A Rosario Oyhanarte le parece injusto cuando dicen sobre ella que no es la típica mujer de un polista. “Mujeres de polistas hay tantas como personas, ¡no a todas les gusta estar tomando mate en las caballerizas! –jura por Zoom desde Aspen–. Tengo amigas neumonólogas infantiles, abogadas, escribanas, artistas, iguales a todas, con la diferencia, es cierto, de que mi trabajo sí puede convivir con el polo y los viajes”. Rosario es escritora e influencer, y está casada desde diciembre de 2016 con Alejandro Novillo Astrada, heredero de la dinastía polera cordobesa de La Aguada, en donde juega con sus hermanos, Eduardo, Miguel e Ignacio.
En rigor, su trabajo no solo convive, sino que marida a la perfección con su vida junto al “Negro”. De hecho, su gran despegue en las redes –tiene más de 80 mil seguidores en su cuenta de Instagram, Rosie’s Tips, donde intercala fotos personales con reseñas de libros, arte, moda, recetas, viajes, consejos de belleza y hasta sentimentales– fue cuando contó su historia de amor con el padre de sus hijos Facundo (3) y Lorenzo (1). Una cosa llevó a la otra, y terminó por contar también –y por entregas, a la manera de los viejos folletines– las historias de sus seguidoras. En 2018 publicó Mi marido y su mujer, su primera novela, sobre la vida de un matrimonio anglomusulmán en Londres. El año pasado, Rosie’s Blossom, donde compila los mejores relatos para enamorarse que narró en Instagram. Y ahora, acaba de presentar su segunda novela, El libro más lindo del mundo (Random House), donde el tema otra vez es el amor romántico, aunque el mundo se empeñe en negar su vigencia.
Oyhanarte también nació en una familia tradicional, tiene siete hermanos, su abuelo fue ministro de la Corte Suprema, y aunque estudió Letras en la UCA muy incentivada por sus padres, fue “porque estaba bien tener un título por si en algún momento había que echar mano, no con la idea de que trabajara, sino más que nada por si al marido el día de mañana le iba mal”. Con 35 años, y cuando muchas mujeres más allá de su edad aseguran haberse librado de los históricos mandatos del matrimonio y la maternidad, Rosario confiesa que en su casa y en las de muchas chicas de su círculo “el mensaje era ese”, y que su padre incluso lloró y dejó de hablarle durante meses cuando le contó que había cortado con su primer novio, con el que supuestamente estaba destinada a casarse.
A su manera, ella rompió esas convenciones. Trabajó como periodista freelance en medios como La Nación, Perfil y Ohlalá! Y, aunque ni en sus tips ni en su última novela salga de ese esquema en donde el final feliz parece estar siempre al lado de un hombre y de la fórmula para conquistarlo, logra colar –como un caballo de Troya– ideas sobre micromachismos y autonomía femenina entre un público al que probablemente esas nociones jamás le llegarían. Entre paisajes fabulosos y una vida que transcurre entre su casa de Aspen, y sus lugares preferidos de Nueva York, Londres, Los Angeles, o Palm Beach, a donde también la lleva la temporada de polo, justo después del abierto de Palermo, leerla es también un refugio aspiracional en tiempos de pandemia y aislamiento.
–En el epígrafe de tu novela recordás que una vez leíste que en la vida tenemos tres amores. Uno para ilusionarnos y aprender a querer, uno para sufrir y aprender el dolor, y otro para curarnos las heridas y ser felices. ¿Dos desilusiones y un amor definitivo? ¿Es tan fácil –y tan convencional– la fórmula de la felicidad?
–Es una generalización que usé porque la librería neoyorquina en la que transcurre la historia se llama Three loves, y quise jugar con eso. Yo tuve muchos más que tres amores, tuve quichicientos, ¡que no me escucha mi marido! Pero me parece que a grandes rasgos, uno va haciendo un recorrido de maduración: empieza en un lugar más infantil, después se pone más intenso y tal vez hay más lágrimas y desilusiones, hasta llegar, con suerte, al lugar deseado. Igual, no me gusta transmitir que son los amores los que nos hacen felices; me parece que la felicidad viene de uno y si la salimos a buscar en el amor estamos un poco perdidos.
–En tu Instagram compartís tips a la manera de las viejas revistas femeninas. Incluso tenés una especie de consultorio sentimental. Eso, en las revistas, se hacía con seudónimo, pero vos das tu nombre, compartís fotos de tu familia. ¿No tiene un costo?
