31 de octubre de 2019. Analía Kalinec cumple 40 años.
“Tal vez es la fecha. Tal vez es la idea de que otros escriban esta historia, que es la mía, lo que me da resquemor y me motiva a escribir. No creo que esta memoria pueda ser escrita, narrada o interpretada por otros, tampoco creo que pueda ser entendida. Me basta con contarla, pero prefiero contarla yo. En el desgarro. En la contradicción. En la angustia. En este intento por entender lo inentendible. En esta idea que me viene de purgar la tristeza a través de la palabra… y que no se purga.
31 de octubre de 1979, nací. Era miércoles. En Córdoba, nací en Córdoba. Mi mamá tenía 22 años, mi papá tenía 27. Mi hermana Claudia ya tenía 2 años. Nací en dictadura, pero ni sabía, apenas que estaba naciendo. Nació Titi un año después, el día de la Virgen María –Virgen con mayúscula y con g, me enseñó mi mamá–, y después nació Ale, también en dictadura, en el 82. Las cuatro en dictadura, pero ni sabíamos, apenas que estábamos naciendo. Las cuatro mujeres. Lástima que no fuimos varones. Mi papá quería un varón. Se iba a llamar Martín, como San Martín. ¿Qué va a pasar con el apellido? Tendríamos que haber sido varones. Cuatro mujeres, las cuatro en dictadura, y un papá policía. Me hace cosquillas mi papá.
Me cuenta el cuento de Colita de Algodón, el conejo que no hace caso y se lastima. Hay que hacer caso, hay que obedecer. Soy su vizcachita, cuando llega voy gateando a colgarme de su pantalón, me levanta en brazos, me abraza, me da besos y se ríe de mis dientitos. Es bueno mi papá. No quiero que se enoje, hago caso. En la escuela me enseñan a rezar. Creo en Dios padre todopoderoso creador del Cielo y de la Tierra. Vamos a pescar, y juntamos almejas en la playa. Mi papá me da la mano y vamos a saltar las olas. Me dan miedo las olas, son grandes y me arrastran. Pero estoy con mi papá, él me da la mano y me cuida. Me hace cosquillas”.
Ser hija de un genocida. Transformarse en la hija desobediente de un genocida. Así lo narra, en primera persona, Analía Kalinec, maestra de escuela y psicóloga, en su libro Llevaré su nombre editado por Marea y que este medio adelanta de forma exclusiva.
Cuando cumplió 40, en 2019, su padre le había iniciado un juicio civil por “indigna”, buscando que no recibiera el legado de su madre. Temido por sus víctimas en los centros clandestinos, conocido como “Doctor K”, Eduardo Kalinec había sido condenado a prisión perpetua por secuestros, desapariciones y asesinatos. Analía, integrante del colectivo Historias Desobedientes, fue la única de sus cuatro hijas que lo repudió públicamente. Y entonces, después de ese pleito familiar, decidió ir a fondo con su propio libro. Un libro que, más que una autobiografía, es una suerte de testamento para la historia, para la memoria colectiva.
“En realidad empecé a escribirlo sin darme cuenta -dice Analía, rememorando cómo se construyó su voz en la narración-. En 2002 balbuceé las primeras exploraciones de manera muy íntima, pensando concretamente que los destinatarios serían mis hijos, que en ese momento no habían nacido y hoy ya son adolescentes. Pero advierto ahora, a la distancia, que en realidad no tenía ningún registro real de mi propia historia, que debía animarme a enfrentarla antes que pensar que mis hijos la pudieran completar”.
Analía supo entonces que tenía un espinoso flashback hacia el túnel familiar. Revolvió en los años de infancia y adolescencia, en su “caja de recuerdos” -que, literalmente, es una caja de zapatos que tomó de la casa de sus padres el día que se casó- compuesta por cartas, fotos, tarjetas, notas, agendas y objetos. Dice que en 2008 sintió una “imperiosa” necesidad de aliviar sus cargas y largarse a escribir de una buena vez: ya había nacido su segundo hijo y su padre estaba siendo juzgado por crímenes de lesa humanidad.
