(…) Al amanecer del 19 de julio de 1975, tres escuadrones de Granaderos que sumaban más de cien integrantes y contaban con el apoyo de cuatro vehículos blindados comenzaron a rodear a la custodia de López Rega, adentro y afuera de la residencia, y la desarmaron. Escopetas Itaka, ametralladoras Uzi, pistolas automáticas, granadas: el armamento incautado formaba una verdadera montaña. Ante semejante panorama, Isabel se asustó:
- Coronel, ¿qué significa este dispositivo? ¿Por qué todas las armas de mis custodios tiradas? ¿Dónde están Rovira y Almirón? ¿Estoy presa? -preguntó la Presidenta.
- No, señora, Rovira y Almirón no son su custodia. En estos momentos estamos asegurando su vida. Tenga la seguridad de que la estamos defendiendo -le explicó el teniente coronel Jorge Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos del Ejército.
A partir de ese momento, los ministros del gabinete pudieron ingresar a Olivos y se reunieron en la Sala de Acuerdo con los comandantes de las Fuerzas Armadas. Ya no había más margen para que López Rega continuara en la Argentina. (…)
Cuatro meses antes
Para abril de 1975, la bomba que haría volar a López Rega del poder y lo arrojaría al ostracismo ya había sido activada.
Se trataba de un pedido de investigación oficial sobre la Triple A. Surgió a instancias del mismo coronel Sosa Molina. Como responsable de la custodia de la residencia de Olivos, Sosa Molina era testigo privilegiado de los movimientos de la custodia presidencial y de López Rega. Hasta ese momento, ningún político -con excepción de los que ya estaban muertos- o fuerza de la oposición -excepto la izquierda peronista o la guerrilla- se había animado a denunciar la relación del ministro con la Triple A.
Sosa Molina contaba con el respaldo del coronel Vicente Damasco, responsable de la Secretaría de Gobierno de la Presidencia. Ambos integraban la línea “legalista” del Ejército, comprometida con el proyecto político de Perón y en franca oposición a la facción encabezada por Jorge Rafael Videla y Roberto Viola, que, bajo la máscara del “profesionalismo prescindente” y de la supuesta simpatía política del almirante Massera hacia el peronismo, tenía por objetivo deponer a la Presidenta con un golpe de Estado y tomar el control del país.
La investigación, al mismo tiempo que intentaba erradicar del gobierno a todas las facciones de la Triple A, tenía como objetivo último un pronto llamado a elecciones para terminar con el vacío de poder y defender la continuidad institucional. Sin embargo, sólo pudo eyectar al ministro del poder.
El hecho que dio origen a la investigación estaba fundado en propósitos claramente determinados y no en la obra de la casualidad, aunque fue presentado mediante este último aspecto. El 15 de abril de 1975, pasado el mediodía, el oficial de inteligencia del Cuerpo de Granaderos teniente primero Juan Segura se acercó a una vieja casona de avenida Figueroa Alcorta casi esquina Ocampo. El interés del oficial estaba centrado en dar inicio legal a una investigación sobre la Triple A.
La casona era la sede de El Puntal, la revista que sucedió a El Caudillo, y que también dirigía Felipe Romeo. El argumento que utilizó Segura para entrar en la residencia -según el informe que elevó a su superior inmediato, el coronel Sosa Molina- era que, luego de acompañar en misión de seguridad a los embajadores de Gran Bretaña y la República del Chad a presentar sus cartas credenciales, había debido bajarse de su auto, que sufría desperfectos mecánicos. Necesitado de auxilio, fue en busca de un teléfono y golpeó la puerta de la vieja casona.
En su informe posterior, escrito a mano, Segura relata que lo atendió una mujer rubia, que se presentó como la secretaria privada del ministro López Rega, que luego se le acercaron un grupo de policías y un civil, Julio César Casanova Ferro, quienes le informaron que había entrado en una base de la Triple A y que ellos eran autores de innumerables “hechos de sangre”. Le comentaron que a la organización pertenecían más de cien hombres, la mayoría oficiales en actividad de la Fuerza Aérea, el Ejército y la Armada. Luego de semejante confesión, los miembros del grupo lo invitaron a almorzar. Segura no aceptó el convite y se marchó de la redacción con cinco ejemplares de El Puntal.
Aunque el relato de los hechos luego fue parcialmente desmentido por miembros de la revista, su presencia en ese lugar alcanzó para que Sosa Molina obtuviera la excusa necesaria para que el Poder Ejecutivo se sintiera obligado a dar curso a una investigación oficial sobre la AAA. Felipe Romeo era apenas la punta del ovillo que pensaba desmadejar el jefe de Granaderos.