–Yo antes escribía para una revista de Moda y tenía un personaje ficticio desde el que hablaba de amor. Muchos sabían que era yo, pero no ponía mi cara. Como era un personaje, jugaba con eso y, cuando me convenía, decía: “No, pero si esto es ficción, a mí no me pasó”. Acá perdí eso de la noche a la mañana. Yo empecé mi blog, y una amiga me dijo, tal cual, que me lo planteara como si fueran secciones de una revista, para ordenarme. Y cuando conté la historia de cómo lo conocí al Negro –que acá su patrona no nos deja decirle Negro por #BlackLivesMatter, así que le decimos Alejandro, porque es bravo el tema– no tenía muchos seguidores, pensé que me iban a leer mi mamá, mi tía, las que comentaban siempre… Pero yo estaba acá, en Aspen, y mis amigas me llaman diciéndome: “¿Vos sos consciente de que en el bondi tenía una mina al lado leyendo tu historia y viendo tu foto con el Negro?” ¡Como que se me fue de las manos! En ese momento de vértigo, muchos me preguntaron si no me daba cosa. Pero la verdad es que no, porque la gente que más me quería y que más me importa ya conocía la historia y el permiso de Alejandro lo tenía. Desde que empecé a darle consejos a las lectoras, siempre aclaré que no soy psicóloga, y que mi mirada es la que podría dar una amiga, o alguien que ve tu situación desde afuera: esto es solo intuición.
–La interacción te permite un feedback que por ahí no tienen los escritores tradicionales.
–Exacto. El hecho de que yo les hable con mi cara y mi historia, y no desde un seudónimo, las hace abrirse más conmigo. Creo que valoran que yo también les cuente mis éxitos y mis fracasos, eso les genera más empatía. La que les habla es una persona de carne y hueso, y no la Dra. Corazón. A veces en casa me reclaman: “Son las 11 de la noche y estás contestando mensajes de gente que no conocés”. Pero hay mujeres que me abren su corazón, no les puedo poner un emoji y desearles suerte. Es una responsabilidad, y a la vez me da mucho material.
–¿Qué tiene de distinto pasar a contar tus historias en papel? Me divirtió leer en tu novela una discusión de los protagonistas sobre Rupi Kaur, el mayor exponente de lo que se conoce como “poesía de remera”, que tiene que ver un poco con lo que vos hacés, porque te hiciste conocida como Instagrammer.
–Es loco, porque en Instagram te acostumbrás a la inmediatez y al contacto permanente. La escritura de una novela, en cambio, es un proceso muy solitario. Hago un trabajo para sacarme la voz de la influencer, no porque la literatura tenga que ser formal, pero hay algo coloquial de las redes que intento no traspasar al papel. Lo de Rupi Kaur fue un poco inconsciente, pero me parece valioso todo lo que acerque a los lectores a la palabra. Sé que las historias que subo por capítulos en Instagram no son de una gran calidad literaria; a veces me limito a editar la voz de los personajes reales porque mis lectores piden el relato en primera persona, verles la cara. Pero muchísimas personas me escriben diciéndome que habían abandonado la lectura y ahora, todas las noches, antes de irse a dormir, leen tres capítulos y los comentan y se quedan esperando el siguiente como con una serie Netflix. Ese juego folletinesco me parece que está bueno.
–Contaste que para conquistar a tu marido, lo incluiste en una nota de la revista en la que trabajabas como uno de los solteros codiciados del momento.
–¿Sabes por qué fue eso? Porque mamá siempre me dio un consejo, que es que, al hombre, hay que hacerle creer que fue su idea. O sea, manipular un poquito, que piense que fue su idea, sin saber que la idea se la pusieron. Y yo con él dije, “este tipo se va a enamorar de mí, pero todavía no lo sabe”. Y pensé, ¿cómo puedo hacer para ponerme al frente sin que sea de una manera burda? Y buscando una excusa, me topé con una nota de la Vanity de España que mostraba solteros no tan famosos. Ese fue mi pie para cruzarlo en vivo y poder presentarme como “la periodista”, y no con un “Hola, me llamo Rosario”. Porque eso era lo mismo que seguro hacían todas.
–¿Dónde lo habías visto por primera vez antes de planear tu estrategia?
