El 4 de enero de 1902, la revista Caras y Caretas publicó un artículo sobre la primera camada de jóvenes que hacía el Servicio Militar Obligatorio [en adelante, SMO]. “Hoy el soldado se viste, se calza, se arma. Vive en buenos cuarteles, come en mesa, duerme en cama, recibe visitas y escribe a su familia, aprende a leer si no lo sabe, es atendido por médicos si está enfermo, es conducido [a su destino] en ferrocarriles o en vapores, oye música y ve funciones de teatro”. En contraste, el soldado veterano de las últimas guerras no tenía siquiera la expectativa de volver a su casa donde por otra parte lo esperaría una existencia miserable, dice la revista.
“Hoy es distinto, los argentinos son todos soldados -afirmaba la crónica- pero a su hora y no por toda la vida”. El ejército era una escuela donde no solamente se vivía bien sino que se aprendían “cosas útiles”; por eso los jóvenes de 20 años no se hacían “tanta mala sangre” si salían sorteados.
Aquel año de 1902, una clase entera de conscriptos desfilaba por primera vez por las oficinas y cuarteles donde les iban “quitando su apariencia de grupo para darles fisonomía de pelotón”, dice Caras y Caretas. Revisión médica, ducha, vestuario donde dejaban sus “pilchas de ciudadanos” y corte de pelo de rigor. “¡Qué golpe van a pegar en el barrio, el primer día de salida…!”, decía el artículo. Luego, las primeras instrucciones: aprender a cuadrarse y saludar, hacer sonar los tacos y llevarse la mano a la frente. Gimnasia, desfile y orden cerrado.
Según el politólogo francés Alain Rouquié (Poder militar y sociedad política en la Argentina; Emecé, 1981), el presidente Julio A. Roca y su ministro de Guerra, el general Pablo Ricchieri, se propusieron “dar a la Argentina instituciones militares dignas de los países europeos más adelantados”; concretamente, Francia y Alemania.
En 1898, Roca asumió su segunda presidencia y creó el Ministerio de Guerra. En 1900 nombró ministro a Ricchieri, quien proyectó la ley n°4301 de servicio militar obligatorio, sancionada el 11 de diciembre de 1901, y que sería modificada en 1905, con la Ley 4707. Quedó así fijada la conscripción obligatoria de todos los ciudadanos argentinos o naturalizados de 20 años que serían adiestrados en cuarteles por períodos de 12 a 24 meses. El mecanismo de reclutamiento era un sorteo entre todos los ciudadanos de una clase: los que sacaban número alto iban a la Marina y los números bajos quedaban excluidos del servicio. El ciudadano que no cumplía con el SMO quedaba impedido de desempeñar un puesto o empleo público.
La nueva Ley se legitimaba en el artículo 21 de la Constitución Nacional: “Todo ciudadano está obligado a armarse en defensa de la Constitución”. En el debate parlamentario, el senador Carlos Pellegrini decía: “... las fuerzas de la nación las constituye el pueblo mismo, obligado a armarse en defensa de la patria, es decir, sus milicias, más un pequeño núcleo de fuerzas permanentes organizadas y mantenidas”.
El Ejército reducía significativamente el número de voluntarios que eran sustituidos por los ciudadanos aptos para el servicio. Los contingentes de conscriptos pasaban a integrar el Ejército de Línea. “La misión de entrenarse con el fin de defender a la patria quedaba en manos de jóvenes incorporados en forma igualitaria”, sintetizaba un artículo del blog Revisionistas.
Antes de la conscripción obligatoria, el Ejército de Línea se formaba con dos categorías de soldados: los “enganchados” y los “destinados”. Los primeros eran voluntarios y recibían estipendio. Los segundos eran “los vagos y mal entretenidos” y los infractores o delincuentes menores que, por una ley de 1858, eran “destinados al servicio de las armas por un término que no baje de dos años ni exceda de cuatro”. Recordemos al gaucho Martín Fierro de nuestro poema nacional, víctima de una leva forzosa.
“En 1921, el ejército moderno cumplía 20 años por la existencia de la conscripción obligatoria y porque la oficialidad y la suboficialidad se formaban ahora en la Escuela de Suboficiales y en el Colegio Militar”, dijo en charla con Infobae el analista político e historiador Rosendo Fraga, presidente del Instituto Roca que este año, en diciembre, prepara un evento en conmemoración.