“Dejo de pensar que los únicos destinatarios de estos relatos serían mis hijos. Y comienzo a intuir que esta historia personal se inserta y tiene su correlato en la historia de un país que reclama Memoria, Verdad y Justicia”, reflexiona ahora sobre su arduo proceso creativo, que operó en un desplazamiento del espacio íntimo, privado, a la esfera social. Analía no indagó solamente en el archivo doméstico sino que fue cotejando, cual investigadora periodística, una serie de fuentes: el legajo de la Policía Federal, testimonios de quienes conocieron a su padre antes de que ella naciera y lo ventilado en el juicio donde se lo condenó a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad, en 2010.
Así fue llevando, de forma paralela, una especie de diario personal donde dejaba por escrito lo que sentía mientras avanzaba en su reporteo. Hubo un tiempo, sin embargo, donde se frenó. Luego de la sentencia contra su padre dice que fue incapaz de soportar el efecto; se concentró en la crianza de sus hijos y a ejercer en su profesión como psicóloga. Cinco años después murió su mamá y entonces decidió recuperar sus notas periodísticas, recuerdos personales y los registros de sus agendas. A partir de allí, no paró más.
“Papá está preso, no te asustes. Es 31 de agosto de 2005, el día de San Ramón Nonato, patrono de niños y embarazadas.
Y papá está preso. No entiendo, lloro. No saber. Otra vez no entender. No poder. No querer. Me quiero quedar en Sagrada Familia. Una pregunta, miedo a formularla. Miedo a la respuesta. Creo en Dios padre todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra.
Un papá preso acusado por crímenes de lesa humanidad. La verdad latente, potente, en pugna. Los ojos cerrados, apretados. No poder. No querer poder.
¿Qué tienen que ver la tortura, los secuestros, los desaparecidos con mi papá? Nada. ¿Quiénes son estas personas?¿Qué dicen? No entiendo. Mi papá es bueno, es mi papá. La verdad insiste. Duele saber.
Es mi papá, yo lo quiero a mi papá. Él no. Hay un error, se equivocan, es mi papá. No entienden. Yo entiendo, mi papá me explica. Yo creo, y me enseñaron a rezar. Y me enseñaron los mandamientos. Honrarás a tu padre… La verdad se impone. Duele, mucho, fuerte… para siempre.
Y nace Bruno. Casarme y tener hijos. Dos hijos, los dos varones. No llevan mi apellido. ¿Qué va a pasar con el apellido? Ya me di cuenta de que nací en dictadura, y que hubo una dictadura en Argentina. Tengo 28 años. Y nació Bruno. Y Gino tiene 4 años.
Soy mamá, soy maestra y estudio psicología. Y mi papá está preso, y estoy empezando a entender. No sé si quiero entender. Se eleva la causa a juicio oral, junio de 2008. Centros clandestinos, tortura, muerte, vejaciones, robos, secuestros, tabicamientos, violaciones, tubos, violencia, amenazas, tormentos, vuelos de la muerte, desaparecidos. Un alias, un Dr. K. Un torturador con la cara de papá. No puedo más. Nadie me abraza, hay silencio y hace frío.
Y duele. Duele la verdad, más duele la injusticia. Y mucho más la impunidad. Y es mi papá. ¿Qué le voy a decir a mis hijos? Me dice Gino que lo extraña… yo también lo extraño. Ya no me hace cosquillas ni me dice que me quiere. ¿Dónde está mi papá?... El que era bueno, el que me hacía cosquillas… el que me cantaba canciones y me contaba cuentos. El que me llevaba a pescar y me decía que yo era su novia. ¿Dónde está?
¿Dónde están?
Me dice que fue una guerra, que no son treinta mil. Me habla de subversivos, de montoneros y de guerra sucia. Habla de defender a la patria. No es mi papá. No entiendo. Pregunto. No tenía que preguntar. Ya no creo. Lloro. No quiero rezar.
¿Qué hiciste, pa? ¿Cómo pudiste? ¿Por qué?
¿Dónde están?
No hay respuesta, solo pregunta. Silencio atroz y testimonio desgarrador. Un juicio. Un papá condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. Año 2010. Justicia”.