La Triple A en la residencia presidencial
La investigación sobre la AAA tenía su razón de ser.
En sus tareas en la residencia de Olivos, Sosa Molina había obtenido una suma de indicios que lo llevaron a concluir que la custodia de López Rega era parte de una célula activa de la derecha terrorista: decenas de ellos entraban en la residencia llevando y trayendo al ministro, y durante el día muchos se quedaban en el parque, descansado y desplegando sus armas, comentando con sorna la muerte de izquierdistas, hasta que las comunicaciones que recibían en sus autos Torino Grand Routier negros los impulsaban otra vez a salir en tres o cuatro móviles, y regresaban algunas horas más tarde. Ése era el elemento más sólido de su sospecha: los operativos se ejecutaban desde la misma residencia de Olivos.
Al día siguiente, Sosa Molina se enteraba por los diarios de que la Triple A había provocado un atentado. Si se hacían los cálculos, era notable la coincidencia entre el momento de salida de los autos, la distancia entre Olivos y el lugar del atentado, y la hora en que regresaban los custodios, lo cual le permitía albergar la suposición de que eran éstos los autores materiales de los crímenes.
Al informe de Segura y la actuación de los custodios de López Rega, Sosa Molina agregó sus sospechas acerca de la posible participación de servicios de inteligencia paramilitares y comandos “sueltos” de las tres armas, y especialmente de la Marina, dentro de la organización criminal.
El jefe de Granaderos tenía la certeza de que el pedido de investigación oficial provocaría un reguero de pólvora que se esparciría por el gobierno y las Fuerzas Armadas, a pesar de que la información no iba a ser una novedad para los servicios de inteligencia de las tres armas. Pero lo que diferenciaba su denuncia de las averiguaciones previas era que él había atinado a darle un carácter institucional, que no podía ser desoído por los mandos.
Sosa Molina no ignoraba que existía un riesgo puntual para su denuncia. El Ejército ya acumulaba dos muertes por una investigación similar.
El 28 de marzo de 1975, el coronel Martín Rico había aparecido con un disparo de Itaka en la cabeza en un sector de depósitos de Avellaneda. El mismo día desapareció el coronel Jorge Oscar Montiel. Los dos desempeñaban tareas en la Jefatura II (de Inteligencia) del Estado Mayor General del Ejército y estaban investigando a la Triple A. Según dos fuentes judiciales entrevistadas por el autor, tanto la muerte de Rico como la desaparición de Montiel habrían sido perpetradas “desde la misma fuerza”. Un dato significativo, en ese sentido, es que ni uno ni el otro fueron ascendidos post mortem, como es tradición en el Ejército con los caídos en servicio.
La primera consecuencia de la denuncia de Sosa Molina fue la caída del general Anaya.
Apenas tuvo entre manos esa brasa caliente, el comandante del Ejército dejó que Videla se la cursara al ministro de Defensa Adolfo Savino, y partió a Bolivia en viaje oficial. A su regreso, Anaya, a quien por formación profesional no le entusiasmaba la idea de encabezar la represión ilegal contra la guerrilla y prefería mantenerse en equilibrio entre las internas del Ejército, sería el primero que pagaría el costo político de la nota impulsada por Sosa Molina. Las causas, y también los pormenores de su relevo, son materia de diferentes versiones, pero lo cierto es que López Rega influyó sobre Isabel para que precipitara su caída e incidió en forma directa para el nombramiento del sucesor, el general Alberto Numa Laplane.
Un poder atado al de Isabel
Ese mes de mayo de 1975, con un pie puesto en el Comando en Jefe del Ejército, López Rega reafirmó su pretensión de alcanzar la suma del poder público de la Argentina. Sus enemigos internos no entendían dónde estaba la magia de un hombre que sin aparato partidario alguno que lo respaldara e impulsado a la política por saberes no racionales, había sido capaz de mantener bajo su control a la Presidenta, manejar los medios oficiales del Estado, ejercer la censura sobre la prensa, dominar la Policía Federal e imponerse sobre los ministros del Ejecutivo que, por temor o conveniencia personal, le respondían. Además, López Rega participaba en acciones de beneficencia tanto a través de la Cruzada de la Solidaridad, de la que era vicepresidente, como por medio del Ministerio de Bienestar Social. Desde allí era responsable de la atención hospitalaria, el deporte, el sistema previsional, los juegos de azar, el cooperativismo, el turismo y la vivienda, e incluso hizo distribuir querosene ante la falta de gas en ese crudo invierno, y también daba lugar a que sus subordinados pudieran ocuparse, entre tantas acciones oficiales, de otras subterráneas: las acciones paraestatales.
