Hubo un día que marcó un antes y un después en la vida de Valentina Fernandez (21). Fue el 28 de febrero de 2016, cuando se enteró de que una de sus amigas había fallecido. “Se llamaba Inés Travi. Jugaba al hockey en el Club San Fernando y su sueño era ser una de las Leonas. Su muerte, tan repentina, tan joven, fue un golpazo para mí. Yo la admiraba mucho porque tenía sus objetivos muy claros. A partir de ese momento me replanteé mi vida y mi profesión. Me di cuenta de que estaba viva y ella no, y que tenía que retomar mi sueño de ser bailarina profesional que había postergado”, cuenta Valentina a Infobae.
Hija de un fletero y de una bailarina de danza clásica, Valentina Fernandez (así, sin tilde) se crió en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires. A falta de hermanos, se divertía jugando con tutús y zapatillas de media punta de su madre, Marcela Guereñu. “Siempre soñé con bailar arriba de un escenario”, dice.
A los 4 años, ya subía la pierna en una mini barra de madera. Un año después, cuenta, comenzó a estudiar danza clásica en la Escuela de Julio Bocca. A los 13 años, cuando “la cosa se puso más profesional” les pidió a sus padres si, como muchas de sus compañeras, podía dejar el colegio para dedicarse a ser bailarina. La negativa fue rotunda. “Ahí dije: ‘Si arranco a los 17 no voy a llegar. Dejo todo’. Y dejé”, recuerda.
Entre los 13 y los 16, para no renunciar del todo a su pasión por el arte, arrancó la carrera de comedia musical. La cursada duró tres años y fue estricta. En ese momento, incluso, hasta se vio obligada a bajar de peso.
“Tenía 15 años y como no me dedicaba a bailar, tomaba clases regulares de danza clásica, de una o dos horas. Un día fui a una de esas clases vestida igual que mis compañeras y, cuando terminó, mi maestro me dijo que por favor no vaya más vestida así, porque, por el cuerpo que yo tenía, era desagradable a la vista de mis compañeros varones”, explica Valentina y, aunque sonríe al recordar, asegura que eso le “recontra dolió”.
No era la primera vez que alguien la humillaba en público. Durante los primeros años de escuela, Valentina padeció el bullying de sus compañeros, que la burlaban por su pelo ondulado (“Me decían virulana”) y le hacían maldades (“Me pegaban chicles en el pelo y me ponían plasticola en la silla”). “La pasé mal. Llegaba a casa llorando y les contaba a mis padres lo que me hacían. ‘No les hagas caso. Vos sos hermosa’, me decían. Así aprendí que no importa lo que digan u opinen los demás, cada uno tiene el poder de ser quien quiera ser”, dice.
Después de aquel comentario acerca de su cuerpo, Valentina estuvo alejada de la danza cerca de un año. En el medio, falleció su amiga Inés, y durante el proceso de duelo ella bajó mucho de peso.
“Cuando retomé las clases de baile, volví con ese mismo profesor que, paradójicamente, me mostraba de ejemplo. ‘Miren la anatomía de la compañera’, les decía al resto de mis compañeras. No se acordaba de que yo había sido esa misma persona que, un año antes, había estado en su clase. Hoy, viéndolo en perspectiva, pienso que fue horrible. “Nadie tiene que cambiar nada de su cuerpo porque alguien lo diga”.
-¿Cómo descubriste el pole dance?
-La verdad es que yo no sabía lo que era pole dance, así que empezó medio como un juego. En ese entonces, yo estaba haciendo muchas horas de danza clásica y contemporánea, mi objetivo era entrar a una compañía en Nueva York y ser bailarina. Y resulta que un día llegué a mi casa, fui al cuarto de mi mamá, y cuando abrí la puerta me encontré con un caño en la mitad de la habitación. “Ah, okey, está haciendo el baile del caño mi madre”, pensé. Empezamos a tomar clases juntas y, al principio, era muy mala. No me daban las manos para tomarme de la barra, me resbalaba y las cosas más fáciles no me salían. Así que fue muy gracioso. Pero como me gustó, enseguida arranqué a hacer un instructorado. Y al mes y medio de haber arrancado competí.
-¿Estabas preparada para una competencia?
