Hace casi una década que Loyds no se pone una corbata. En realidad, la última vez lo sintió como una transgresión: la usó obligado para un show del grupo en el que bailaba de tango, en 2012. Para entonces ya hacía cinco años que había colgado el traje y el título de abogado junto a otros mandatos de clase que ahora retrata con la ironía piadosa de quienes saben de qué hablan.
“¿Para qué sirve una corbata?”, pregunta mientras sonríe para las fotos, aunque ya tiene la cabeza en otra parte. Su madre, Maricheli, a la que le dedicó su último libro, está internada en el Cemic a la espera del resultado del hisopado que indique si tiene Covid. No puedo evitar decirle que Paulette, la protagonista de la novela que leí esta mañana de un tirón, no lo toleraría: para ella esa es una clínica demasiado clasemediera. Agradezco que tenga el mismo humor con el que escribe.
Estamos en el bar de La Dolfina, a una cuadra del Mater Dei que, para La mamá de Johnny –el spin-off de Merca (2014) que acaba de publicar Emecé y al que el mes que viene sumará la reedición de su aclamado y entonces independiente debut–, “es el único lugar” donde una mujer como ella –que pisa los 60, divorciada “de un marido de toda la vida”, con hijos problemáticos y una dieta de alcohol y ansiolíticos que la mantiene funcional y adormecida– “podría morir tranquila en toda la Ciudad de Buenos Aires”. Elegimos encontrarnos dentro del cuadrado estratégico en el que se mueven Paulette y su entorno, entre “Libertador, Las Heras, Sarmiento (la del zoológico, no la callecita mugrienta que le sigue a Corrientes) y 9 de julio”. Loyds no desentona. Conoce a bien esas cuadras y a los personajes que las habitan: ni él es Johnny, el odiador serial adicto a la cocaína de Merca, ni Maricheli es Paulette, la madre de ese treintañero inmaduro y cheto ahora internado por sobredosis; pero los dos personajes están hechos con los retazos de lo que llama “autoficción colectiva”.
Antes de ser Loyds –y de que una tapa de revista dominical lo destacara en la ¿bolsa? de jóvenes “escritores del reviente” junto a Enzo Maqueira, Manuel Megías, Juan Sklar y Gonzalo Unamuno–, fue la tercera generación de varones llamados Jorge Lebrón en su familia. El hijo del medio de un matrimonio acomodado que se divorció después de treinta años, recibido en un colegio católico ubicado dentro del radio geográfico tolerable para Paulette, que eligió estudiar Derecho porque, aunque su abuelo y su padre eran médicos, él no tenía estómago ni aptitudes para la ciencia. Un hijo que acataba convenciones y que, hasta los 35, se avino a usar corbata para ir a Tribunales o a su estudio todos los días de su vida. Una vida llena de oportunidades, es cierto; aunque como dice la mujer a la que le da voz en su historia, esas oportunidades a veces también pueden ser “de mierda”.
Si Loyds es Loyds es por su madre y porque en algún momento fue un hijito perfecto y rubio –”cuanto más rubio mejor”, como sueña la señora bien de su novela–. Tan rubio y tan perfecto que una amiga de Maricheli que era productora de una agencia de publicidad la llamó sabiendo que con él se ahorraba el casting del niño que necesitaba para completar “la familia feliz” del comercial de un banco inglés. Georgie aún no tenía diez años y, desde entonces, en su casa y para todos los que lo conocían, pasó a ser el chico de la propaganda de Lloyd’s.
Y una vez que empezó a escribir y firmar poemas –“impresentables”, describe–, se despojó de una ele, del apóstrofe, y también de su propio nombre y apellido, igual que más tarde lo haría de la corbata y de los clientes del estudio, cuando su madre –¡otra vez su madre!– le contó que el sobrino de una amiga era poeta, que tenía una editorial chiquita con su novia que también era poeta, y que daba talleres literarios.
El sobrino de la amiga de Maricheli era Santiago Llach –hoy quizá el tallerista más prolífico y reconocido de la Argentina–, Loyds se anotó en su taller del Rojas, y una noche terminó en un partido de fútbol donde estaban, entre otros, Fabián Casas, Pedro Mairal, Washington Cucurto, Juan Diego Incardona y Lucas Oliveira (Funes). Era la época del boom de los blogs, y lo convencieron de que abriera uno, pero, sobre todo, de que los escritores argentinos podían ser más que la escultura de Borges y Bioy en La Biela; podían tener su edad, juntarse a leer o a jugar a la pelota, irse de viaje juntos y vivir de la literatura.