Pero en tanto López Rega sumaba poder, las fuerzas que lo derrocarían se iban reacomodando, a la espera del momento adecuado para desatar la confrontación. El ministro, en el vértigo con que vivía cada día, perdía de vista que su inmenso poder individual, que le permitía dominar buena parte de las fuerzas públicas y ocultas del Estado, estaba afincado sólo en su dominio sobre la voluntad de la Presidenta. Todo el andamiaje que lo había sostenido -su sistema de alianzas con el peronismo ortodoxo, los sindicatos y militares, quienes habían aplaudido y compartido su decisión de encabezar la represión ilegal a la guerrilla y la izquierda- se desplomaría apenas Isabel Perón hiciera un gesto para desprenderse de él.
En la base de su fortaleza anidaba su propia debilidad.
Aquellos que le habían dado la bienvenida en 1973, dos años después ya eran sus enemigos más o menos declarados. Lo habían dejado hacer, lo vieron volar muy alto, pero hacia 1975 ni los sindicalistas ni los militares sabían cómo bajarlo sin que su caída afectara a la Presidenta. Debían preservarla a ella: nadie estaba preparado, todavía, para afrontar su sucesión, ni en términos constitucionales ni a través de un golpe de Estado.
López Rega percibió algún movimiento interno en su contra cuando el pedido de investigación de Sosa Molina sobre la Triple A comenzó a serpentear por las esferas oficiales. Por esa razón, el 19 de mayo de 1975 envió un memorándum a su par de Defensa, el peduista Adolfo Savino. Atento a las investigaciones del Ministerio del Interior, y respondiendo puntualmente al informe del oficial Segura, López Rega aseguró que jamás había tenido una secretaria privada. Por este motivo entendió que la investigación iniciada (sobre la AAA) “arroja graves dudas sobre el fin perseguido o la personalidad del denunciante. Pese a que, desde el punto de vista legal, nada me incrimina, subsiste en mí el profundo deseo de que nada quede en un cono de sombra. Por lo tanto, mucho estimaré que V. E. disponga que los señores Comandantes tomen conocimiento de todo lo investigado, tal como fueron impuestos de la información original”.
Pero la nota no bastó para calmar su estupor ante la posibilidad de ser investigado.
En la primera oportunidad que tuvo, aprovechando que lo encontró en la Casa de Gobierno, López Rega convocó a su escritorio al jefe del Regimiento de Granaderos Sosa Molina para recriminarle su acción. “¿Cómo hace una cosa así, Sosa?” ¿Cómo puede ser que sospeche de mí?”, le preguntó. Sosa Molina se sintió incómodo. A sus espaldas se habían ubicado dos custodios. Uno de ellos era Almirón. Se lo hizo notar al ministro y éste les ordenó que se retiraran.
La pistola sobre la cabeza del ministro
El 2 de junio de 1975 López Rega tomó el control de la economía de la Argentina. Si en los meses precedentes había logrado coincidencias con el aparato político, los gremios ortodoxos y los militares para eliminar a “los infiltrados”, cuando se propuso dominar la economía se alió con los grupos de poder neoliberales.
A la idea del ajuste ideológico le siguió la del ajuste económico. Frente a la renuncia del ministro Alfredo Gómez Morales, López Rega hizo designar como sucesor a un hombre de su propia tropa, Celestino Rodrigo. Su plan implicaba romper con el Estado de bienestar, la armonización de intereses y la negociación permanente entre los sectores obreros y empresarios, que había marcado una tradición en el peronismo. El principal estratega del plan de Rodrigo fue Mansueto Ricardo Zinn. La dupla Rodrigo-Zinn fue el alimento ideológico del que se sirvió López Rega para desafiar al sindicalismo. Significó la irrupción de los mesiánicos de la economía, llamados a salvar la República. Como López Rega, los economistas también tenían una tradición esotérica.
Fue así como Rodrigo se instaló en la Casa Rosada y desde la sede gubernamental anunció su plan. De un día para el otro, todos los precios relativos se dispararon: la devaluación del peso frente al dólar llegó al ciento por ciento, la nafta subió el 175 por ciento, los aumentos en las tarifas de los servicios públicos tocaron el 200 por ciento. Las góndolas de los supermercados se vaciaron debido al acaparamiento de productos. Todos los contratos comerciales se rompieron a sangre y fuego. Muchas empresas fueron a la bancarrota.