–Fue en Tequila, en 2011. Yo estaba de novia y él me vino a hablar, así que le dije: “Chau, andate”. Pero él para nada flasheó amor, estaba re borracho, ni se acuerda. Sé que suena lo más cliché del planeta, pero lo vi y dije: “Con ese tipo me voy a casar”. Y mirá que yo había salido con toda la Argentina, eh, pero a él lo vi y fue diferente. Yo estaba con una amiga, y me dice: “Ah, lo conozco. Es Alejandro Novillo Astrada”. Y mi primera reacción fue “Ay, ¡qué fiaca! Con ese nombre se debe creer mil. Debe ser polista y le deben gustar todas”. Así que seguí de novia y me lo saqué de la cabeza.
–Parece que no tanto.
–Jaja, no. Porque unos meses después, en abril de 2012, lo volví a ver en el cumpleaños de mi hermano, en un bar. Yo seguía de novia, pero tenía una amiga que recién había cortado, entonces pasaban tipos por la pista y yo los agarraba y se los presentaba: “Ay, mira qué amor, esta es mi amiga, invitala a salir…”. De pronto, agarró a uno, y veo que era él. Y dije, no, a este lo devuelvo con el resto, ¡no se lo iba presentar! Y voy corriendo y le digo a mi hermana: “Está el amor de mi vida en esta fiesta”. Y ella: “Quiero creer que el amor de tu vida es tu novio que está parado ahí”. Y yo: “No, no, yo con ese tipo no voy ni a la esquina, vas a ver que me quedan minutos de vida con él. El amor de mi vida es ese otro”. Y a la semana corté con el novio ese.
–En tu última novela, la protagonista también tiene un novio con el que parece cómoda, pero lo deja por un amor platónico.
–Sí, en eso las historias se parecen. Hay una frase de Amelie Nothomb que yo rescato en el libro que dice que todo lo que amamos se convierte en ficción. Le debe pasar a todos los escritores eso de estar en busca de la trama ideal: nos enamoramos un poco de la historia. Pensá que esa fiesta fue en abril y la nota que le hice al Negro fue recién en septiembre. Mi jefe de ese entonces me decía “lo vi en tal boliche”, entonces yo iba al otro día al boliche, ¡y no me lo cruzaba! Y ahí fue que hicimos lo de la nota para tener el pie de hablarle. Y en diciembre, me llama y me dice: “Hoy es la final del Abierto, andá que va a estar”. Y yo le digo: “Hacen 40 grados a la sombra, no hay forma de que vaya a Palermo”. Y él: “Me tenés harto, no parás de hablar del flaco, te lo querés cruzar, le hacés notas... ¡si no venís hoy, no te permito que me lo nombres más en tu vida!”. Así que llevé arrastrado a mi séquito de amigas, y fue medio un papelón, porque caímos vestidas cero dress code, nada que ver con el polo, donde la gente se viste muy tranqui: yo fui con lentejuelas, escote, tacos de 15 centímetros, toda pintarrajeada…
–Bueno, a veces cuando uno no está muy preparado, las cosas suceden.
–Jajaja, lo que pasa es que yo me preparé, ¡pero mal! Y fui a saludarlo y no tuve mucho timing, porque él estaba con 20 amigos, en su mundo. Y encima me enteré que estaba saliendo con otra. El punto es que entre que lo vi en diciembre de 2011 hasta que empezamos a salir, pasó más de un año y medio, porque nuestra primera salida fue en septiembre de 2013. Tal vez enamorarme de toda la trama fue lo que me hizo tolerar todos los obstáculos. Saber que eran parte del plot twist, como dicen en inglés, y que si quería que el cuento fuera bueno, tenía que haber sí o sí momentos desafiantes. Si la historia es: “Nos conocimos, nos enamoramos, nos casamos”, no es una historia. Ya lo dijo Denis de Rougemont, el amor feliz no tiene historia.
–Te definís como alguien que rompió mandatos porque fuiste vos la que dio el primer paso para estar con tu marido, porque saliste con muchos antes de casarte, pero la idea misma de que, más allá de los obstáculos, el fin último sea el matrimonio, ¿no habla de un círculo que quedó un poco al margen de la deconstrucción que atraviesa el mundo?
