“A mí me prostituyó el hambre, la falta de trabajo, de un techo, la falta de educación y de vivienda. Siempre digo que el Estado es el primer proxeneta, el dueño de la fábrica de putas. Son los gobernantes de turno los que violan nuestros derechos, nos empobrecen con políticas públicas vacías de inclusión y queda únicamente sometimiento. Los demás entonces hacen uso y abuso de nosotras, las pobres. Es que cuando hay hambre no hay libertad”.
Sonia Sánchez cuenta su historia con voz potente, sin eufemismos ni titubeos. Va de atrás hacia delante, describiendo el entramado de variables que a los 16 años la expulsaron de su Chaco natal hasta la ciudad de Buenos Aires. Quería progresar. Dejar de comer salteado. Trabajar de corrido y no solo en épocas de cosecha de algodón.
“Antes de viajar a Buenos Aires me enteré de una convocatoria en Resistencia para ser policía. No teníamos dinero para pagar el pasaje, por eso mi papá me llevó a hacer dedo en la ruta. Cuando llegué había tres cuadras de cola. Después de presentar DNI y partida de nacimiento, nos tomaron una prueba de matemática, historia y lenguaje. Aprobé y me pasaron a otro cuarto para medirme. Recuerdo que pidieron que me sacara los tacones. Medía 1.57 y el mínimo para ser policía era de 1.60 metros. No pude entrar. Así que volví a la ruta, a dedo hasta Villa Ángela otra vez y a los tres meses me subí a un micro a Buenos Aires donde terminé siendo prostituida. Fui puta porque me faltaron tres centímetros”.
La ciudad de la furia
En Buenos Aires, una familia acomodada del barrio de Floresta esperaba a Sonia para emplearla como doméstica con cama adentro. Buscaban a alguien del interior para ocuparla de sol a sol.
“Una de mis seis hermanas ya trabajaba en la capital cama adentro y me recomendó con una amiga de su patrona. Me tomaron como la única empleada para una casa muy grande. Me acostaba a la una de la madrugada y a las 05.30 am ya estaba arriba. Tenía libre la tarde de los domingos nada más y aprovechaba para leer diarios. Ahí empecé a darme cuenta de que encima me pagaban muy poco en comparación con lo que ofrecían en otros lugares. Pedí un aumento, no me lo quisieron dar y me fui”.
Sin conocer la ciudad, Sonia pagó una pieza económica por Flores y se dejó algo de dinero para comprar leche y los avisos clasificados del diario Clarín.
“Nadie me conocía ni podía dar referencias sobre mí. Al poco tiempo terminé en la calle. Ni siquiera me dejaron entrar a la habitación para sacar mis cosas. Solo la ropa puesta y la cartera con mi documento. Se me apareció una realidad que desconocía en esta gran ciudad que es un monstruo, sin saber a dónde ir. Recuerdo que me senté en la plaza Flores. Estaba desesperada pero nadie me veía. Tenía miedo, hambre, frío… y nadie me veía”.
Con sus 16 años de pueblo, Sonia caminó sin rumbo por avenida Rivadavia a contramano hasta que la noche la encontró en Plaza Miserere, donde quedó sobreviviendo durante meses. De día dormía en el tren Sarmiento y cuando oscurecía se disimulaba en los recovecos del mausoleo de la plaza, aún sin rejas.
“En Miserere se me cortó la menstruación, aprendí a revolver la basura para comer y se fortaleció el miedo. Un día me acerqué a una mujer que andaba seguido por ahí y le conté lo que me estaba pasando. Ella me dio unas monedas, me dijo que comprara un champú, jabón y que me duchara en el baño de la estación. Volví a la plaza y le pregunté: `¿Ahora qué hago?´ Me dijo: `Nada, sentate, los hombres van a hacer todo´. Tal como ocurrió. En ese lugar de expulsión que estaba, me prostituyeron”.
La trata
Para Sonia no existen “clientes”, sino “torturadores-prostituyentes”. Tampoco cree que el sexo comercial pueda considerarse un trabajo. Por el contrario, milita un feminismo abolicionista que entiende la prostitución como una expresión de la violencia contra las mujeres, absolutamente relacionada con la trata de personas con fines de explotación sexual. Milita para que otras no vivan lo que vivió.
Luego de meses de hacer base en Plaza Miserere se presentó a una oferta laboral como camarera. El aviso decía “Río Gallegos. Buen pago”. El señor que la entrevistó en un departamento sin muebles quiso saber si podía pagarse el viaje al sur. Sonia fue sincera: no tenía dinero para comprar un boleto de avión ni experiencia como moza, pero necesitaba el trabajo y se proponía aprender. Fue suficiente. De palabra arreglaron descontar el costo del pasaje con el sueldo.
A las cinco de la mañana del otro día Sonia subió por primera vez a un avión camino a Río Gallegos. Sintió susto las tres horas y pico de vuelo. Todo era nuevo. Al aterrizar la esperaba un remisero con un cartel con su nombre.
“Cuando estábamos llegando noté que era una zona de bares. Más tarde supe que lo llaman `las casitas de tolerancia´. Dos cuadras de prostíbulos pegados. Donde me dejaron a mí era el prostíbulo vip, porque era el único con todas chicas menores de edad. Éramos muy delgadas y nos vendían ropa de cuero y tacones de muy buena calidad. Obvio que nos descontaban. Igual que los artículos de limpieza y la comida”.