El plan conducía irremediablemente a la fractura social y política de la Argentina.
Los sindicalistas, que esperaban la homologación de un aumento del 38% como ajuste a los retrasos salariales de los tiempos de los ministros Gelbard y Gómez Morales, quedaron desconcertados. Y cuando salieron a rechazar las medidas económicas del “Rodrigazo”, López Rega partió de incógnito a Río de Janeiro, en visita no oficial, para buscar energías. Estuvo nueve días hospedado en tres departamentos del hotel Copacabana Palace, desayunando trozos de melón con jugo de naranja, paseando por la playa, cenando en churrascarias del barrio de Botafogo, tramitando una inversión en un complejo turístico del estado de Santa Catarina, siempre acompañado por diez custodios.
A su regreso, el 20 de junio, la Presidenta recibió a López Rega en el aeroparque y le organizó un té en Olivos para que los ministros lo interiorizaran de “diversos aspectos del quehacer nacional”. López Rega parecía rejuvenecido. Dijo: “Mi salud está bien. He retornado con ánimo y fuerza renovadora para darles duro a quienes no quieren colaborar con la Patria; y a los que tengan la cabeza dura les vamos a encontrar una maza adecuada a su dureza: el quebracho de la Argentina es muy bueno”.
La presión del sindicalismo continuó. Con Isabel desprotegida por la momentánea ausencia de su secretario privado y tratando de no dar el brazo a torcer, casi quinientas comisiones paritarias habían concluido las discusiones entre patrones y obreros para la fijación de nuevos convenios colectivos de trabajo. Habían quedado lejos de la estampida de los precios. El que más se acercó fue Lorenzo Miguel: los metalúrgicos consiguieron una homologación del 160 por ciento.
Pero a su regreso, López Rega se opuso a las paritarias, el ministro de Economía Rodrigo exigió que se anularan y se expandió el rumor de que la Presidenta otorgaría sólo un aumento fijo, que dejaría a los salarios muy por debajo del alza de precios. Entonces, como respuesta, los gremios convocaron para el martes 24 de junio a una movilización a Plaza de Mayo en “apoyo” a la Presidenta, una muestra de cortesía popular que en realidad buscaba presionarla para que homologara los convenios.
Ese mediodía, en un clima de tensión, rumores e incertidumbre, bajo el incesante tronar de los bombos y de los gritos -”Isabel, coraje, al brujo dale el raje” gritaban los manifestantes-, López Rega le pidió a la Presidenta que saliera al balcón y frenara el aumento. Ella no quiso. Se puso terca, el rostro pálido, los ojos virados, hasta que el ministro, quizá para que saliera de ese estado, quizá para que reaccionara, entendiera o lo que fuera, le pegó una cachetada a la jefa de Estado, delante de todos, en la Casa Rosada.
Enseguida el ministro sintió el frío caño de una pistola apoyándose en su cabeza.
Isabel volvió a la racionalidad.
-Por favor, déjelo -dijo- . Daniel (como llamaba a López Rega, por el profeta Daniel) lo hace para devolverme a la realidad. Es para ayudarme. Yo a veces me confundo.
La Presidenta tomó fuerzas y salió al balcón. Agradeció a los gremios y dejó en suspenso los convenios. Dos días más tarde, Celestino Rodrigo anunció que no serían homologados. Simultáneamente, las bases obreras ya desbordaban a las cúpulas sindicales y realizaban paros espontáneos en las fábricas de los cordones industriales. Las regionales de la CGT del interior del país también se sumaron a la medida. Los sindicalistas organizaron otra movilización a la Plaza de Mayo para el viernes 27 de junio. Empezó a trascender que López Rega le había aconsejado a la Presidenta la intervención de la CGT. Esa tarde de lluvia Isabel se quedó en la residencia de Olivos y recibió una delegación de la central obrera encabezada por Adalberto Wimer, sindicalista de Luz y Fuerza. Wimer había quedado al frente del reclamo obrero cuando Lorenzo Miguel y Casildo Herreras, a la espera de que López Rega cayera por sí solo, partieron a un encuentro gremial internacional en Ginebra.