-Lo hice porque mi entrenadora María Julia Aguiar, bicampeona argentina y sudamericana, me insistió. Me dijo que tenía que competir, que tenía condiciones. Yo le decía: “¿Estás loca? Arranqué hace muy poco”. Y ella me retrucaba: “No, no vamos para adelante. Tenés que competir”. Mi maestra era campeona, yo había visto videos suyos antes de anotarme en sus clases, entonces, que ella me dijera una cosa así y me prestara su traje para mí era un montón. Al final, hice la audición para la primera competencia. Competí y gané. Ese día le dediqué el premio a Inés.
-¿Que encontraste en el pole dance que no tenía la danza clásica?
-Encontré un mundo muy compañero, solidario y mucho más relajado. Me acuerdo, en las primeras clases, cuando hacía alguna figura y me salía bien, mis compañeros me aplaudían y me felicitaban. En la danza hay más competencia y termina siendo muy frustrante. Por ejemplo, estás haciendo un ejercicio en la barra y si vos levantás la pierna a 180 grados, la que está atrás tuyo quiere un poquito más. Y eso quizás no está tan bueno. Ni hablar del tema del cuerpo y del peso. El pole, en cambio, es para todo el mundo. O sea, tengas 20 años, 5 o 60. Cualquiera puede hacerlo. No existe eso de “tenés que bajar de peso” y me parece que es sano.
-Cuando decís que cualquiera puede bailar pole dance, ¿te referís a cualquiera que tenga facilidad para la danza?
-Cualquiera que quiera intentarlo. Uno quizás lo ve de afuera y dice: “Hay que tener mucha fuerza en los brazos”, pero no. Hay mucho de abdomen y de piernas también. Eso sí, si lo hacés por primera vez, muy probablemente te vayan a salir moretones por todos lados porque trabajás todo el cuerpo.
-¿Qué fue lo peor que te pasó en una competencia?
-Se me corrió la malla y se me vio un pezón. Entonces me descalificaron por una falla de vestuario. Me dolió mucho porque había ensayado un millón y medio a veces, incluso con el vestuario que usé. Estaba haciendo una posición con las manos muy abiertas y quebrando mucho a la espalda y se me corrió la malla. En el momento me di cuenta y, cuando bajé, me acomodé y terminé como abrazada, intentando taparme. Pero bueno, todo el mundo lo vio y me descalificaron.
-Entonces, ¿porque se asocia al pole dance o “baile del caño” con el striptease? Porque en tal caso que se te viera un pezón no debería haber sido tan grave.
-(Risas) Hay dos estilos de pole dance. Uno que es el exótico. Ese es el típico que se ve en las películas, con los zapatos, los pleasers que tienen como 15 o 20 centímetros. Y después está todo lo que es pole sport, que es deportivo, y el pole art, que es el artístico. Yo competí tanto en sport como en art y es totalmente diferente a lo que se puedan imaginar cuando una dice el baile del caño. Tenés puesta una malla, no es que estás semi desnuda y sexy, sino todo lo contrario.
-Hay cierto prejucio social con respecto al pole dance, ¿alguna vez te sentiste juzgada?
-Para muchos tiene tiene una connotación sexual o exótica, pero la realidad es que hoy en día es considerado un deporte. Cuando arranqué no era tan consciente de lo que representaba en el imaginario el “baile del caño”, entonces de repente me preguntaban a qué me dedicaba y yo decía “hago pole dance”. Entonces me contestaban: “¿Y qué es eso?”. “El baile y caño”, decía y enseguida trataba de sacar el teléfono y mostrarles un video o una foto. Me ponía un poco nerviosa porque del otro lado había como cierta sorpresa. Después me cansé. Dije: “No tengo que dar tantas explicaciones. Que piensen lo que quieran”.
-¿Tenés tu propia Academia de danza en Don Torcuato?
-Sí, empezó como algo chiquitito y se fue volviendo algo grande. Hoy es VAF. Además de clases de danza, pole dance, acrobacia y teatro musical vamos a brindar muchos servicios, tanto para artistas como para atletas. Tenemos desde nutricionistas hasta coaches de alto nivel, maquilladores y fotógrafos. Cuando el baile se vuelve una profesión y vos venís de la nada y no das con profesionales que sean “del palo” terminás pasándola mal. La idea es brindar un servicio integral y toda esa contención que se necesita para dedicarse a la danza.
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