Paracas, en quechua, significa “lluvia de arena”. En la bahía que lleva su nombre, a 250 kilómetros al sur de Lima, el 8 de septiembre de 1820 José de San Martín desembarcaba con su ejército libertador. Había partido al atardecer del domingo 20 de agosto de Valparaíso. “Tres barquichuelos dieron a los reyes de España la posesión del Nuevo Mundo, esos cuatro van a quitársela”, murmuró Bernardo de O’Higgins mientras fijaba su vista en las embarcaciones que se perdían en el horizonte.
O’Higgins habrá respirado aliviado. Ver esos barcos alejarse transportando al ejército era la culminación de grandes esfuerzos económicos. A bordo iba quien era insistentemente requerido desde Buenos Aires para sumarlo en la lucha contra los caudillos del interior. Cumplía lo que siempre se había propuesto: no mezclarse en la política de Buenos Aires y terminar con el plan de libertar Perú.
En la costa debió desalentar con unos cuantos cañonazos de sus buques a una avanzada realista que observaba el desembarco. Desde el cuartel que estableció en Pisco emitió una proclama: “¡Soldados del Ejército Libertador!” Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino, y sólo falta que el valor consume la obra de la constancia; pero acordaos que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no venís a hacer conquista, sino a libertar a los pueblos que han gemido trescientos años bajo este bárbaro derecho. Los peruanos son nuestros hermanos y amigos: abrazadlos como a tales y respetad sus derechos como respetasteis los de los chilenos después de la batalla de Chacabuco”.
La campaña tuvo su cuota de suerte. Un poderoso ejército que España estaba preparando para enviar a América frenó su partida cuando estalló la sublevación del coronel Rafael de Riego, y los refuerzos esperados, que hubiese puesto en figurillas los planes independentistas, ya no llegarían. En contrapartida, unos tres mil hombres de raza negra se unieron a las fuerzas recién desembarcadas.
A fines de septiembre se celebraron reuniones entre enviados del virrey Joaquín de la Pezuela y San Martín a fin de negociar una tregua. Pero al mes siguiente los combates se reiniciaron. Mientras el almirante Thomas Cochrane bloqueaba el puerto del Callao, Rudecindo Alvarado ocupó las sierras al sur del país.
Luego de crear una bandera, que simbolizaba la unión de nuestro país con Chile y Perú, San Martín se embarcó con el grueso del ejército al norte de Lima. Estableció su cuartel en Huaura y en noviembre se hizo una primera proclamación de la independencia que se repetiría en otras poblaciones, mientras se desarrollaban distintos combates. Es en el de Cerro de Pasco que general altoperuano Andrés de Santa Cruz, que peleaba junto al ejército español, fue capturado y se pasó al ejército libertador. El 3 de diciembre el Batallón Numancia en pleno, integrado por colombianos y venezolanos, continuaron combatiendo en las filas de San Martín y en el mar los realistas perdían a Esmeralda, su principal nave de guerra.
Pezuela tenía los días contados. En el motín de Aznapuquio, un grupo de oficiales españoles liberales dieron un golpe de estado: depusieron a este virrey de ideas absolutistas y pusieron en su lugar a José De la Serna. La estrategia cambió: abandonaron la poderosa Lima y se prepararon para resistir en las sierras y declararon a Cusco como nueva capital del virreinato. Antes el flamante funcionario se reunió con San Martín, pero no dio el brazo a torcer. De la Serna aún no sabía que pasaría a la historia como el último virrey del Perú.
El 10 de julio de 1821 San Martín entró a Lima. “Ya habéis visto al intruso La Serna, que en unión de los jefes militares atrevidos y desenvueltos ha marchado dejando a todos en confusión y abandono. Olvidemos compatriotas a esos criminales, pues ya veis a la deseada patria venir presurosa a daros la libertad. Ella va a ser el centro de vuestros encantos, delicias y seguridad”. Muchas madres de los suburbios ofrecían a sus hijos para el ejército, otras donaban lo que podían. La contracara de la alegría se veía en los comerciantes, bodegueros y pulperos, la mayoría de ellos españoles.