Isabel hizo con la CGT lo que Perón había hecho con la Juventud Peronista: los recibió con las cámaras de televisión encendidas, flanqueada por su secretario privado, y les preguntó qué pretendían. Quería escucharlos. Wimer habló de la homologación de los convenios. Isabel hizo silencio hasta que cerró la reunión: anticipó que al día siguiente daría su respuesta a todo el país .
Eso era todo. El sábado 28 de junio de 1975, en un mensaje por televisión, Isabel anunció dos decretos en los que derogaba las paritarias, fijaba el aumento en el 50 por ciento del salario básico fijado en los últimos convenios laborales, prometía un ajuste del 15 por ciento en sucesivos trimestres y advertía: “Pareciera que la situación de emergencia nacional la debe sufrir solamente el gobierno. Que los dirigentes políticos y gremiales no han comprendido bien la gravedad de la situación. Si el gobierno homologara esas solicitudes que benefician a algunos gremios y dejan sumergidos a otros cometería un error que llevaría a la Nación a un nuevo estado de desequilibrio”.
Isabel recordó que, después de dieciocho años de exilio, el General había vuelto por “nuestro propio esfuerzo” y añadió que, tras su muerte, “con los pocos amigos dispuestos al sacrificio de darlo todo por la Patria”, se había entregado a la tarea de proseguir la línea trazada por Perón. Fue su modo de echar mano a las raíces del poder doméstico, para que se rescatara la importancia de su secretario privado.
Con su discurso, y la defensa elíptica a López Rega, la Presidenta había entrado en un callejón sin salida.
Esa misma noche el ministro de Trabajo, Ricardo Otero, renunció. Lo sucedió Cecilio Conditi, que asumió con el acuerdo de la CGT. Mientras tanto, en medio de la batalla, el sindicalismo llamó a un cuarto intermedio para armar una contraofensiva: convocó a un plenario. Parecía una tregua, pero no lo era. El golpe contra López Rega empezaba a programarse desde otro sector.
Asociado con Lorenzo Miguel en la cruzada de destronar al ministro de Bienestar Social, entró en acción Massera. La bomba que había puesto Sosa Molina contra la Triple A fue utilizada por el almirante y la línea militar golpista. Massera filtró la denuncia a la prensa. La estrategia tenía un doble beneficio. Por un lado, sacarse la bomba de encima. Por el otro, hacerla detonar sobre el secretario de la Presidenta.
Ese 6 de julio de 1975, a poco más de un año de la muerte de Perón, López Rega ingresaba en su etapa final como funcionario público. Durante un año había gobernado la Argentina.
El artículo publicado por Heriberto Kahn en La Opinión comenzaba así: “El Comando General del Ejército elevó al Poder Ejecutivo una denuncia concreta sobre la actividad de la organización terrorista de ultraderecha que se identifica como Triple A, en la que se hace referencia al ministro de Bienestar Social, José López Rega”.
Mientras la CGT deliberaba, los paros continuaron en todo el país. Lorenzo Miguel y Casildo Herreras regresaron desde Suiza a la Argentina. Ratificaron el apoyo a Isabel, pero decretaron una huelga nacional de 48 horas, para el 7 y el 8 de julio. El país se paralizó.
Finalmente, Isabel cedió y homologó los convenios. Fue un triunfo de la UOM y el inicio de la nueva hegemonía política del sindicalismo. El 11 de julio López Rega decidió renunciar al Ministerio de Bienestar Social. El cargo lo heredó su colaborador, Carlos Villone. Pocos días después caería el ministro Rodrigo, aplastado por la imposibilidad de instrumentar su plan. Sin embargo, los economistas neoliberales tendrían su nueva oportunidad con los militares: trabajarían en el equipo de Martínez de Hoz después del golpe militar de 1976. A través de Celestino Rodrigo y López Rega habían presentado sólo una muestra de lo que vendría.
Atrincherado en Olivos: la última batalla por el poder
Los problemas del ministro estuvieron lejos de terminar con su renuncia.
Ésos fueron días difíciles para López Rega. Los sindicalistas y los militares le estaban ganando la pulseada. Entonces, decidió concentrar su poder en la residencia presidencial. Reagrupó a toda su custodia -sumaban casi cincuenta hombres- y se dispuso a dar combate desde allí. No quería rendirse. Su mejor arma era Isabel y se recluyó junto con ella en Olivos. La Presidenta, por su parte, anunció que no iba a recibir a nadie. La explicación oficial era que padecía una gripe -el mismo diagnóstico que se difundía sobre Perón cada vez que le daba un infarto-, y López Rega anticipó que no se movería de su lado porque “se tenía que ocupar de cuidar la salud de la Señora”. La imagen que permitían componer los hechos mostraba a una Presidenta secuestrada, tomada como rehén por su secretario privado, que libraba su última batalla para aferrarse al poder. Isabel era su instrumento de presión o de negociación.