Además de la urgencia de modernizar el Ejército, hasta entonces atomizado y caótico, estaba la necesidad de la integración social y la cohesión nacional de una población heterogénea, aceleradamente transformada por el flujo inmigratorio. La conscripción completaría esa tarea ya iniciada por la escuela.
“La función de formación cívica y moral del servicio militar -escribió Alain Rouquié en el libro citado-, muchas veces señalada en Francia, reviste una particular importancia en un país de inmigración masiva. En la Argentina, la conscripción es el antídoto contra el cosmopolitismo. A falta de la posesión de la tierra que retiene, el hijo de inmigrante se arraigará a través de la escuela y el ejército, encargados de inculcarle el apego patriótico a los valores nacionales”.
En 1905, dice Fraga, hubo que reformar la ley: “Ricchieri, que venía de pasar 17 años en Europa, estaba influido por el modelo prusiano que contemplaba la figura del personero, es decir, la posibilidad de pagar para que alguien hiciera el servicio militar por uno; una rémora aristocrática, un mecanismo para que la nobleza pudiera eludir el SMO”.
El otro aspecto a reformar era el tiempo de instrucción. La primera ley fijaba “un sistema de cuatro cuartos, cada grupo hacía 6 meses; nunca estaba la conscripción completa”, explica.
“En febrero de 1905, cuando se produce la última revolución radical, el ejército tenía muy poca gente incorporada -siguió-. Los revolucionarios tomaron varios cuarteles en el interior. Y si fracasaron fue porque en Capital los reprimió la Policía que tenía 4000 efectivos. La revolución de 1905 mostró que se necesitaba un ejército permanente”.
Se elimina entonces la figura antidemocrática del personero y se fija la incorporación por un año de cada clase y más para la Marina.
Otro factor que incidió en la sanción de la Ley fue el “riesgo de guerra con Chile”, país que ya tenía conscripción obligatoria, explica Fraga.
Desde cierta perspectiva actual, se describe este proceso como si el Ejército hubiese sido algo externo a la Nación, como una facción que buscaba imponerse arbitrariamente sobre la sociedad, desconociendo o minimizando el rol que tuvo en la organización nacional, la consolidación territorial, institucional e incluso sociopolítica de la Argentina.
Durante el debate de la Ley Ricchieri, el diputado Mariano Demaría dijo que la conscripción era “el ejército del sufragio universal”.
A Rouquié, la frase le resulta excesiva -“no está lejos de significar que el ejército del servicio obligatorio es una institución preparatoria del sufragio universal”, dice- pero concluye que “en la realidad los ciudadanos argentinos serían soldados antes de ser verdadera y libremente electores”.
Al respecto, Rosendo Fraga dice que se produjeron en esos años tres transformaciones relacionadas. La ley 1420 de Educación pública, obligatoria y gratuita de 1884 fue la primera. La ley de SMO, la segunda. “La democratización educativa y la militar fueron previas a la democratización electoral -afirmó-. El voto de 1912 fue la tercera transformación igualitaria, ésta en el sistema político”.
“El SMO fue tomado como una institución igualadora. Los sectores populares y la clase alta iban a estar un año en la misma escuela”, agregó. El artículo de Caras y Caretas lo contaba así: “Al lado de un negrito vivaracho, cubierto por la gorrita del cuarteador de tramways (...) va un rubiecito de reloj y galera, de ojos celestes descoloridos y de mofletes rojos…”
“Para la clase media alta y alta era un esfuerzo; para los demás, una oportunidad de igualación social”, opinó Fraga. El SMO contribuyó a argentinizar a una población que tenía un alto porcentaje de inmigrantes. La primera generación de argentinos hijos de inmigrantes hacían el servicio militar. “Fue un instrumento de nacionalización”.
“Por otra parte, aunque la ley de Educación tenía 17 años de vigencia, entre las primeras capas de conscriptos, en 1902, 1903, había un 30% de analfabetos. El servicio militar se articuló con la alfabetización”, dijo Fraga.