Escribir es poner el cuerpo, dice Analía, que sabe los costos de su revelación. Desde la cárcel de Ezeiza su padre, de 69 años, intentó sacarla de la herencia familiar -en un juicio civil aún inconcluso- y a la vez pidió la prisión domiciliaria, que le fue denegada. Cada vez que su padre se manifestó en la justicia, Analía decidió contarlo de forma pública como integrante del colectivo Historias Desobedientes. A fines de 2019 se le otorgaron las salidas transitorias alegando una “reinserción social y familiar”, pero la medida se revirtió al año siguiente cuando se sumó a la querella la participación de Historias Desobedientes como “amigo del tribunal”. En aquella audiencia, Analía Kalinec tomó la palabra y solicitó que no se le otorgue ningún beneficio a su padre en virtud de “la gravedad de los crímenes cometidos, la falta de arrepentimiento y la negativa de su progenitor a aportar información a la sociedad acerca del destino de los desaparecidos y los bebés nacidos en cautiverio”.
“¿Puede mi papá desheredarme de los recuerdos? ¿Me puede desheredar de esta historia, de la vergüenza, de la tristeza?”, escribe Kalinec, y dice que piensa el libro como una declaración de principios. En la más absoluta soledad, Analía siente que pagó el precio de romper el mandato de silencio. Rompió lazos familiares, fue acusada, amenazada y apartada de la familia. Sus hermanas -la mayoría defiende a su padre- no lograron entenderla.
En los medios, entonces, apareció la historia de Mariana D., que se presentaba como la ex hija del represor Miguel Osvaldo Etchecolatz. Analía no se cambió el apellido pero se identificó de inmediato.
Las palabras fluyeron como un río torrencial, sin orillas. “Recién en 2017 me encontré con otras y otros hijos y familiares de genocidas que tampoco aceptaban guardar silencio y ser cómplices del horror. Se conformó entonces la agrupación Historias Desobedientes y comenzamos a levantar la voz, a dar testimonio, a reclamar el derecho de poder declarar contra nuestros propios padres genocidas”.
Eduardo Emilio Kalinec fue condenado a prisión perpetua en 2010 por secuestros, torturas y homicidios cometidos en los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo, sitios que funcionaron bajo la órbita de Carlos Guillermo Suárez Mason, jefe del Primer Cuerpo del Ejército. Los sobrevivientes lo describieron como una persona temeraria, conocida como el “Doctor K”, que no reparaba en demostrar crueldad con golpes físicos a mujeres y aplicar picana en la sala de torturas. En la actualidad, y pese a tener una sentencia firme, ostenta la condición de “comisario retirado” de la Policía Federal ya que nunca fue exonerado de la fuerza.
“Desde mi condición de hija de genocida, reclamo y denuncio que quienes son responsables de crímenes de lesa humanidad no pueden seguir formando parte de las Fuerzas Armadas y de Seguridad y deben ser exonerados de estas instituciones”, explica Analía, aclarando su posición.
-En los últimos años han surgido diversas producciones y actos de hijos e hijas de genocidas, tomando la palabra en un hecho inédito para la historia del país. ¿Cuál es tu mirada y qué crees que aporta tu libro a ese universo?
-El libro da cuenta justamente de un territorio poco explotado en la sociedad, que son las consecuencias de los crímenes de lesa humanidad al interior de las propias familias de los perpetradores. Como integrante y cofundadora del colectivo Historias Desobedientes, y como hija de un condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad, siento el deber y la necesidad de que esta historia se difunda en el convencimiento de poder seguir interpelando a otros familiares de genocidas, que muchas veces sufren las consecuencias del silencio sin siquiera saberlo. Y desde el punto de vista teórico y académico, me parece que un relato como éste constituye un material sumamente valioso para las reflexiones que hoy en día se están desarrollando tanto en Latinoamérica como en Europa, en el marco de la filosofía ética, del psicoanálisis transgeneracional, de la semiótica de la transmisión y de la sociología de la memoria, en torno a los perpetradores y sus familiares. Y por último considero que este libro puede ser un gran aporte para el esclarecimiento de una de las zonas más oscuras de la memoria histórica: la de los hijos de los responsables de crímenes de lesa humanidad. Las sospechas, los mecanismos de defensa, el deseo y el temor de la verdad, la necesidad de un posicionamiento ético y, sobre todo, la dimensión política. De eso da cuenta este libro.
