silla. Lo volvieron a atar. Viñas le tomó el pulso. Ordenó a sus hombres que volvieran a actuar.
Lugones (h) se interpuso. Confiaba en su capacidad de persuasión. Les ordenó a los taquígrafos:
—Apronten lápiz y papel, que hablará espontáneamente.
Se dirigió a Ortiz.
—Acá tengo una lista de políticos. Son cincuenta o sesenta. Diga quiénes formaron parte de la Junta Revolucionaria.
Lugones (h) comenzó a leer nombres de jefes y oficiales que suponía involucrados en el complot. Ortiz dijo que no conocía a ninguno.
Lo subieron dos metros con la roldana y empezaron a bajarlo con la silla hasta asfixiarlo en el tanque lleno de mierda. Cuando Ortiz recobró el conocimiento, Lugones (h) lo estaba amenazando con la tenaza para sacarle la lengua. Le preguntó si había recibido dinero de (el radical) Honorio Pueyrredon y se lo había dado a Toranzo Montero para financiar el complot. El hijo del poeta lo previno: “Si lo niega, no lo dejo con vida”.
Ortiz fue atado y asfixiado otras cinco veces. Le aplicaron inyecciones para sostenerle el corazón. Tuvo una congestión cerebral. Dos detenidos, que eran médicos, le hicieron una sangría con una hoja de afeitar. Estuvo entre la vida y la muerte durante cuatro meses. No podía distinguir la hora. Lo fueron alojando en diferentes pabellones de la Penitenciaría.
Al noveno mes entregó un escrito a la justicia federal para irse del país. Fue llevado en barco a Montevideo. Uno de sus hijos, estudiante, de 19 años, también había sido detenido y torturado.
Natalio Botana, actor político, entre Yrigoyen e Uriburu
Entre los opositores al proyecto uriburista, también se contaba Crítica. El diario había sido cerrado en mayo de 1931 y su director, Natalio Botana, permaneció tres meses en la cárcel de la Penitenciaría. La Nación aprovechó la clausura de Crítica para editar el vespertino Noticias Gráficas, para el que contrató a treinta periodistas del diario de Botana, con la intención de reproducir su éxito.
A partir de entonces, molesta con el nuevo diario, la familia Botana vivió convencida de que un miembro de la familia Mitre, director de La Nación, le había reclamado el cierre de Crítica a Uriburu. Crítica fue un actor clave en este proceso político. Durante la década de 1920, el diario, que ponía de relieve los sucesos policiales, había tenido una participación activa en el mundo político. Establecía lealtades con la facción de un partido, organizaba campañas en contra de otro o reclamaba el voto a los lectores en favor de determinado candidato. Algunas de sus preferencias fueron variando con el paso de los años. El diario pasó del resentimiento profundo a la adulación a Yrigoyen, aunque tras la elección de 1928 su posición se mantuvo inmutable: trabajó para derrumbarlo.
Por entonces, Crítica había hecho público su auspicio al Partido Socialista Independiente (PSI), que se había desprendido del tronco partidario en 1921, con el liderazgo de los diputados Antonio De Tomaso, Federico Pinedo y Augusto Bunge. Sus detractores los acusaban de “conservadores encubiertos”, para excluirlos de la oferta electoral de la izquierda.
Crítica representó una base política para el lanzamiento del PSI, y esa novedosa alianza periodístico-partidaria, acompañada por la sistemática campaña de desprestigio contra Yrigoyen, fue central para que en marzo de 1930 el PSI se convirtiera en la primera fuerza electoral porteña, por encima del socialismo y el radicalismo.
Las páginas de Crítica eran demasiado filosas para el líder radical, que estaba sin reacción y cautivo en su casa de la calle Brasil. El diario se había propuesto no detenerse hasta verlo caído. La redacción del diario reunía también a civiles y militares que aceitaban la conspiración golpista. Incluso en las horas previas al 6 de septiembre de 1930, algunos políticos y periodistas partieron en caravana de la redacción de Crítica hacia los cuarteles a dar testimonio del apoyo a las tropas. Cuando Uriburu tomó el poder, Crítica se atribuyó para sí la dirección civil del golpe de Estado.
Ese día, la casa de Yrigoyen fue saqueada.