Esto siguió siendo así por muchos años más. El general Raúl Romero, que fue comandante de la Brigada Mecanizada 11 en los años 90, contó a Infobae que, en 1974, como subteniente en un Regimiento del NOA tuvo a su cargo “una escuela primaria a la cual asistían 600 del total de 800 conscriptos, divididos en analfabetos, semianalfabetos y otros que debían completar el ciclo primario”. En 1974, cabe subrayar.
Cada cuartel en donde se formaban los soldados tenía una escuela. La misma Ley de Educación de 1884 había estipulado la creación de establecimientos educativos en fábricas, buques y cuarteles.
“Esto deriva de la tradición iluminista, racionalista -dice el general Romero-, de una idea de ciudadanía que se fue consolidando en el largo siglo XIX, a través del servicio militar, la educación pública y el voto. Tres leyes que, en un período de 28 años, de 1884 a 1912, forman el plexo normativo que cimenta la Nación moderna. Argentina estuvo a la altura de las exigencias de la época”.
En 1912, señala Fraga, la seguridad electoral estuvo a cargo de las FFAA, y eso fue un reclamo de Hipólito Yrigoyen que se correspondía con la existencia de la conscripción: “Daba más garantías que la Policía. La neutralidad política del ejército era mayor que la de la policía que dependía de los gobernadores”.
Actualmente, el discurso ahistórico y anacrónico ha inficionado incluso algunos ámbitos del propio Estado. En un portal de la Dirección General de Educación bonaerense se dice que “en el imaginario social se instaló la idea de que, luego de cumplir con el SMO, el joven saldría ‘hecho un hombre’”, lo que el texto define como “una suerte de rito de iniciación”.
“Una vez que el joven ingresaba -se lee-, se lo aislaba por un buen tiempo de la sociedad civil con la finalidad de lograr su despersonalización y transformarlo prontamente en un ser disciplinado, que ejecutara órdenes sin pensar en la justicia o la conveniencia de las acciones que se le ordenaban”.
Esto, dice el portal educativo, iba “de la mano con las ideas de jerarquía –las FFAA tenían una organización eminentemente verticalista- y respeto por la disciplina (en) la fuerza”.
¿Qué ejército del mundo conocerán que no tenga una organización verticalista? Sin mencionar la idea algo mágica de que unos meses de instrucción militar podían formatear la mente de jóvenes que, por más que pasaran un año en un cuartel, no dejaban de ser civiles.
En la misma línea, Santiago Garaño (Untref -Conicet), autor de un trabajo sobre una experiencia de conscripción en 1897, es decir anterior a la ley, dice: “Se ha dado por sentado que la conscripción operaba como el rito oficial de pasaje masculino a la adultez, a la ciudadanía y a la nacionalidad argentina [y] que, desde sus orígenes, buscaba dar cohesión a la nueva república, reforzar el papel del Estado e inculcar una serie de valores nacionales y sociales a los jóvenes”.
El General Romero, que es también uno de los vicepresidentes del Instituto Roca -el otro es Rolando Hanglin-, explica, con sentido común: “Los 20 años marcaban el inicio de la adultez, por eso se fijó esa edad. La colimba daba el certificado de adulto, al volver, te daban la llave de la casa”.
También destaca otro aporte del SMO: “Hoy los médicos se quejan porque no existe un catastro de salud, como el que proveía la conscripción. Muchos jóvenes tuvieron allí su primera revisión médica. Se detectaba un número importante de enfermedades, como el Chagas”.
Desde la jerga posmoderna esto se convierte en “intervenciones sobre el cuerpo de los ciudadanos” (Nicolás Sillitti, “El SMO y la cuestión social”).
El otro cuestionamiento frecuente va dirigido hacia lo que da origen a la palabra colimba, acrónimo de “corre, limpia, barre”. “Una organización militar en cualquier parte del mundo tiene un componente operativo pero también una parte de mantenimiento -dice el general Romero-. Es natural que esas tareas se distribuyan entre los soldados. En EEUU actualmente se tercerizan esos servicios, comida, limpieza, lavandería, zapatería, etc. pero en un ejército con recursos limitados…”
Gonzalo Roca es sobrino bisnieto de Julio A. Roca, desciende de Agustín, el único de los siete varones Roca que no fue militar y se dedicó al trabajo en el campo, en la zona de Junín. “Las generaciones de las primeras conscripciones todavía tenían fresco el recuerdo de las últimas luchas civiles -dice-. Conocían la guerra por haberla protagonizado o vivido. Había otra mirada hacia el Ejército. La gente quería pertenecer. Y había riesgo de guerra con Chile.”