“Soy mamá, soy maestra, soy psicóloga, soy su hija, es mi papá. No me habló más. No tenía que preguntar. Tenía que quedarme callada, no pensar, no sentir, no saber.
Obedecer. No pude. No me sale. No soy una digna hija suya parece. No soy una digna hija de un padre genocida. No. He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa… no rezo más, se va a la mierda Dios. Y todo.
Tendría que honrar a mi papá, y él no tendría que haber matado. Y voy a tener faltas de ortografía, y voy a escribir como quiero.
¿Dónde está mi papá? El que tenía aroma a perfume importado los días de semana y olía a asado y vino tinto los domingos… ¿Dónde está?... ¿Por qué piensa que fui detectada por grupos activistas en la Facultad de Psicología? ¿Por qué no me mira a los ojos y me cuenta lo que hizo? ¿Por qué no dice dónde están? ¿Dónde está mi papá? ¿Existe? El que era bueno, el que me decía que me quería. ¿Por qué no pude quedarme callada?
¿Por qué insistí en preguntar, en saber? ¿Por qué no pude cerrar los ojos, cerrar la boca, cerrar el alma? ¿Por qué me duele tanto? ¿Por qué mi papá se hizo policía? ¿Cómo pudo? Duele, duele fuerte. No quiero que me duela. No quiero quererlo, hace mal.
Duele. ¿Qué le pasa que se enoja? No entiende de desobediencia. ¿No le explicaron que hay que ser desobediente frente a lo que lastima y hace mal? No entendió.
Desobedecer órdenes criminales. ¿No supo? ¿No quiso? ¿No pudo? ¿No pensaba en sus hijas cuando secuestraba, cuando torturaba? ¿No pensó en sus nietos? En la vergüenza, en el estigma. ¿En qué pensaba? ¿Cómo pudo permanecer inconmovible frente al dolor humano? ¿Cómo puede un torturador tener la cara de mi papá? ¿Por qué? ¿Qué le digo a mis hijos? ¿Qué va a pasar con el apellido?
¿Dónde están? ¿Y mamá? ¿Dónde estaba?
Silencio sepulcral ahora que está muerta, y antes también. Silencio que envenenó su sangre. Nunca habló, no preguntó, no lloró. Solo se enfermó y se murió. Se murió en vida mi mamá. Y ahora se murió también en muerte, pobre. Nunca habló. ¿Y ahora?…
Más de cuarenta años pasaron. Más que toda mi vida. Más de veinticinco años impune. Casi quince años preso. ¿Por qué no habla? ¿Dónde están? Que cuente lo que sabe, yo sé que sabe. Él sabe que yo sé que sabe. Se esconde en su enojo, en su odio. No me dice más que soy su novia, ni me hace cosquillas. Me dice que soy indigna, una subversiva.
Él sabe que sé, que no me engaña, que no pudo engañar a la justicia, ni a la sociedad que lo condenó. Por represor, por genocida. Es mi papá, soy su hija. Me engañó un tiempo, creí en él, en su cariño, en su ternura. Me dijo que era su novia. Nos íbamos a pescar y me contaba cuentos, y me cantaba canciones. Yo le creía, es mi papá.
¿Cómo voy a dudar de mi papá? ¿Cómo pudo mentirme tanto?
¿Por qué no cuenta lo que sabe? ¿Por qué no dice lo que siente? ¿Siente? ¿Por qué se calla? Me lastima. ¿No se da cuenta que me lastima? ¿No le importa? No soy más su novia, parece, no soy más la vizcachita, no me da la mano ni me dice que me quiere.
¿Dónde está mi papá, el abuelo de mis hijos? El que me abrazaba y me hacía cosquillas. Lo busco. Lo extraño. Lo espero. Lo sueño. Lo abrazo en mis sueños y él me habla. Y cuenta lo que sabe. Él sabe y calla. ¿Por qué se calla?
Todos sabemos que sabe. En mis sueños habla, y también me abraza. Y llora. Y lloramos juntos. ¿Dónde está mi papá? El que me compró “zapatillitas rosas”, el que me decía que era su “vizcachita” rememorando con ternura mis primeros dientitos.
¿Dónde lo busco? No está mi papá. Se esconde. Se enoja. Odia. Reprime. Se reprime”.
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