Cinco habitaciones alrededor del bar. Dos chicas por pieza. 24 horas de música fuerte y luces de colores.
“Entre nosotras no hablábamos. Teníamos mucho miedo. En la prostitución hay mucho silencio y soledad. Pasábamos la mayor parte del tiempo acostadas, por el cansancio físico y emocional. Salíamos a la calle cada 15 días a actualizar la libreta sanitaria, que en realidad era un tipo que cobraba y ponía un sello. Nunca nos revisaron ni nos hicieron estudios”.
Sonia quedó capturada un lunes en el prostíbulo de Río Gallegos. El viernes el lugar cerró al público. Había que cumplir con el “rito de bautismo”. Sonia era “carne nueva” para los “amigos de la casa”.
“Fue una violación masiva y a la vista. 25 varones de distintas edades. Todos pasaron por mí, más de una vez. Se arengaban. Le decían el `bautismo´, y a todas les habían hecho lo mismo. Quedé internada. En el hospital sabían de dónde me habían traído lastimada, sin embargo ninguna enfermera o enfermero, ningún doctor ni las personas que limpiaban me ayudaron. Porque era una puta y a nadie le importa una puta. A las dos semanas volvieron a buscarme y me llevaron de vuelta al prostíbulo”.
Desobediencia debida
Sonia no recuerda cómo escapó de la red de trata que la captó y trasladó engañada al sur. Vivencias bloqueadas, que asoman como flashes sueltos. No sabe si fueron años, meses, semanas. Las imágenes más claras la encuentran de nuevo en Buenos Aires, siendo prostituida en Flores.
“Pude decir basta después de una tremenda golpiza que me dio un torturador prostituyente una tarde en un albergue transitorio en Condarco y Bacacay. Me animé a decirle que no a una de las prácticas violentas sexuales que me pidió y el tipo empezó a pegarme, porque la puta debe obedecer y yo desobedecí. Me salvó el conserje. Vinieron de la comisaría 50, lo arreglaron con una coima y el tipo se volvió a la oficina. Yo, en cambio, volví al hotel donde estaba alquilando y entré en un shock emocional muy profundo. Hasta ese momento nunca había llorado. No tenía tiempo para llorar, tenía que ser fuerte, tenía que sobrevivir, porque cuando sos puta estás en riesgo todo el tiempo. Pero ese día me lloré la vida. No escapé y me quedé frente al espejo para ver lo que habían hecho de mí. Ahí comencé a decir basta”.
Tras ese desahogo inicial, metió en bolsas de consorcio los tacos, las pelucas, las botas altas, los shorts de cuero y las medias de red. La fachada mentirosa a disposición de las fantasías de los demás.
“Tenía que reconstruirme. El largo camino a casa, que no es la casa material sino aprender a habitar mi cuerpo. Es el ejercicio más largo que hice y el que todavía no terminé. Recuperar mi cuerpo, porque en la prostitución tu cuerpo es alquilado, es expropiado por el proxeneta. La puta no conoce su cuerpo. Yo tenía que conocer mi cuerpo, dejar de rechazarlo. Ni siquiera lo miraba cuando me duchaba. Ejercité recuperar mi cuerpo bajo largas y muchas duchas. Me obligué a mirarme. La primera vez que me vi desnuda no aguanté, me largué a llorar y salí rápido de la ducha a secarme. Insistí. Lo volví a hacer hasta tolerar mirar mi cuerpo, y aceptarlo para así aceptarme”.
Mirarse, reconocerse, aceptarse, permitirse avanzar cargando cicatrices de demasiadas heridas.
“Yo necesitaba aprender a acariciar, porque desde los 16 años que solo conocía manoseos. Entonces aprendí a acariciar acariciándome. También tuve que aprender a abrazar, porque a la puta nadie la abraza, solo hay violencia. Entonces aprendí a abrazar abrazándome. Fueron ejercicios maravillosos que me llevaron varios meses. Cuando aprendí a abrazar abrazándome y a acariciar acariciándome entendí que había empezado a quererme”.
Un segundo paso fue construir una voz propia. Voz potente y rebelde, desobediente como le gusta decir, y tomarla como herramienta de resistencia y de lucha. Con ese faro Sonia recorría librerías de la calle Corrientes y hojeaba decenas de libros a la salida de su turno en la fábrica de cucuruchos de helados donde finalmente consiguió trabajo.
“La próxima posta, en la que estoy hoy, es aprender a desear. Porque dentro de la prostitución no deseas nada, sobrevivís. Pero entendí que desear es estar viva, y yo estoy viva y aprendiendo a desear sin miedo. Desear amar, desear ser amada. Desear mientras trabajo los dolores y los miedos para poder ser libre”.
Sonia Sánchez saluda y se despide a la distancia con “abrazos fuertes y desobedientes”. Usa como guía una frase que la arropa: “Desobediencia, por tu culpa soy feliz”.
“Si no hubiera desobedecido a la sumisión que me habían inyectado dentro de la prostitución hubiera seguido siendo puta. Por eso para mí la desobediencia es fundamental. Me permitió mover del lugar de explotación donde estaba para cuestionar y exigir al Estado y a mis gobernantes una vida libre de violencias. Gracias a la desobediencia hoy ya no soy puta”.
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