“Era habitual decir ‘soy clase tal’ -dice por su parte Romero- y en los pueblos se hacían bailes de despedida y bienvenida” a los conscriptos.
Gonzalo Roca evoca su propia experiencia como soldado clase 52 en Comodoro Rivadavia. “Me tocaba limpiar y mantener el orden en la escuela. Hacíamos orden cerrado, hoy criticado, pero que servía para aprender a marchar, a hacerlo con el arma, etc. Pero bueno, también en la escuela, cuando entraba el profesor al aula nos poníamos de pie. Hasta que empezaron a cuestionar eso también: ¿por qué hay que pararse si el que entra es uno igual a nosotros?, te dicen”.
Es la pretensión de que ese tipo de instituciones funcionen sin un orden jerárquico.
“Muchos querían salvarse de la colimba, es verdad, pero otros no. Luego les quedaba un gran recuerdo. Un tema de conversación eterno. ¿Dónde hiciste la colimba?, era una pregunta habitual”, dice Roca.
“En la colimba éramos todos iguales -asegura-, con el mismo corte de pelo y uniforme era imposible distinguir uno de otro. Cuando yo decía mi apellido, en broma algún instructor replicaba ‘¿no serás descendiente de Roca?” Otro hubiera aprovechado la ocasión, pero él no decía nada. “Nadie se imaginaba a un Roca haciendo la conscripción. Pero todos los Roca a los que nos tocó, la hicimos. Y toda la numerosa descendencia está acá, desparramada por todo el país”, agrega con orgullo.
“En el momento podían molestar las guardias, las tareas de limpieza y toda la rutina, pero poca gente encontré que se fuese con un sabor amargo de la conscripción. Y no es verdad que había castigos brutales”, dice por su parte el historiador Miguel Ángel de Marco.
Hoy se proyecta hacia atrás el caso Carrasco -desencadenante de la supresión del SMO en 1994- como si hubiese sido una constante a lo largo de la toda la historia.
El artículo del blog Revisionistas, que cita entre otros el trabajo de De Marco (”Lo que significó el servicio militar obligatorio”), dice: “Anualmente, millares de jóvenes provenientes de los más remotos lugares de la República fueron sometidos a revisiones médicas completas, que no sólo los beneficiaban individualmente mediante la prevención o curación de dolencias, sino que contribuían a contar con un completo cuadro sanitario de una importante parte de la población. Cada cuartel, base o buque tuvo quien enseñara las primeras letras a aquellos que, a los 20, aún eran analfabetos (...) Reglas de convivencia social, hábitos de trabajo, de disciplina, homogeneizaron a los ciudadanos en la forja del SMO, con respeto para cada uno de los conscriptos, salvo excepciones que las normas militares penaban severamente. Muchos oficiales y suboficiales pagaron con reclusión los excesos de autoridad”.
El ya citado Nicolás G. Sillitti describe todo esto con un tono deslegitimante, muy ilustrativo de las poses deconstructivistas -la Argentina como construcción, como artificio, etc-, como si la naciente República no hubiese tenido el derecho, el deber incluso, de nacionalizar a los inmigrantes, de formar cívicamente a los ciudadanos.
“Para las dirigencias liberales, alfabetizar era sinónimo de nacionalización e integración social”, dice Sillitti. Al mencionar los manuales de “alfabetización para reclutas” dice que “incluían máximas éticas como ‘el sufragio es un derecho y un deber’ o ‘el individuo que vende su voto no tiene conciencia y no merece la consideración de nadie’”. Incuestionable.
Y sigue: “Era habitual la inclusión de imágenes de hombres sufragando junto a la de jóvenes cumpliendo con su servicio militar. En síntesis, las figuras del elector y el guerrero delineaban los contornos de un ideal de masculinidad cívica”. La conscripción, agrega, “trazó un ideal de ciudadano alfabetizado, viril y honorable”.
Masculino y viril son presentados como términos negativos.