Era 2007 cuando aceptó una beca de la Fundación Ortega y Gasset para estudiar Filosofía del Derecho en Madrid, empezó a tomar trabajos como periodista freelance y se decidió, finalmente, a cambiar de oficio. Catorce años después, mientras define con qué miembro de la familia de Johnny completará su trilogía, se reparte entre tres proyectos audiovisuales (la serie de Merca, que ya tiene piloto; otra animada; y el guión de una película junto al realizador César Sodero), la coordinación de clubes de lectura en la app Alibrate, la gerencia de contenidos de una agencia de comunicación, el cuidado de sus mellizas de tres años –Mora y Alexia–, y los talleres que él mismo dicta en la escuela de escritura Llach.
“Un amigo del mundo corporate me dijo: ‘Boludo, sos la única persona que conozco que eligió ser pobre’”, se ríe ahora, y pienso que con algo más de cinismo pero el mismo talento para el remate cáustico, la frase podría ser tranquilamente una sentencia de su Paulette.
–Lo hiciste con Merca y volvés a hacerlo ahora con La Mamá de Johnny, ¿por qué mostrar la sordidez, la decadencia y las violencias escondidas bajo las apariencias de la “gente como uno”?
–Quise hacer un corte transversal sobre una clase que veía que no había sido del todo retratada en la literatura contemporánea en el aquí y ahora. Había muchas historias vinculadas a la clase media y a sectores marginales, y mucho sobre el conurbano que estaba muy bien contado. Pero, tal vez desde Juan Forn con María Domecq o algunos cuentos de Nadar de noche, no había un reflejo actual de esa clase tan literaria y con tantas aristas donde uno se puede meter para hacer una especie de caricatura, exacerbando situaciones, comportamientos o el léxico de pertenencia. En Merca encontré esa voz y le sumé el combustible frenético de la cocaína. Y la novela tuvo un recorrido inesperado porque ocupó un espacio vacío. Cuando la presentó en la Semana Negra de Gijón, uno de mis amigos de cuando vivía en Madrid, Carlos Salem, me dijo: “Hiciste un fresco de clase inédito, tenés que seguir por ahí. ¿Por qué no contás la historia de la madre de Johnny?” Y empezó a cantar La mamá de Jimmy, de León Gieco, cambiando Jimmy por Johnny (“La mamá de Jimmy/Johnny es una inglesa que critica esta tierra, pero no se da cuenta/ pero no se da cuenta que en el Sur están sus ovejas”). Me puse a escribir en cuanto llegué a Buenos Aires.
–Jorge Asís dijo hace poco que esa señora interpela con humor cruel a la clase alta desde la pertenencia. Ese humor, y la capacidad de reírse de sí mismos, sirve para rescatar a personajes que de otro modo podrían resultar antipáticos, ¿funciona también para protegerte como autor de quienes puedan leer clasismo en esta saga familiar?
–Por supuesto que detrás de todo el cinismo y el sarcasmo con que se conducen los protagonistas hay una crítica a esa clase que se cree aristocrática en un país donde la nobleza nunca existió. Es hasta gracioso ponerlo en cuestionamiento desde la misma voz de la protagonista, que es parte de esa élite, pero se mofa de su propio lugar de pertenencia. Es una clase muy parodiable, por eso el sentido del humor es uno de los puntales de ambas novelas. Hay gente a la que no le va a gustar tanto que se cuente la historia de una señora blanca de clase alta con un montón de posibilidades que otros no tienen, pero yo creo que la historia de Paulette merece ser contada.
–Creciste en un contexto social acomodado y tus novelas reflejan el acceso a ciertos privilegios, ¿cuán cerca te sentís del mundo que narrás?
–Yo me crié en una familia de clase media, donde a mi viejo en una época le fue muy bien en su consultorio y tuvimos un buen pasar. Pero más que nada hablo de lugares que están por encima del círculo en el que nos movíamos nosotros. Mi familia no es la de mis novelas, sino que me nutro de historias y premisas que conocí, me contaron o, en algún caso, me pasaron, para armar una autoficción colectiva. Con La mamá de Johnny pensé en amigas de mi vieja que tienen una posición bastante más acomodada que la de ella, porque mamá es jubilada y vive al día. Igual, cuando vieron que le dediqué la novela, varias le dijeron: “Ah, ¡pero entonces sos vos!”. Ella dice que, si creen eso, claramente es porque todavía no la leyeron.
–Con Paulette doblás el desafío de Merca: ya no solo contás una clase de la que se habla poco, sino que convertís en protagonista a un personaje universalmente soslayado: una señora grande, a la que ubicás en la menopausia –un tema al que le escapamos hasta las mujeres– desde el primer capítulo.