–Sí, es verdad que el polo es muy tradicional todavía en un montón de aspectos, pero mi marido nunca lo fue tanto. Cuando lo conocí, él era un soltero de treinta y pico, que en el polo no es muy normal, porque en general se casan todos jóvenes, tal vez porque viajan mucho desde muy chicos. Es un ambiente en el que todavía se le da mucho valor a la familia tal como se entendía antes. Y el Negro también en eso era más abierto, siempre me dijo que no tenía ningún apuro en casarse, que él iba feliz por la vida solo con su trabajo. Lo tenía muy claro y creo que eso fue lo que hizo que no se espantara cuando se encontró con una mina como yo, con casi 30, que tampoco estaba casada, había viajado y salido con gente, y le importaba más seguir estudiando que subirse a un caballo.
–Pero, de nuevo, el hecho de que salieras de lo convencional por no estar casada a los 30 o porque te importa tu carrera, muestra que en esa clase acomodada, muchas de las conquistas de género que se dan por hechas, todavía están lejos. En ese sentido, mostrarlo era valioso y, a la vez, algunos podrían pensar, ¿por qué cuenta los problemas de estas chicas ricas?
–Bueno, cuando escribo no pienso en cómo lo va a recibir la gente, porque eso me quitaría libertad. Además, cada uno se ocupa de los temas que tiene cerca y sobre los que cree que puede aportar algo. Y a mí este tema siempre me conmovió. Siempre me rodearon mujeres cuya soledad un poco les pesaba. Incluso hoy, cuando se cree que se avanzó un montón, me pasa con mis lectoras, que tienen 29 años y están solteras y les pesa. Quiero seguir haciendo mi aporte en decirles que su valor como personas no depende de su estado civil, que es falso que si no estás en pareja no podés ser feliz o tenés algún problema, romper con eso de qué le pasará que tiene 38 y no se casó…
–Es interesante porque le hablás a un público particular que, como decís, también sufre mucho la soledad y las violencias, y al que quizá no le llega tan fácilmente (y es hasta olvidado por) el feminismo.
–Totalmente. Hablamos mucho de esto con Caro Santamarina, una amiga que fue conmigo al colegio –fue al Holly Cross de San Isidro– y hoy es abogada de la Casa del Encuentro (la asociación civil contra la violencia machista). Con ella hicimos un podcast donde hablamos del tema y es también la que le dice a todo nuestro grupo: “Ojo, porque violencia no es solo el tipo que te tira por la escalera y te faja, eso es la punta del iceberg; abajo está el chiste, invalidar que puedas laburar si es lo que querés…” Gracias a ella, a mí se me abrió la cabeza, y aunque no lo hago desde el lugar de militancia de ella, trato de llevarlo a un mensaje acorde a mis lectoras y a esa parte de la sociedad a la que le hablo. Porque incluso lo que pasa a veces es que ella en nuestro grupo se encuentra con resistencia, porque de repente dice: “Chicas, ¿cómo que no van a la marcha?” Y a algunas eso les choca o no se ven ahí, pero no por eso hay que dejarlas afuera.
–Al leer tu novela, pensé en Jane Austen, a quien vos terminás por citar. Hay algo que subyace en la cuestión que abordás y en el interés que suscita: dos siglos después de Orgullo y Prejuicio, la revolución feminista no corrió en algunas capas sociales la idea de que la realización es a través del matrimonio; el tema sigue siendo la búsqueda de una pareja o su ausencia, algo que también está muy presente en tu Instagram.
–Es fuerte: Jane Austen tuvo la valentía de plantearlo en 1800 y de hacer una carrera como escritora, sin embargo, aún hoy muchas mujeres no hacen ese recorrido. Y la protagonista de mi novela, de a ratos, se quiere plantar en otro lugar, sobre todo en las discusiones con su novio, que es el personaje más machista de la historia, cuando le dice que su trabajo es importante aunque él lo vea como un juego. Uno ve que intenta despegarse de eso, pero sin dudas sigue acechada por estos mandatos, que admito que, con todo el amor que les tengo a mis padres, me transmitieron también a mí. En ciertas clases, para las mujeres estudiar está bien, pero trabajar es lo de menos, algo que cuando te cases y tengas hijos “se te va a pasar”.
–¿Cómo sobrellevaron a la distancia, y en medio de este contexto, el dolor por el accidente en el que murió Justo, el sobrino de Alejandro, de 22 años?
