El barrio ni por lejos tenía el aspecto que luce en la actualidad. Donde se levanta el edificio del Palacio de Tribunales estaba el Parque de Artillería, un cuartel que incluía una fábrica de armas y un depósito de pólvora. Un peligro que los vecinos se cansaron de advertir y de pedir a las autoridades que lo trasladasen a otro lado. De todas maneras, el lugar era entonces parte de los suburbios de la ciudad, con algunas construcciones bajas, lleno de bares y burdeles por la clientela fija de soldados y bastante inseguro.
Ese sábado 26 de julio de 1890 el capitán de guardia, al mando de 50 hombres del batallón de ingenieros esperaba a los revolucionarios. A las tres, Leandro N. Alem llegó con los primeros conjurados. Ignoraba que la policía hacía tiempo que le seguía los pasos y lo tenía identificado como “Cristo”. De a poco reunieron entre 300 y 400 hombres. El plan era derrocar al gobierno de Miguel Juárez Celman, el concuñado de Julio A. Roca que gobernaba el país desde 1886. Se debía reemplazar al gobierno y en un par de meses llamar nuevamente a elecciones.
Pero los conspiradores no contaron con la traición. Ni con la muñeca política de Roca y Pellegrini.
La gestión del cordobés Juárez Celman se había transformado en una serie interminable de desaciertos, especialmente en lo económico, mostraba poca capacidad de reacción y solo se preocupaba en cómo disputarle el poder político a Roca dentro del Partido Autonomista. “El comercio se arruina, porque con la desmonetización del papel, el salario no basta para las primeras necesidades de la vida y se han suspendido los negocios y no se cumplen las obligaciones”, se denunciaba en el manifiesto revolucionario. “La vida política se ha convertido en industria lucrativa”.
Los movimientos opositores no demoraron en surgir. El 1 de septiembre de 1889, en el Jardín Florida, un predio que estaba de moda entonces en Florida y Paraguay, en un multitudinario acto quedó oficializada la Unión Cívica de la Juventud. Alem dijo: “No hay, no puede haber buenas finanzas, donde no hay buena política. Para hacer esta buena política se necesita grandes móviles, se necesita buena fe, honradez, nobles ideales; se necesita, en una palabra, patriotismo”.
Hubo otro acto más importante aún el 13 de abril de 1890 en el Frontón Buenos Aires, en avenida Córdoba casi Cerrito, donde diez mil personas clamaron por el fin del régimen, el retorno a la Constitución y al pleno ejercicio de las libertades. Se denunció la “ineptitud y desquicio gubernamental, el despilfarro e inmoralidad en la administración pública y el fraude estatal”. Alem y Mitre afloraron como sus principales referentes.
En las semanas anteriores en la casa de Benjamín Buteler se reunía la cúpula revolucionaria entre las ocho de la noche y las dos de la mañana. Los revolucionarios le propusieron al general mitrista Manuel J. Campos tomar la dirección militar de la rebelión.
El plan original de Alem -que sería el presidente provisional- era sorprender a Juárez Celman en su despacho. Para ello se armaría una interpelación al ministro de Guerra a la que asistiría el vicepresidente Carlos Pellegrini. Pero como era imposible sacar a los regimientos a la calle a plena luz del día ese plan fue rechazado. También se desechó su idea de apresar al presidente y a todo el gabinete en la función de gala del 9 de Julio.
Se optó por la tercera opción: tomar el Parque de Artillería. De ahí saldrían dos columnas: una al cuartel de policía y otra debía enfrentar a los efectivos que seguramente mandaría el gobierno.
Pero esas columnas nunca saldrían.
El general Campos convenció a los jefes de que el día indicado era el 21 de julio. Como el desplazamiento de los hombres armados comenzó a la madrugada, llevaron faroles con vidrios rojos y verdes para reconocerse. El santo y seña “Patria y Libertad” se daría a conocer el domingo por la noche.
Una delación del mayor Palma, del 11° de Caballería, que simulaba estar con los complotados, hizo que detuvieran a Campos y a algunos jefes más.
Roca demostró que seguía manejando los hilos de la política. En la tarde del 25 de julio visitó a Campos en su celda. Acordó que lo ayudaría a fugarse y que participara en la revolución y que la hiciera fracasar. Una vez derrocado Juárez Celman, nadie se opondría a una candidatura de Mitre. Era una jugada magistral: con la revolución se sacaría de encima a su concuñado y gracias a la complicidad de Campos, la revolución no llegaría a nada.
Campos quedó en libertad y tomó la dirección militar de la revolución.
Los revolucionarios determinaron que el golpe se daría a las cuatro de la mañana del sábado 26 de julio. A Lucio V. López le cupo la redacción del manifiesto de la junta revolucionaria, que se imprimió en los talleres gráficos del diario La Nación. Se convocaba a “evitar la ruina del país”.
Las que también estuvieron ocupadas fueron Josefina de Rodríguez y Elvira Ballesteros, que cosieron las banderas y divisas revolucionarias, con las únicas telas que encontraron en cantidad en la ciudad: colores blanca, verde y rosa. Y se compraron todas las boinas blancas, que luego serían la identificación de los radicales.
El 26 a la madrugada un millar de militares y 300 civiles coparon el Parque de Artillería, cuyos 1300 efectivos ya se habían pasado al bando revolucionario. Además, contaba con toda la artillería de la ciudad y con los cañones el Criollo y el Cristiano, trofeos de la guerra contra el Paraguay.