La prensa especulaba con que la Presidenta se tomaría una licencia por tiempo indeterminado. Ante esa posibilidad, desde hacía diez días, el Congreso -debido a la renuncia de José Antonio Allende a la presidencia del Senado- había tomado el recaudo de colocar al senador Ítalo Luder en la primera línea de sucesión presidencial y de correrlo a Lastiri, pero el potencial vicepresidente ni siquiera había logrado presentar sus saludos a la Presidenta en Olivos. Isabel lo acusaba de estar vinculado a un proyecto “golpista” para destituirla.
La situación estaba trabada. Con el cerco impuesto por López Rega a la Presidenta, el país marchaba del vacío de poder hacia la debacle institucional. Fue entonces cuando el coronel Damasco pidió al jefe del Cuerpo de Granaderos Sosa Molina que preparara un plan político-militar de emergencia que no alterara la legalidad y asegurara la vida de Isabel. Sosa Molina le propuso detener a López Rega y su custodia, develar la información sobre la carpeta de la Triple A, denunciar los destinos ilícitos de los cheques de la Cruzada de Solidaridad y acordar con ministros del gabinete, militares y otras fuerzas políticas un llamado a elecciones anticipadas.
Tres ministros de Estado intentaron llegar a la residencia presidencial para presentarle el plan a Isabel Perón, pero la custodia de López Rega les impidió el ingreso. La orden de su jefe era la misma: la Presidenta no iba a recibir a nadie. Entonces, tras un acuerdo del coronel Damasco con los comandantes de las Fuerzas Armadas, se puso en marcha el “Operativo Desarme”, que quedó a cargo de Sosa Molina.
Lo ejecutó amanecer del 19 de julio de 1975, al amanecer.
“Tenemos que rajar todos”
-Coronel, ¿qué significa este dispositivo? ¿Por qué todas las armas de mis custodios tiradas? ¿Dónde están Rovira y Almirón? ¿Estoy presa? -preguntó la Presidenta.
-No, señora, Rovira y Almirón no son su custodia. En estos momentos estamos asegurando su vida. Tenga la seguridad de que la estamos defendiendo -le explicó el jefe del Regimiento de Granaderos.
A partir de ese momento, los ministros del gabinete pudieron ingresar a Olivos y se reunieron en la Sala de Acuerdo con los comandantes de las Fuerzas Armadas. Ya no había más margen para que López Rega continuara en la Argentina. El nuevo ministro de Defensa, el escribano Jorge Garrido, hizo de nexo entre el gabinete, la presidenta y las Fuerzas Armadas. Finalmente le comunicó a Isabel la exigencia de los comandantes. Después de muchas horas de lágrimas y tensión, Isabel lo entendió.
López Rega estaba encerrado en su dormitorio de la residencia con su colaborador, el Gordo Vanni, cuando entró el nuevo ministro de Bienestar Social, Carlos Villone, su amigo espiritualista.
“Isabel pidió tu renuncia”, le dijo. Vanni estalló en una carcajada. “Te dieron salidera, petiso. Prepará las valijas”. López fulminó a Vanni con la mirada. “No, pará”, trató de contemporizar Villone. Pese a su visión mágica de la realidad, siempre se mostraba el más racional en los momentos difíciles. “La situación es muy delicada. Tenemos que rajar todos”, concluyó .
“Pero yo no me puedo ir como un delincuente”, se inquietó López Rega.
Entonces surgió la idea de que fuera nombrado embajador plenipotenciario y tuviera una misión en Europa. El ex ministro preparó doce baúles con sus pertenencias y dejó una carta a Isabel en la que le manifestaba que aceptaba su designación “como un aporte patriótico tendiente a lograr la unificación de los espíritus perturbados”.
La noche en que su secretario privado partió, Isabel no paró de llorar. Se dio cuenta de que se había quedado definitivamente sola con el control de la Argentina.
“Él entendía mucho de todo esto. Sabía gobernar diez veces mejor que yo”, le confió a su mucama, que intentaba consolarla.
Isabel sentía que algo negro la cercaba. Podía ser el futuro de su gobierno. O los brazos de Massera.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas” de Editorial Sudamericana.
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