–Paulette muestra el abandono, el “recambio” por mujeres más jóvenes y cómo en la clase alta todavía la mujer es descartable. Hay una crítica a esa frivolidad, al valor que se le da al envase y a la presión por la juventud eterna que ella misma observa como parte cuando, por ejemplo, se ríe del escribano con el que está porque tiene el culo arrugado o ridiculiza a su ex y sus amigos como pendeviejos con motos choperas. Se suponía que la posmodernidad nos había hecho repensar eso, pero sigue pasando lo contrario: la fama y el éxito están asociados a un ideal de belleza joven que si es puesto en tela de juicio por algo tan natural como envejecer, es sinónimo de decadencia. Me interesaba también retratar la vulnerabilidad de esas mujeres que funcionaron como extensiones de sus maridos y al separarse pierden hasta la identidad, la fragilidad a la que quedan expuestas por tener que mantener las apariencias.
–Parte de la historia de La mamá de Johnny transcurre en Martindale, un country que fue escenario de femicidios y se volvió un símbolo de la violencia contra muchas mujeres ricas que supuestamente llevan vidas confortables y felices hasta para sus amigas.
–Martindale ya era parte del escenario de Merca, que fue escrita en 2012, con lo cual yo no podía cambiar la locación (N. de la R.: Claudia Schaefer y Silvia Saravia fueron asesinadas por sus maridos en ese country de Pilar en 2015 y 2020, respectivamente). Pero es real que yo quería mostrar ese lado B donde en la superficie parece que está todo bien, mientras se esconden la violencia, la depresión, el alcoholismo... Esta novela me permitió ver el mundo de Johnny desde la generación anterior, en la que el círculo se hace más pequeño, porque es gente que habita un lugar de pertenencia del que ni siquiera se puede desprender. Un poco lo que subyace es eso: lo difícil que es ir en contra de tu propia clase. En Paulette se ve en esa vocecita que trata de liberarla de alguna manera de sus prejuicios, aunque vuelva a exponerla a su limitación de origen. ¿Cuánto dura el empoderamiento si, como dice ella, “no podemos escapar de quiénes somos”?
–De estas mujeres no se habla, ni se escribe, porque tampoco se consume sobre ellas: no es un tema sexy. Tampoco se habla de la sexualidad de las mujeres grandes. Pero vos arrancás con la protagonista atada en una cama, teniendo su primer orgasmo con “un Sergio”. ¿Tuviste que sexualizarla para convertirla en un personaje atractivo?
–Contar la historia de una señora era una apuesta, es cierto. Pero para mí, sus juegos sexuales, o que a veces ella misma no acredite lo que está haciendo ni por qué, sirven para mostrar cómo su deseo de liberarse entra en contradicción con su formación. También cómo toma conciencia de una fragilidad de la figura femenina que va más allá de la edad, como cuando dice “estoy sola con este tipo y nadie sabe que está acá”.
–Otro desafío: además de volver a contar “problemas (blancos) de gente blanca”, lo hacés en la voz de una mujer en tiempos en que desde todos los campos se juzga qué identidades están habilitadas para narrar cada historia.
–La verdad es que yo arranqué la historia de Paulette en tercera persona, porque me daba un poco de pudor. Nunca había escrito en femenino y me planteé si podría hacerlo, sobre todo ahora que lo mejor que está dando la literatura en la Argentina está escrito por mujeres a las que admiro muchísimo, como Samantha Shweblin, Mariana Enríquez, Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, María Gainza, Dolores Reyes, o Agus Bazterrica. Pero yo sentía que de alguna manera tenía que entrar en la voz de ella, entonces la hacía hablar en monólogos entre los capítulos. Y cuando lo empecé a mostrar un poco y a releer, todos me decían lo mismo: el power estaba cuando hablaba Paulette. Así que tuve que reescribir todo.
–¿En quienes confiabas para mostrarles ese borrador? ¿Cómo chequeabas, una vez superado el pudor inicial, que esa voz sonara verosímil?
–Mi pareja, Carolina, fue mi gran fuente de consulta, porque además es psicóloga y muy defensora de los derechos de las mujeres. Es la que me decía “esto es gracioso, esto me gusta” o “esto una mujer no lo diría así”. Mi mamá también. Y le leí algunas partes a un grupo que hacía taller en casa antes de la pandemia. Después, casi como una cábala, comparto todo siempre con Salem y con Juan Guinot, que fue el escritor que recomendó Merca a la editorial Alto Pogo. Lo que no me podía permitir era hablar como una mujer y que nadie se lo creyera.
