Las universidades fueron de las escasas instituciones que se opusieron desde el principio al golpe que puso en la Casa Rosada a Juan Carlos Onganía. Ya la noche del martes 28 de junio de 1966 el rector de la UBA, Hilario Fernández Long, llamó a los docentes, alumnos y graduados a defender a las autoridades que habían elegido y a “mantener vivo el espíritu que haga posible el restablecimiento de la democracia”. Fernández Long era un ingeniero dedicado a puentes y estructuras, de Necochea, demócrata cristiano, no representaba para nada la idea de los “demonios rojos” que poblaban las aulas y las conducciones académicas que la nueva dictadura quería pintar.
Sin embargo, no era solo la paranoia de los complotados para derrocar a Arturo Illia. La llamada doctrina de la seguridad nacional impartida en la Escuela de las Américas hizo que en 1965 no solo las tropas de Estados Unidos acrecentaran su presencia en Vietnam y comenzara una guerra feroz que duró una década sino que a principios de ese 1965 se produjo la invasión a Santo Domingo precisamente del cuerpo de Marines para desalojar al presidente de ese país. Fue el 28 de abril y en la UBA la repercusión del conflicto fue inmediata. Dos días después, el Consejo Superior había emitido una declaración repudiando la invasión. Pedían a Illia que asumiera una posición contundente en defensa del principio de autodeterminación de los pueblos.
Los claustros se plegaron de forma masiva. El 5 de mayo se registraron fuertes enfrentamientos entre los estudiantes porteños y la policía porque la guardia de infantería y la caballería dispersaron una gran manifestación en la explanada del Congreso. El olor a gases lacrimógenos y las corridas se extendieron.
Y un dato clave de por qué la intervención de la UBA comenzaría un 28 de julio de 1966 en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales: aquel 5 de mayo, el decano de Exactas, Rolando García, hablaba en una asamblea intercentros auspiciada por la Federación Universitaria Argentina. Todos repudiaban “la intervención yanqui”. La decisión de invadir había sido tomada en la Casa Blanca: Lyndon Johnson, el presidente que temía que Santo Domingo se convirtiera en “la segunda Cuba”.
Los jefes militares argentinos ya ponían al radical Arturo Illia en la mira. La necesidad de estar alineados con Washington en una ola belicista ponía el tema del golpe de Estado en la agenda.
El golpe de Onganía
El 28 de junio, el general Pascual Pistarini echa al presidente Illia. Al día siguiente asume Juan Carlos Onganía. Con la firma del Consejo Superior de la UBA, de inmediato salió una declaración escrita exhortando a los claustros universitarios a continuar defendiendo la Autonomía Universitaria.
El detalle era significativo: esa autonomía era un logro acontecido en 1918, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen y ahora Onganía desalojaba a un gobierno radical. Si bien, el dictador decía que quería “barrer el marxismo leninismo de las aulas”, la realidad es que prohibiría agrupaciones radicales, humanistas cristianas, socialistas y de todas las variantes de la izquierda.
Las facultades quedaron en tensión, esperando la reacción del gobierno militar: era evidente que iban a hacer algo. Un mes después, el viernes 29 de julio, Onganía promulgó un decreto –con fuerza de ley-, el 16.192, que debía “poner fin a la autonomía universitaria” y, aunque no mencionaba la palabra intervención, dispuso algo que podría considerarse insólito si no fuera por lo perverso: las universidades pasaban a depender del Ministerio del Interior, en cuya órbita estaban las fuerzas de seguridad, en vez de la cartera de Educación.
La Noche de los Bastones Largos
A las diez de la noche de ese frío viernes 29, la Manzana de las Luces, en pleno centro porteño, donde 161 años antes se habían desarrollado acciones de resistencia a las tropas inglesas, la guardia de infantería de la Policía Federal entraba pertrechada para reprimir.
Allí, en Perú 272, funcionaba una de las dos sedes de Ciencias Exactas. Rolando García, el mismo decano que había tomado la palabra un año antes para repudiar la invasión a Santo Domingo, se les plantó a los fornidos policías. García fue herido en una mano, y hubo varios científicos más; Oscar Varsavsky y Manuel Sadosky, entre otros doscientos estudiantes y profesores, fueron sacados con las manos arriba y trasladados a las comisarías de la zona.
Fue la “noche de los bastones largos”, llamada así por el tamaño de los palos que portaban los uniformados para dar el primer paso del disciplinamiento académico, la libertad de cátedra, la de expresión y poner fin a la autonomía universitaria.
Mientras tanto, a la misma hora, en la facultad de Filosofía y Letras, en la avenida Independencia, la guardia de infantería también amenazaba con actuar. Los estudiantes, en el hall, en plena agitación, decidieron resistir. De pronto, la puerta de la facultad cedió a los golpes y entró un contingente policial. También repartieron mandobles. Uno de los que estaba esa noche de viernes en la sede de Filosofía y Letras era Horacio González, que recibió un tremendo golpe en la cabeza y cayó desplomado al lado de sus compañeros. Cuando salió del shock, minutos después, lo llevaron fuera de la facultad y zafó de ir preso.
En los días siguientes, alrededor de la mitad de los docentes de la Universidad de Buenos Aires presentó su renuncia como protesta ante la intervención y la violencia. Eran miles de profesores. Desde el Ministerio del Interior la decisión fue cerrar las facultades.
El nuevo rector-interventor nombrado por los militares era Luis Botet, un abogado amigo del almirante Isaac Rojas que solía presentarse como “el juez de la Revolución Libertadora”.
Comenzaba una sangría para el desarrollo soberano de la ciencia y la tecnología argentinas. Los institutos de investigación de la Facultad de Ciencias Exactas eran desmantelados. Desde laboratorios de ciencia básica hasta aquellos que tenían convenios con gobernaciones o instituciones de todo tipo: uno que trabajaba sobre el control de granizo y la producción de lluvia artificial en Mendoza, otro de ecología del Chaco, otro de industrialización de la pesca atlántica y también los que hacían programas de cálculo para YPF, Gas del Estado y de Agua y Energía.
La UBA no fue excepción. Todas las universidades públicas vivían un escenario semejante.
Onganía, con su premisa de orden, logró en poco tiempo ganarse el mal humor de los sectores medios que, en principio, lo miraban con alguna expectativa.
Roederer, un científico práctico
Juan Roederer, nacido en Trieste, Italia, el 2 de setiembre de 1929, pasó su infancia en Viena y luego emigró con sus padres a Argentina en 1939. A los 33 años recibía su título de doctor en Física y Matemáticas en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Fue invitado dos años al prestigioso Instituto Max Planck de Física de Alemania y, a su regreso, en 1956, fue uno de los artífices de la creación del Departamento de Física. Como director del Centro Nacional de Radiación Cósmica, organizó un simposio en Buenos Aires con los más prominentes geofísicos del mundo.
Hoy, a sus 91 años conserva una lucidez asombrosa y desde la ciudad norteamericana de Boulder, Colorado, participó de un encuentro virtual propiciado por la revista La Ménsula -del Programa de Historia de Exactas-, en el que recordó lo acontecido después de la Noche de los Bastones Largos.
Después de la noche de los bastones largos, Roederer viajó a Estados Unidos y tomó contacto con la comunidad científica y dio entrevistas en medios de ese país. “Regresé el 11 de septiembre -cuenta Roederer-, y me encontré con una situación gravemente empeorada. Las autoridades académicas de todas las universidades nacionales habían sido reemplazadas por individuos incompetentes, algunos siendo aún estudiantes, nombrados exclusivamente por su afiliación política. Todos los intentos de académicos moderados de persuadir al gobierno dictatorial de dar marcha atrás en algunos aspectos habían fracasado y, en Buenos Aires, el Rector-Interventor Botet continuaba con sus declaraciones mentirosas y calumniosas contra los académicos”.
“Lo único positivo que logró junto a otros científicos y académicos fue poner en marcha de la Operación Rescate, una migración organizada de renunciantes a otros países Latinoamericanos, coordinada por (el ex decano de Exactas) Rolando García y financiada por la Fundación Ford de Estados Unidos”, recuerda Roederer.
Apenas diez días después de su regreso a Buenos Aires, renunció al cargo que le quedaba en Exactas. En sus palabras dejó entrever que dentro de las Fuerzas Armadas debía haber alguna “esperanza”. Al día siguiente The Buenos Aires Herald se hizo eco de eso. Se replicó en La Nación, La Razón y Primera Plana, entre otras.
Roederer había trabajado con altos oficiales de la Fuerza Aérea en planes de investigación de cohetes sonda, que sirven para estudiar la atmósfera superior, y en los que la Argentina tenía un sólido desarrollo en el que cooperaban la Fuerza Aérea, la Armada y distintos institutos científicos.
Junto con el también físico Juan José Giambiagi, Roederer participó de una reunión reservada llevada a cabo cuatro días después de su llegada a Buenos Aires. Allí estuvieron varios militares, como el capitán de Navío Fernando Meliá y con el comodoro Bosch, cuyo hermano Horacio concurría por parte de la Comisión Nacional de Energía Atómica entre otros. El encuentro fue en la sede del Instituto de Investigaciones Científicas y Técnicas de las Fuerzas Armadas (CITEFA). “Sin embargo no se llegó a ninguna conclusión”, recuerda el científico que vive en Colorado.
Cinco días después, Roederer habló con H. J. Maidenberg, corresponsal de The New York Times para América del Sur y con Frank Manitzas, que entonces trabajaba para Associated Press. Ambos periodistas de prestigio. Pero, además, para Onganía, que pretendía estar alineado con la doctrina surgida del Pentágono, eso era el presagio de una mala noticia.
En efecto, el 23 de septiembre The New York Times publicó esa reunión “reservada” de Giambiagi y Roederer pegó en la línea de flotación del gobierno. El ministro del Interior, Enrique Martínez Paz, habló de “traición”. Al capitán de Navío Fernando Meliá le impusieron desmentir el encuentro con una nota que la dictadura se ocupó de que fuera publicada en todos los diarios el 1° de octubre.
“Giambiagi y yo nos reunimos inmediatamente para escribir una contestación refutando sus términos en forma enérgica. Giambiagi escribió el borrador de la carta, no obstante, convenimos en que la firmaría exclusivamente yo, por ser el único mencionado en la declaración pública de Meliá. Es importante notar que del texto de esa carta se desprende en forma condensada lo que ocurrió en esa reunión del 15 de septiembre. Envié copias de mi carta a los diarios más importantes, pero ninguno la publicó: la cortina de la censura de prensa había caído en forma definitiva”, recuerda Roederer 55 años después en el encuentro con otros colegas coordinado por Raúl Carnota, alma mater de La Ménsula.
Eso sí, el silencio se rompió en Primera Plana para publicar que el titular del Conicet, el premio Nobel Bernardo Houssay, había aceptado la renuncia de Roederer a sus funciones académicas.
“Epílogo -dice Roederer-: la decisión de emigrar a los Estados Unidos para aceptar el cargo de profesor titular de Física con dedicación exclusiva en la Universidad de Denver fue tomada a fines de noviembre de 1966. Gracias a la gestión de Carlos Alberto Mallmann de la Fundación Bariloche y de Enrique Oteiza de la Fundación Di Tella, recibí un subsidio equivalente a mi sueldo académico que permitió a mi familia sobrevivir hasta nuestra partida en marzo de 1967″.
Un segundo epílogo
Es necesario aclarar que este científico es una muestra de lo que comúnmente se llama “fuga de cerebros”. En realidad no fugaron los científicos: los echaron. Roederer intentó el diálogo con jefes militares a los cuales sancionaron.
Pudo regresar varias veces a la Argentina, por temas personales y profesionales dado que desarrolló una gran labor en ese país: fue director del Instituto de Geofísica de la Universidad de Alaska y miembro (luego presidente) del Comité Asesor en el Laboratorio Nacional de Los Álamos. Sin embargo, en la siguiente dictadura, inaugurada por Jorge Rafael Videla, Roederer tuvo prohibido por el FBI visitar Argentina.
El motivo, según el científico: “mi nombre seguía figurando en una lista negra (más bien ‘roja’) del SIDE”.
“En resumen -dice-, es obvio que la Operación Esperanza fracasó. Más aún, estaba condenada a fracasar desde un principio. Pero no para mí personalmente: las lecciones aprendidas en ese entonces a los 36 años de edad me sirvieron de guía para el futuro. Hasta el día de hoy, a los 90”.
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