Como las horas pasaban y nada sucedía, los revolucionarios creyeron haber triunfado sin disparar un solo tiro. Aristóbulo del Valle estaba tan entusiasmado que mandó a hacer sonar las campanas de la iglesia de San Nicolás, a pesar de las protestas del cura párroco.
Pero el tiroteo había empezado en los alrededores de los cuarteles de Retiro. Atacaron con los regimientos 6 y 11 de Caballería, parte de los batallones 4 y 6 de infantería, y con el 8 de Infantería. También contaban con el cuerpo de bomberos y la policía, en buena medida militarizada. Los comandaba el ministro de Guerra, teniente general Nicolás Levalle.
Estas fuerzas debían vérselas con cincuenta cantones revolucionarios diseminados por la ciudad, donde hasta se llegó a pelear cuerpo a cuerpo. Los había en el Palacio Miró, una residencia delimitada por Córdoba, Talcahuano, Viamonte y Libertad; también en Córdoba y Talcahuano; en Viamonte y Uruguay y una serie de barricadas por Lavalle que llegaban hasta Suipacha. Revolucionarios tomarían el Colegio El Salvador, sobre Callao y la confitería El Molino.
Se combatía en las calles, en un radio de cuarenta manzanas. Se disparaba desde balcones, techos y azoteas. Muchas veces, en la confusión, se tiroteaban los revolucionarios entre sí. Los frentes de las casas mostraban los impactos de bala. Además, barcos de la escuadra al mando del teniente de navío O’Connor que se habían plegado, bombardearon el mediodía del 27 Casa de Gobierno y hasta se animaron a hacer blanco en la casa del presidente, que vivía en la calle 25 de mayo. Cayeron bombas hasta las calles Solís, Venezuela, México y Santiago del Estero. Una bomba que atravesó la pared de una casa y no estalló y fue guardada como recuerdo por la familia.
Al mediodía del sábado hubo un momento de algarabía cuando se supo que Juárez Celman, a regañadientes, había abandonado la ciudad en tren. Sin embargo, no demoraría en regresar.
Roca, vestido de paisano, permanecía con Pellegrini en la Casa de Gobierno. Envió emisarios para saber si los revolucionarios depondrían las armas si Juárez Celman renunciaba. Les respondieron que no.
Para el domingo a la mañana, los revolucionarios cayeron en la cuenta que no disponían de suficientes municiones para continuar peleando por mucho más tiempo. Además, la inacción de Campos dejaba sin iniciativa a los revolucionarios. El Frontón Buenos Aires, a dos cuadras del Parque de Artillería, había caído en las primeras horas de ese día. Para ganar tiempo y conseguir munición, se pidió una tregua para enterrar a sus 23 muertos, justo cuando fuerzas del gobierno -aprovechando la pasividad de la dirección militar revolucionaria- se disponían a arrasar la resistencia en las plazas Libertad y del Parque, con tropas muy bien armadas, cañonear el cuartel revolucionario y tomarlo por asalto.
En plena plaza Lavalle, se había armado un hospital de campaña. Una de las organizadoras era Elvira Rawson, una estudiante de segundo año de medicina de 23 años, la única mujer en una clase de 85 hombres en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Junto a otros médicos, como Juan B. Justo y Julio Fernández Villanueva -que murió cuando rescataba un herido- atendían a hombres de ambos bandos. Fue reprendida por el gobierno por su atención a los revolucionarios. “Los hospitales son del pueblo, no de los gobiernos”, respondió. Alem le regaló un diploma y un reloj de oro.
El lunes 28, el gobierno envió como mediadores a Benjamín Victorica, Luis Sáenz Peña, Francisco Madero y Ernesto Tornquist, mientras civiles que se sumaban al movimiento seguían ocupando cantones y gastando municiones. Había corrido el rumor de que los revolucionarios contaban con 2500 soldados de línea y 50 batallones de ciudadanos, que eran dueños de la ciudad, que el gobierno no podía reclutar fuerzas, que la derrota era completa. Solo eran rumores.
El joven Hipólito Yrigoyen era de la opinión que se debía resistir. El desesperado intento del coronel Mariano Espina que con un grupo de hombres del regimiento 10° quiso llegar a Plaza de Mayo pero fue rechazado en Pellegrini y Lavalle.
El envío de importantes fuerzas enviadas por la provincia de Buenos Aires para ayudar al gobierno, determinó el fin.
A las 8 de la mañana del martes 29, todo había terminado. Vencedores y vencidos se reunieron en el Palacio Miró, donde acordaron que ninguno de los sublevados sería sometido a juicio, que los civiles dejarían las armas en el Parque de Artillería y que los cadetes del Colegio Militar no serían sancionados.
Afuera, en la plaza Libertad soldados descansaban envueltos en sus mantas; restos de reses carneadas y cenizas humeantes de lo que habían sido fogones y en un costado una enorme pila cubierta por lonas. Serían llevados al cementerio de la Chacarita en un lento peregrinar de carretas.
Sin apoyo, Juárez Celman se vio obligado a renunciar el 6 de agosto y su vicepresidente Carlos Pellegrini se hizo cargo del gobierno. La maniobra de Roca había dado resultado. “¡Ya se fue! ¡Ya se fue el burrito cordobés!”, gritaba la gente, ilusionado con una renovación.
El que no festejó fue Leandro N. Alem, el último en abandonar el Parque de Artillería. “Reconozco la responsabilidad del desastre de la revolución más popular que se haya hecho en nuestro país”.
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