Al poco tiempo, menos de tres meses, Botana fue señalado como un enemigo del régimen militar que había patrocinado. No era que la coyuntura política hubiese variado demasiado, pero algunas posiciones se esclarecieron. Los civiles golpistas se decepcionaron con el fascismo de entrecasa que propiciaba Uriburu, y Uriburu, desengañado de los políticos y los periodistas, abstraído en la idea de colocarse al mando de las corporaciones y ser el presidente de la Argentina, trabajó para un plan de permanencia genuino, con el amparo de la Legión Cívica y el apoyo del frente militar; un apoyo exiguo, a su pesar: la mayoría de los cuadros del Ejército respondían al ex ministro de Guerra, el general Justo.
En tanto, Crítica “se fue” del gobierno de Uriburu, sus páginas comenzaron a machacar sobre la ley marcial, el estado de sitio y la falta de libertades públicas. Entonces, en mayo de 1931, el diario fue clausurado y Botana, sacado de la cama en plena noche, fue conducido a la Sección Orden Político. Su esposa, Salvadora Medina Onrubia, que era anarquista y se carteó con (el anarquista Simón) Radowitzky cuando este permaneció en la prisión de Ushuaia —Yrigoyen lo indultaría en abril de 1930, tras más de veinte años de prisión e intentos de fuga frustrados—, también fue detenida y trasladada a un asilo de prostitutas.
Ella ya había conocido a Lugones (h) e incluso —dijo— lo había descubierto intentando abusar de un animal.
El diario Crítica, de la redacción a la sala de torturas
Buena parte de la planta de redacción de Crítica también fue encarcelada.
El Estado no tenía cargos contra Botana. Había vulnerado la orden de censura, es cierto, y publicó artículos que el gobierno consideró hirientes, en razón de la pretérita amistad política, pero elementos probatorios de una sedición, contactos con el hampa, capitales oscuros en el registro contable de la empresa o defraudaciones comerciales no pudieron ser establecidos cuando los investigadores policiales de Lugones (h) rastrillaron las oficinas del director. De todos modos, el hijo del poeta se ocupó de arrestar a la gerencia administrativa del diario y de torturar personalmente a uno de ellos, Eduardo Bedoya, de 27 años, que había entrado al diario como cadete en la sección Cine, y a quien Botana preparaba para que lo sucediera en la dirección de Crítica.
Bedoya fue puesto a disposición de Orden Político, trasladado a una celda de la Penitenciaría y luego sentado en la silla del sótano. Lugones (h) le propuso firmar doce cargos que incriminaban a su jefe, pero el joven no los firmó. Lo arrumbaron en El Triángulo, desnudo y sin agua, pisando orines y soportando el hedor. Estuvo casi un día con dos grados bajo cero. En esa circunstancia, le acercaron los papeles de la declaración judicial que tenía que firmar.
—Estás desnudo, ¿qué podés hacer? —le explicaron.
Bedoya volvió a la celda del pabellón. Estaba deshecho.
Al cabo de unos días, Viñas lo visitó. Le quiso hacer creer que no sabía que estaba detenido. Le sirvió una copa de cognac para reanimarlo. Bedoya le enrostró los favores de Crítica a su partido, o cuando él mismo acudía a la redacción a compartir un copetín con los periodistas y la dirección del diario.
—¿Para esto nos jugamos la vida el 6 de septiembre? —se enojó Bedoya.
El día del golpe de Estado, él mismo había hecho sonar la sirena del diario para invitar al pueblo a la calle y presionar por la caída del líder radical, y también había soportado el asedio de la policía, que quería tomar el edificio para cumplir con la orden de clausura de Crítica decidida por Yrigoyen en la tarde del día anterior.
Viñas le replicó que era Lugones (h) el que mandaba.
—Tiene un no sé qué con ustedes... —le dijo.
Bedoya fue liberado de la Penitenciaría y luego, cuando comenzó a organizar otro diario, fue encarcelado nuevamente. Una carta del socialista independiente De Tomaso que llegó a manos de Uriburu facilitó su liberación y su posterior destierro, sin que tuviese un proceso judicial. De Tomaso había invocado “razones humanitarias” en su pedido.
No obstante su afición por el tormento, Lugones (h) tuvo para con Botana una mayor deferencia.