Se alojó en el Palacio de Lima y todos los días se juntaba una multitud que le pedía que se asomase solo para verlo. Como aún el Perú no contaba con himno propio, en el teatro se cantaba el argentino y hasta en una oportunidad San Martín hizo callar a la orquesta porque las mujeres permanecían sentadas sin cantar y les ordenó a todos entonar las estrofas de la canción patriótica.
El siguiente paso fue el día 14 solicitarle al cabildo de Lima una junta general para conocer la voluntad del pueblo. Al día siguiente le respondió que “la voluntad general está decidida por la independencia del Perú de la dominación española y de cualquiera otra extranjera”. El lunes 16 el Acta de la Libertad se publicó en La Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, y las firmas de los vecinos ocuparon 25 páginas en las siguientes ediciones.
El 22 San Martín decidió que el sábado 28 fuera el acto de proclamación de la independencia. Pidió que todo el pueblo participase y que la gente adornase e iluminase sus casas las noches del viernes, sábado y domingo “para que con las demostraciones de júbilo se den al mundo los más fuertes testimonios del interés con que la ilustre capital del Perú celebra el día primero de su independencia y el de su incorporación a la gran familia americana”, como se lee en el bando del 22 de julio.
El 28, en la Plaza de Armas de Lima declaró su independencia. San Martín apareció acompañado por el teniente general Marqués de Montemira, gobernador político y militar. Lo escoltaban generales de su ejército y detrás autoridades de la Universidad de San Marcos, dignatarios religiosos y miembros del ayuntamiento, todos montados a caballo. Por delante marchaba la guardia de caballería y la de alabarderos de Lima, junto a los Húsares, escoltas de San Martín. Luego venía el Batallón 8 con las banderas de Buenos Aires y Chile.
“El Perú es, desde este momento, libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”. Las campanas de las iglesias se hicieron sentir. Y la algarabía se apoderó de la ciudad.
Todos terminaron en las salas capitulares, donde a la noche se brindó una comida, con música y baile. Al día siguiente se celebró en la Catedral un Te Deum. A su fin los funcionarios prestaron juramento por Dios y la Patria en sostener y defender la independencia. Y San Martín invitó para esa noche a otra fiesta en el palacio.
Aceptó el título de Protector del Perú. Formó un gabinete con Bernardo de Monteagudo, primer ministro de Guerra y Marina; Juan García del Río, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores e Hipólito Unanue, titular de la cartera de Hacienda.
Convocó a una asamblea constituyente para determinar si una monarquía o una república debía ser la forma de gobierno del Perú independiente. San Martín, partidario de una monarquía constitucional, envió a Europa a Juan García del Río y a James Paroissien a que buscasen un rey europeo para esas tierras.
Pero la guerra contra el español en América no había concluido. Por eso el 26 y 27 de julio de 1822 se entrevistó con Simón Bolívar en Guayaquil. Fue una serie de entrevistas a solas y nadie puede afirmar a ciencia cierta de lo que allí se habló. San Martín se habría ofrecido a ponerse a órdenes de Bolívar pero éste se negó a tenerlo como subordinado. Encarnaban dos proyectos políticos que no iban en una misma línea. En septiembre les dijo a los peruanos que se alejaría de la vida política; su ejército de diez mil soldados quedaba a las órdenes de Bolívar, estaba convencido de que su presencia en Perú era perjudicial y quiso dejarle en las manos de los peruanos el destino del país. El 20 de septiembre partió a Chile en el buque Belgrano. A su amigo y confidente Tomás Guido habría admitido que “Bolívar y yo no cabemos en el Perú”.
Hoy la bahía que los quechuas habían bautizado como “lluvia de arena”, donde un ejército armado como se pudo y financiado en base a préstamos y deudas, se llama Independencia.
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