Según Garaño, clasificaciones sociales fundamentales, “como la edad y el género, terminan sacralizadas en leyes, incrustadas en instituciones, rutinizadas en procedimientos administrativos y simbolizadas en rituales de estado”. ¿Con qué criterio que no fuese la edad biológica podía organizarse la conscripción? ¿En qué país del mundo hacían las mujeres el servicio militar en 1921?
Cada época interroga al pasado desde sus inquietudes presentes, pero si no se toman ciertos recaudos el resultado es el ridículo. Y no hay peor pecado en historia que el anacronismo.
En el año 1897, tuvo lugar en Curá-Malal, campamento a 32 km de Pigüé, provincia de Buenos Aires, la primera experiencia de conscripción obligatoria, previa a la Ley Ricchieri. En un contexto de tensión con Chile se convocó a jóvenes de 20 años que durante dos meses recibieron instrucción militar por parte de soldados de línea.
Garaño cita el libro de Julio Padilla, un ex conscripto y estudiante de medicina, Curá-Malal. Recuerdos de Campaña (1913). Para el soldado novato, la marcha desde Pigüé hasta el campamento fue “un vía crucis” pero, unos meses después, volvió orgulloso y escribió sobre la multitudinaria recepción que les hicieron en Palermo: “Al ver a los jefes gritamos: ¡Viva la patria, Viva el General (Luis María) Campos, Vivan nuestros jefes, Viva el 6° de línea!”
En concreto, Julio Padilla pasó de decir “¡Qué triste era ver ese enjambre de jovencitos que tan animosos iban a inmolarse por su querida patria!”, a lamentar semanas más tarde el no poder entrar en acción: “Nos asimilamos de tal modo a la vida militar que nos gustaba enormemente. En estos días se recibe la noticia de los arreglos con Chile. Casi les puedo decir que nos desagradó- estábamos dispuestos a pelear y aprendimos con ansias todo el mecanismo militar”.
No todo había sido color de rosa, sin embargo. Julio fue “bardeado”, como se dice hoy, por algunos oficiales, pero no por ser un “negrito” sino por chico bien y universitario que nunca había lavado platos ni mucho menos carneado un animal para comer. Le asignaban tareas más pesadas y “aquí si no haces lo que te dicen, te meten un plantón soberano”. Pese a ello, nunca se quejó con sus jefes, más bien lo tomaba a broma e incluso él y sus camaradas se sentían superiores porque mientras esos veteranos estaban a sueldo, ellos iban “por amor a la Patria”.
“Nunca expresamos una queja, porque estaba al frente nuestro un distinguido jefe, que no permitía la menor represión injusta”, asegura.
En opinión de Garaño esto era “un régimen basado en el sometimiento al poder arbitrario de los superiores”. La subordinación se expresaba “sobre todo, en los castigos y tareas domésticas a las que eran sometidos”.
No solo se buscaba formar soldados sino “crear una sociedad ordenada y controlada, a partir de la multiplicación y diseminación de la disciplina militar y los valores castrenses en todo el tejido social”, agrega, insistiendo con la idea del lavado de cerebro, ya no solo de los colimbas, sino de toda la sociedad...
Lo cierto es que se transmitía la memoria de la Nación y el amor a la Patria, que por cierto no eran valores exclusivos de los militares.
Garaño pone el acento en las privaciones, como mecanismo de dominación y disciplinamiento. Pero su propia fuente lo desmiente. El hambre, el cansancio y las incomodidades no duraron mucho: el tiempo del viaje y la instalación. “La precipitación y la falta de elementos de transporte fue el obstáculo de esta campaña -dice Julio-. Así y todo debemos agradecerla. Porque precisamente esas privaciones y sufrimientos nos formaron militares y nos unieron más estrechamente a los que las compartimos”.
Además la vida se normalizó pronto y con la rutina vino el “cese de los sufrimientos”. Y, poco después, “ya estábamos hechos unos veteranos y empezamos a sentir la pena de dejar” la vida militar. “Jamás olvidaremos esa época feliz de la vida en que fuimos muchachos inexpertos para volver soldados formados (...) allí sufrimos pero allí aprendimos a saber cómo se lucha para vencer, cómo se trabaja en la vida. Allí conocimos la amistad verdadera. Allí nuestro espíritu se retempló y supimos prácticamente cómo se quiere a la bandera, cómo se hace respetar y cómo se la hace respetar”.