Lo colocó en una cómoda celda de la Penitenciaría. Siempre intentó dialogar con él. La madrugada de mayo de 1931 en que se lo trajeron “con los botines desabrochados” a su despacho de Orden Político —en cuya pared Lugones (h) había colgado un cuadro del coronel Falcón que no estaba de adorno—, le aclaró, en un diálogo que él mismo transcribiría dos años después en la publicación nacionalista Bandera Argentina, que se consideraba, en esencia, un hombre bien educado:
—Usted sabe perfectamente que somos enemigos y por eso mismo lo voy a tratar bien.
—No me interesa —respondió Botana.
—No lo hago porque a usted le interese o no, sino por razones de conciencia. Haría esto con el último de los individuos.
—Tampoco me interesa.
—No sea guarango. Mientras esté preso en Orden Político se alojará en mi dormitorio, lo que no he hecho con nadie. No lo hago por usted personalmente, sino porque es lo que aprendí en la casa de mis padres —explicó el torturador.
La enemistad entre ambos estaba exacerbada por una disputa política sutil, pero no tan evidente, que Botana, para exasperar el ánimo de Lugones (h), puso sobre la mesa para que entendiera que él saldría limpio de esta contingencia y su faena de torturador, en cambio, no tenía destino.
Fue así: Botana le pidió ver al general Justo.
—Quién sabe si quiere verlo a usted —repuso Lugones (h).
Botana le aseguró que, si le avisaban que él deseaba hablarle, Justo vendría en el acto.
—Me ayudará eficazmente —afirmó.
—¿A qué obedece esa seguridad? —preguntó el jefe de Orden Político.
—A la ambición de los hombres y a otra causa más. El general Justo se siente presidente...
—¡Pero eso es un disparate! —lo interrumpió Lugones (h)—. El general Uriburu no piensa dejar el gobierno por ahora.
—Acuérdese de lo que le digo.
Tradición de familia
El 20 de febrero de 1932, el general Justo asumió la Presidencia.
Esa misma semana, el diario Crítica volvió a las calles y Botana denunció las torturas en las cárceles de Uriburu que habían sido ignoradas por el resto de la prensa. Dos meses después, cuando Uriburu murió, Botana escribió dos renglones debajo del título: “Hoy en París murió el ex dictador de Argentina José Félix Uriburu. Crítica, sin odio y sin perdón, hace el silencio que merece la muerte”.
Para entonces, Molina, Lugones (h) y otros funcionarios del sótano de la Penitenciaría ya estaban fuera del país. Lugones (h) había sido designado cónsul en Amberes. En su equipaje había cargado ocho cajones con tres mil prontuarios de Orden Político.
Pero Sánchez Sorondo no se había escapado. Se las había ingeniado para instalarse en una banca en el Senado en representación de la provincia de Buenos Aires —sus adversarios lo apodaron “senador de facto”, dando cuenta de la ilegalidad de su incorporación al cuerpo parlamentario— y soportó las denuncias en el recinto. En marzo de 1932, el senador socialista Alfredo Palacios —que también había sido detenido por el régimen de Uriburu— presentó una cuestión de privilegio por las torturas y leyó los testimonios de Toranzo Montero (h), de Frugoni Miranda y de otros prisioneros que involucraban al ex ministro del Interior en las sesiones de tortura de la cárcel de la Penitenciaría.
A Sánchez Sorondo le pareció incomprensible la acusación.
“¿Quién puede creer lealmente que el general Uriburu, que los hombres que lo hemos acompañado en su gobierno, tengamos alma de torturadores? ¿Acaso somos desconocidos en nuestro propio país? ¿Acaso venimos de tierras extrañas o expelidos por el bajo fondo, expelidos con el odio al semejante, hecho de hambre, de envidia, de humillación social, de rencores ancestrales, extravasado en nuestras venas? No, señor. Todos tenemos una limpia tradición de familia que conservar para nuestros hijos. Nuestra vida pública y privada, y hasta nuestros sentimientos, se desenvuelven bajo el contralor de amigos y enemigos. ¿De dónde habríamos sacado la conciencia tenebrosa de los criminales, para ordenar a sangre fría atrocidades semejantes?”.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA) Su último libro publicado es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. www.marcelolarraquy.com
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