–En la era de la cancelación supongo que tampoco podías permitirte un historial complicado en tus vínculos con las mujeres. Para decirlo más fácil: un misógino, un violento o un machirulo probablemente tendrían menos autoridad hoy para publicar un libro narrado por un personaje femenino en primera persona sin ser repudiados. ¿Eso fue algo que vos o la editorial se plantearon en algún momento?
–No, pero lo entiendo. No lo pensé por ese lado y tal vez en mi caso a nadie se le ocurrió porque no es mi perfil: soy súper tranquilo, tengo buena onda con todas mis ex. Y en la editorial fueron muy abiertos con mi laburo; las primeras charlas fueron para reeditar Merca y, cuando les conté que tenía esta historia, les gustó enseguida. Después hubo un informe de lectura que, aunque era interno, mi editora compartió conmigo. Era de una señora que decía cosas muy elogiosas; eso me hizo perder el miedo de decir “estoy hablando en femenino, y encima desde la voz de una señora de clase acomodada”. El otro día, en una nota, Ariana Harwicz –que también está en esa lista de colegas a las que admiro–, decía que si uno es demasiado cuidadoso y políticamente correcto, es muy difícil generar algo que tenga interés. Y es así, para escribir hay que tomar algunos riesgos. Shakespeare escribió El mercader de Venecia sin conocer Venecia. Santiago Roncagliolo, para ser más contemporáneos, escribió una novela preciosa que habla del río Amazonas y, cuándo lo entrevisté pensando que había estado ahí, porque era un retrato espectacular, me dijo: “No conozco el Amazonas”.
–Vos también contás los excesos de tus personajes como si fueran un lugar conocido. Son temas de los que tampoco se habla, porque la clase de los Johnnys y las Paulettes es casi siempre funcional. ¿Qué tanto conocés vos ese Amazonas?
–Así funcionan las apariencias: todo es relativamente normal hasta que de repente pasa algo como lo del femicidio de Martindale y las amigas dicen: “No, pero si yo los veía re bien”. Y tras bambalinas, sobre todo en la generación anterior, hay cantidades de gente que se ha refugiado en el alcohol. Lo que pasa es que es una droga socialmente aceptada. No estoy hablando en contra del alcohol, para nada; para mí todas las drogas deberían ser legales: no porque el alcohol sea legal alguien que no tiene un consumo problemático desayuna con whisky. El uso recreativo de las drogas no es grave, lo grave son los excesos. Y en ese sentido, Merca es como una ensalada de cosas que vi, me contaron, y que alguna vez pude haber hecho. No te voy a decir que no, porque sería entrar en la hipocresía de que nadie hizo nunca nada. Yo por lo menos soy una persona curiosa y, sin hacer ninguna apología, creo que para saber de qué se tratan las cosas también hay que probarlas. Ahora igual soy más grande, estoy más tranquilo, tengo a las mellizas, hice de nanny toda la cuarentena porque mis horarios son más flexibles que los de Caro y no se podía tener a nadie que ayudara…
–Justo te iba a preguntar por la figura del padre de Johnny. Porque en tus dos novelas aparece siempre caricaturizado, ausente. Es un proveedor que reproduce un esquema que si uno no va a esos countries de Pilar o pasa un rato en estos bares de Figueroa Alcorta, parecería anacrónico: vos te ocupás con naturalidad de tus hijas, pero los señores ricos que se sientan en la mesa de acá al lado siguen dominando el mundo, o por lo menos el país.
–Es así. Mi papá y mi suegro me dicen: “Nunca cambié un pañal”, ¡y yo me cansé de cambiar pañales! Cuidé a mis hijas todo el año pasado con gran felicidad, pero con un agotamiento inexplicable, y jamás me planteé que no me correspondiera. Para mí también era importante retratar cómo, más allá de los cambios, ese personaje existe y es, para los parámetros de su círculo, el único exitoso, aunque no se ocupe de los hijos y sea cruel con su ex mujer. Eso todavía pasa, y más en la generación de Paulette donde, de clase media para abajo, la mujer tenía que ocuparse de la casa y los cuidados; y de clase media para arriba, de los hijos y las relaciones sociales, eso de juntarse a jugar al tenis o al bridge, como en la novela. Donde más se reacomodaron las fichas de este mapa es en la clase media. Si pienso en Paulette, para mí es claro: yo no quiero que mis hijas sean “la mujer de”, o que estén obligadas a cuidar a los chicos. O sea, quiero que hagan lo que quieran, su propio camino, sus elecciones sexuales, vocacionales, laborales. Y voy a estar para acompañarlas en todo, pero, sinceramente, no me gustaría que fueran la princesa de nadie.
Video y fotos: Gastón Taylor y Alejandro Beltramo
Edición: Carolina Villanueva
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