–La distancia lo hizo durísimo. Creo mucho en el valor de los rituales para despedirnos y ese también es un tema de mis libros, qué pasa cuándo no podemos hacer esos cierres. Es muy difícil no poder despedir a alguien que querías, y en este contexto fue peor. En otro momento, mi marido se hubiera tomado un avión para estar con su hermano (Eduardo) y su familia en Argentina, pero, si iba, no podía volver a salir, y tenía que estar acá por trabajo. Cuando nos enteramos de lo de mi sobrino Justo, su mellizo, Cruz, estaba en Inglaterra, y el Negro volcó todas las energías en subir a ese chico a un avión y hacerlo llegar al entierro del mellizo. Y gracias a Dios lo logró. Yo creo que le tiraron una ayuda del cielo para que llegara a tiempo, porque después él organizó una despedida hermosísima, con una cabalgata en el campo de la familia de la madre, donde estaba la laguna a la que iba a pescar, que era su lugar en el mundo. Había desde amigos, familiares, personas del pueblo, todos a caballo: fue como una fiesta para Justo, que disfrutó tanto de la vida. Haber tenido que verlo por WhatsApp fue un bajón, pero es nuestra realidad, que tiene cosas maravillosas y cosas durísimas. Alejandro ya lo había vivido cuando se murió Javier (su hermano, víctima de un tumor cerebral, en 2014); estaba volviendo de Inglaterra porque le avisaron que le quedaban días, y Javo murió mientras él volaba. Se enteró cuando prendió el teléfono y le entraron todos los mensajes de condolencias. Cuando cuento nuestra historia, parte de eso también es lo difícil que fue para mí acompañarlo, porque recién habíamos empezado a salir y él estaba con todo su dolor magnificado por la muerte de su hermano, y yo no sabía cómo llegarle.
–Bueno, vos hablás de eso en tus posteos. De la importancia de aprender a hablar el idioma del otro, de decodificarlo.
–Eso para mí es clave en las relaciones y te miento si te digo que ya lo tengo resuelto con el Negro, al día de hoy nos trae problemas. Ayer salimos a comer y nuestro tema de conversación fue ese: que hablamos idiomas muy distintos. El me decía, “no pretendas que exprese lo orgulloso y contento que estoy por vos con brillantina o papel picado, porque no es mi forma de celebrar”. Y yo también le digo cómo me cuesta que no se abra conmigo con el dolor que está viviendo.
–Hay un planteo que recorre toda tu novela que es “¿qué hubiera pasado si...?”. Esta idea de la posibilidad de vivir otras vidas que abreva en autores como Ian McEwan o Paul Auster, a quienes vos citás. En tu vida, te preguntás “¿qué hubiera pasado si…?”
–Bueno, yo a los 23 años corté con un novio que era como el candidato ideal, y me atormentó muchos años esa pregunta, porque después vinieron años de soltería, de no dar con el indicado, de engancharme con el malo que me metía los cuernos. Separarme había sido un acto de valentía, porque toda la sociedad en la que vivía me quitó el saludo, mi viejo no me habló por seis meses, me tuve que ir de viaje. Y a Alejandro lo conocí recién a los 28. Hoy con el diario del lunes me río, digo, era una pendeja, pero en su momento, cuando tenés 26 y todas tus amigas están casadas y, de nuevo, la soltería de las mujeres sigue siendo un tema en el siglo XXI en muchos círculos, fue duro. Con menos de 28 años, me replanteaba qué fácil hubiera sido si me enamoraba de ese pibe y me casaba… Ya me había pasado con mi carrera. Yo dejé Derecho, que es la carrera familiar, y me fui a Letras para seguir mi deseo. En medio de todo ese drama, fui a hablar con papá, llorando, y le pregunté: “¿Por qué no me bancaste cuando corté como cuando dejé Derecho? ¿Por qué no me diste esa misma libertad?” Y él, desde su lugar, y con mucho amor, me dijo algo que tal vez suene mal: “Como padre, sé que en lo económico el día de mañana te puedo ayudar, pero si no elegís una buena persona a tu lado, voy a quedar desdibujado. Esta libertad que me pedís, me cuesta más”. Eso que parece de otro tiempo no me lo contó nadie, me pasó a mí. Hoy sé que fue bueno haberme animado, y ya no me atormenta, porque me casé con la persona que de verdad quería con todas mis entrañas.
SEGUIR LEYENDO: