“La idea de la muerte me persigue desde siempre, siempre le tuve miedo”, me dijo Chano Moreno Charpentier hace seis años. Habían pasado veinte días desde el accidente en que, tras perder el control de su camioneta, fue brutalmente golpeado por una patota en las inmediaciones de la cancha de River. Aquella vez fueron ocho puntos en la boca, otros tantos sobre el párpado izquierdo, y tres costillas fisuradas, pero sentía que la había sacado barata. Todavía estaba dolorido y asustado, decía que había tomado conciencia de un montón de cosas: “Quizá no me cuidé lo suficiente”.
Le pregunté por qué alguien que entonces solo tenía 33 años tenía miedo de morirse, si creía que iba a terminar mal por las drogas, si era por aquello de la maldición de los músicos. Hablaba pausado, con la convicción de los que hace tiempo le dan vueltas a los temas, llevaba una década de terapia y mil intentos. Quería que ese fuera el definitivo. “Cuando era más chico soñaba con tener el trabajo que tengo ahora. Y no me importaba el costo –admitió–. Quería ser un ídolo, estar en las remeras como estoy ahora. Y ahora no es que reniegue. Pero si para dejar una huella en la historia de la música hay que morir joven, la verdad es que yo renuncio. Yo quiero ir a tomar un café. Me gustaría seguir haciendo música y vivir una vida tranquila”.
No era la primera vez que hacía pública su lucha contra las adicciones. En 2006 había sentido la necesidad de estar limpio y se internó en una clínica de rehabilitación por decisión propia: “Hasta entonces pensaba que la solución estaba afuera: cambiaba de novia, de trabajo, de barrio… Pero seguía con los mismos problemas, porque el que no cambiaba era yo”.
Me dijo que la primera vez que consumió cocaína tenía 18 años, que había vivido toda la vida de noche: “Hasta los 24, que fue un período de tocar mucho el fondo, muchas veces. Perdía trabajos, no podía sostener nada en el tiempo; era incapaz de valerme por mí mismo”. Por eso había decidido internarse; se había dado cuenta de que “había construido vínculos de mierda, con gente ensimismada que solo pensaba en su próxima dosis”, y de que él también era así, por eso se sentía parte. “De la gente que querés, cuando estás así te tenés que alejar”, dijo también, y me contó que el tratamiento para salir era durísimo, pero peor era estar encadenado a una adicción: “Uno no es una persona libre que toma lo que quiere: es una persona no solo gobernada por las drogas, sino por cualquier deseo inmediato. Es un esclavo”.
Me contó que sabía que, cuando se descuidaba, su personalidad era adictiva en todos los sentidos. Pero que, al mismo tiempo, cuando estaba atento a su cabeza y a su espíritu, detectaba perfectamente cuando estaba enfocado y comprometido con su vida. “Acá no hay punto medio –sentenció–, o uno está comprometido con su vida o lo está con su muerte. El de las adicciones es un camino que termina con la muerte, internado o en cana. Y yo sé que es algo que voy a tener que atender diariamente: un diabético no se plantea si se pone una inyección, ni duda si está enfermo. Y yo soy un adicto. Tengo una enfermedad crónica que tengo que atender”.
¿Era demasiado pedirle que peleara tanto para salir mientras vivía de un oficio como el rock, siempre asociado a los excesos? “Tal vez era así cuando el grupo era más under y teníamos más contacto con otros músicos, tocábamos donde podíamos y como podíamos –recordó–. Pero hoy los shows los arman los mismo que hacen Holiday On Ice, es un entorno sano”. ¿Qué lo hacía recaer entonces? “Uno tropieza de golpe con las recaídas. Empieza a tener actitudes que no le son funcionales, como mentir –me explicó–. Muchas veces pensás que mentir es el camino más fácil, pero ser honesto es mucho más negocio. Es muy difícil mentir y recordar todas las cosas que uno dice. Uno empieza a no ponerse en los zapatos del otro. Yo creo que para mí son más peligrosas la autocompasión y la victimización. Cuando te ponés en el lugar de decir ‘uy, pobre de mí, lo que me pasó…’, es como si tuvieras todos los derechos. Te habilitás, ¿entendés? Bueno, ahí estás al horno. Porque tenés una cuestionable razón para hacerlo. Por eso no me enfoco en tener razón. Porque muchas veces, con toda la razón, uno sale perdiendo”.
Sentía que había perdido relaciones. De nuevo me explicó, aunque no era necesario haber tropezado con las mismas cosas para para hacer aquello de ponerse en sus zapatos. ¿Quién no sintió que tocaba fondo alguna vez? “Uno tiende a aislarse, a volverse egoísta, por una condición que es hasta física. El no tener control de hasta dónde uno le va a permitir al cuerpo y a la cabeza que demanden lo que sea y a la hora que sea. Porque la parte mental de la enfermedad es la obsesión, uno se obsesiona con un pensamiento y no puede soltarlo. La parte física es la compulsión: se sabe que el cerebro de un adicto es diferente del de una persona que no lo es. Y la parte espiritual es el egocentrismo. Hay que mirar las tres áreas. Para salir de los circuitos obsesivos está bueno poder dar, tomar conciencia del otro. Una obsesión es como un egoísmo muy grande, como el de un niño. Creo que hablar ayuda. De ahí viene la palabra adicción, de lo no dicho. A mi me gusta mucho una frase de Eduardo Galeano que habla de que el dolor se dice callando. Pero en este caso, no funciona. Al dolor hay que compartirlo”.
¿Por eso se había decidido a hablar, para sanarse? No. Había algo más: contaba lo que le pasaba justamente porque quería salir del círculo del egoísmo, quería ayudar a otros. “Hablo porque estuve muchos años limpio y sé que, más allá de mis recaídas, puedo dar un mensaje: yo sé que la vida es mucho mejor sin drogas. Cuando estoy limpio, mi vida es una colección de éxitos. Cada día sin consumir son cien mil problemas menos, doscientas mil mentiras menos. Y yo no quiero tener que engañar a los que me quieren”.
Me dijo que sentía que su mamá, Marina Charpentier, su marido Oscar, y su hermana, Samantha eran las personas que estaban siempre, los que lo sostenían incondicionalmente. También sus ex compañeros de Tan Biónica, entre ellos, su hermano Bambi (“Aunque los siento a todos como mis hermanos, porque nos conocemos desde el colegio”). “Si uno repite los mismos patrones de conducta esperando resultados diferentes, está loco. Mi mejor aporte para mi mamá y mi familia es poder admitir lo que me pasa y hacer lo mejor que pueda por mí. Desde lo que soy, desde lo que puedo hacer, no desde la culpa. Yo creo que me voy a poner de pie, porque ya lo hice muchas veces. Es un poco la historia de mi vida”.
Entonces me confió que tenía ganas de sentar cabeza, formar una familia, llevar una vida más tranquila. Quería, antes de que le llegara el momento de ser padre, “tener algunas cosas más claras, algunos problemas más resueltos”. Una vez más sentía que había tocado fondo y necesitaba recuperar su vida, su música, todo lo que le hacía bien. Y, de cualquier manera, creía que tenía que ser agradecido –”con Dios, con el Universo”–, por estar vivo, por contar con sus facultades mentales para empezar de nuevo, para hacerse preguntas, para replantearse las cosas y pensar qué podía sacar de ese nuevo golpe. “Este tipo de situaciones adrenalínicas nunca me fueron ajenas, pero uno se va poniendo más grande y empieza a querer otras cosas para su vida”, me dijo.
“¿Qué querés para tu vida, Chano?”, le pregunté finalmente, y hoy espero como nunca que cuando salga de esta se le de: “Seguir haciendo música y que mi música deje algún mensaje que le sirva a alguien. Después… quisiera ser feliz. Poder tomar contacto con el inmenso valor que tiene la vida. Quiero tomarme las cosas más tranquilo. Que la alegría sea alegría y no euforia. Que la tristeza sea tristeza y no depresión. A veces me pasa que estoy pasando por un buen momento, y sospecho del destino mismo. ¿Viste que a veces uno dice que tal relación fue un aprendizaje? Bueno, yo quiero una novia. No quiero aprender más”.
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