“Las autoridades militares buscaron la imposición de una disciplina bélica”, dice Garaño, como si no se tratara de un Ejército.
Es el discurso que se busca imponer hoy en tiempos en que el orden cerrado es divertido de ver en el cine y el pueblo en armas está bien si es en la China de Mao, la Cuba de Castro o la Venezuela chavista.
“Mi padre fue clase 43. Tenía un recuerdo muy grato de la colimba porque le permitió conocer la Argentina al confraternizar con gente de otras provincias -dice el escritor y profesor de historia mercedino Oscar Dinova-; la colimba tuvo efectos muy positivos porque cimentó en gran medida la identidad nacional a través de la hermandad de gente que no se conocía. Mi padre era hijo de una familia burguesa de muy buen poder adquisitivo y en el ejército se convivía con gente de todas las extracciones y provincias. Para él fue inolvidable y le sirvió el resto de su vida, ideológica y filosóficamente”.
Osvaldo Dinova no negaba que hubiera habido “barrabasadas de suboficiales”, dice su hijo, “pero el balance para él fue sumamente positivo: la colimba tenía lugar en la flor de la juventud, él despegó de su familia, se hizo autónomo”. También se llevó un aprendizaje técnico, ya que llegó a ser suboficial de artillería. “Aprendió a manejar cañones, a hacer cálculos de balística, algo que ni se imaginaba que podía llegar a lograr, así como otra gente aprendió a leer y escribir”.
“Él tenía los mejores recuerdos. Luego la Universidad le trajo ese mismo perfume, esa misma fraternidad. Dos instancias muy integradoras como sociedad, pero la colimba fue la primera gran experiencia integradora y le permitió abrir el horizonte. Conocer a gente de todo el país le había dado la dimensión de lo que era la Argentina, su extensión geográfica, su diversidad de culturas, de costumbres”, dice Dinova.
El último año de conscripción fue 1994. La gran mediatización del caso Omar Carrasco, conscripto muerto en Zapala, forzó el fin abrupto del SMO. En su reemplazo se estableció un servicio voluntario.
Una precandidata que hoy asegura que quiere restablecerlo, pegaba carteles con la frase “Chau colimba”... Un oportunismo que demuestra que no existe en la dirigencia actual ninguna vocación ni idea seria y acorde a las necesidades presentes acerca de cómo fortalecer institucionalmente e integrar socialmente al país.
Miguel Angel De Marco considera que el SMO se volvió innecesario a partir del desarrollo de nuevos armamentos. “El mantenimiento de grandes masas de soldados ya no tuvo sentido. El problema es que los sucesivos gobiernos no se han ocupado más del tema de la defensa”. Hoy sería más eficaz contar con fuerzas menos numerosas pero altamente entrenadas. Pero eso nunca se emprendió.
“Cuando se eliminó el SMO, dice por su parte el general Romero, se dijo que habría fondos para crear un ejército profesional, pero lo único que se previó fueron los sueldos. Cuando se implementó el Servicio Militar Voluntario ya era bajo el presupuesto. Y sigue bajando. Más del 85 % es para personal. Para el gasto operativo y de investigación y desarrollo apenas un 15 por ciento de un presupuesto que representa el 0,60 por ciento del PBI”.
Para Dinova el SMO “podría haber sido reconducido de una manera moderna, pero sobre todo integradora de las poblaciones ya que, con la perspectiva que dan los años, se puede decir que la colimba entregó muchas cosas a este país, como otras instituciones, como la escuela pública, donde se sentaban el rico y el pobre en la misma aula. El sentido de pertenencia que da eso, no lo da nada”.
Son instituciones que lamentablemente han desaparecido, dice, junto con la escuela pública, “de la que queda solo una parcialidad”. “Hoy el grueso de las escuelas públicas deambulan en la mediocridad más absoluta y eso contribuye a la desintegración de la sociedad en un aspecto simbólico sobre todo. Es un momento mágico, de compartir, de sentirse iguales, Cuando se dice ‘uy, qué falta de empatía que hay’, bueno la empatía también se aprende y esos eran lugares para practicarla.”
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