Fue un paso de comedia. En medio de aquella gran tragedia que era el país de entonces, y en la que se avecinaba, la fuga del todopoderoso ministro de Bienestar Social del tercer gobierno de Juan Perón y del de su heredera, María Estela Martínez, fue un vodevil mal escrito, un sainete de idas y vueltas, una tragicomedia equívoca de carpa circense.
El 19 de julio de 1975, presionado por las fuerzas armadas que ya no querían verlo ni cerca de la Presidente, por los poderosos sindicatos liderados por el metalúrgico Lorenzo Miguel, que habían sido sus socios y ahora eran sus enemigos, y por una sociedad harta de sus payasadas, de sus amenazas, del reino de terror desatado por la banda terrorista de extrema derecha Triple A que, se sospechaba con acierto, dirigía, amparaba y financiaba su ministerio, José López Rega huyó del país.
Un tipo que había soñado con cantar ópera en el Colón, su voz atiplada no daba para Verdi, seamos sinceros, no podía marcharse como cualquier desterrado de la política, en silencio y sin rencores. Armó un escenario de opereta, intentó disfrazar su evasión de una épica falsa que luego copiaron otros gobiernos y otros personajes, y dio un salto hacia adelante antes de perderse por once años en un exilio de lujo hasta que, en 1986, el FBI, que lo tenía en la mira, lo invitó a que dejara su departamento en Bahamas y viajara a Miami para entregarse. Fue extraditado a la Argentina y murió en prisión, sin juicio, en 1989.
Aquel sábado invernal, López Rega protagonizó una escapada de película entre la residencia de Olivos, donde se había atrincherado y manejaba a la Presidente y a su gobierno, la casa de la calle Gaspar Campos 1065, de Vicente López, donde había vivido Perón al regreso de su exilio, y el Aeroparque, donde el avión presidencial T-02 lo esperaba para llevarlo quién sabe dónde. Fue un disparate que rozó la tragedia porque, mientras López Rega saltimbaqueaba de un lado a otro, seguido por periodistas y alcahuetes, su custodia había sido desarmada en Olivos por el jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, y los jardines de la residencia eran un depósito de ametralladoras de última generación, las famosas Uzi israelíes, escopetas Itakas, granadas de mano, fusiles de asalto belgas y panes de trotyl: un menú típico de la Triple A.
Al caer el sol de aquella tarde, cuando, por fin, el odiado y temido López Rega enfiló para el Aeroparque, cayó en la cuenta de que le faltaba algo en su equipaje hecho de apuro en el que intentó meter, sin éxito, algunas pertenencias de Perón, que había muerto un año antes. En el auto que lo llevaba a toda velocidad a su destino incierto, López Rega gritó: “¡El diploma…! ¡Falta el diploma…!” ¿Cuál diploma? Un motorista de la Policía Federal, que custodiaba la caravana, tuvo que regresar entonces a Olivos, entrar en aquel escenario de guerra en el que había incluso cuatro carriers del Ejército, llegar a la vera de la acongojada Presidente y pedir el “diploma”. Le pusieron en las manos un enorme tubo plástico, de los que sirven para proteger planos y mapas, y el motorista volvió a enfilar a toda velocidad hacia el Aeroparque.
Cuando López Rega tuvo en sus manos aquel paquetón, gritó a la prensa: “¡Soy embajador, soy embajador!”. El famoso diploma era el decreto, redactado de urgencia, por el que Isabel Perón nombraba a López Rega “embajador plenipotenciario en Europa”, así, de un plumazo y para todo un continente, cargo que el beneficiado jamás ejerció.
Pero con ese “diploma” subió al avión presidencial y con él bajó en Brasil, y con él subió al avión de Varig que el día siguiente lo llevó a Madrid, a vivir en la Quinta 17 de octubre, en el 6 de la calle Navalmanzanos, en el barrio de Puerta de Hierro, que había sido el refugio de Perón y de su mujer durante más de una década, y el suyo a lo largo de casi ocho años.
Cuando López Rega gritó “¡El diploma, el diploma!”, el país se caía a pedazos, sacudido por la primera gran crisis económica del siglo pasado, ensangrentado por los ataques de la guerrilla peronista de Montoneros y la marxista del ERP contra empresarios, dirigentes gremiales, policías, diplomáticos, oficiales de las fuerzas armadas e instalaciones militares, a los que respondían, también a mansalva, grupos parapoliciales y militares que o bien actuaban por su cuenta, o bien estaban integrados a la Triple A. Pasó no hace mucho y no tan lejos.
La mala estrella de López Rega, un amanuense de Perón, con lo que Perón decía odiar a los amanuenses, que fue su mayordomo y se convirtió en su mala sombra, empezó poco después de la muerte del general, en julio de 1974. Ejercía un dominio total sobre Isabel Perón, ahora en ejercicio de la presidencia y sin capacidad política alguna. Estaba identificado como jefe de la Triple A, ligada al ministerio de Bienestar Social a su cargo: entre julio y septiembre de 1974, le adjudicaban 220 atentados, casi tres por día, 60 asesinatos, uno cada diecinueve horas y 20 secuestros, uno cada dos días. Las denuncias contra la Triple A en organismos internacionales, como el Tribunal Russell y la Federación Internacional de Derechos Humanos, hablaban de dos mil muertos en treinta meses.
López Rega se apoderó del poder, o lo intentó con cierto éxito, se deshizo de los ministros críticos que habían sobrevivido a Perón en el gabinete, entre ellos a José Ber Gelbard, ministro de Economía y artífice de un Pacto Social que nació muerto por el asesinato del secretario general de la CGT, José Rucci, a manos de Montoneros y luego del triunfo electoral que le abrió a Perón el camino a su tercera presidencia. Tuvo serios roces con la Iglesia a raíz, entre otras cosas, de su pasión por el esoterismo y por la ciencia astral basada en la influencia de los colores
La aventura económica de López Rega en el gobierno de Isabel Perón, terminó con el nombramiento de uno de sus alfiles, Celestino Rodrigo, también con inclinaciones esotéricas, que asumió el 2 de junio de 1975. Al día siguiente, las naftas aumentaron entre el 127 y el 181 por ciento, el kerosén y el gasoil 50 por ciento; dos días más tarde, el boleto mínimo aumentó el 50 por ciento, la leche el 23, el pan el 20, los taxis el 140 por ciento, la ficha de subterráneo el 150 por ciento. Los salarios se ajustaron sólo el 46 por ciento. El día antes de sus anuncios, que pusieron al país patas arriba, Rodrigo confió a sus íntimos: “Mañana me matan, o empezamos a hacer las cosas bien”.
No sucedió ninguna de las dos cosas. En cambio, sí empezó una batalla por equiparar los salarios depreciados con los aumentos del gran golpe de mercado conocido como “Rodrigazo”, el primero de los que padeció luego el país. Las medidas también llevaron a la ruptura entre los grandes gremios y López Rega, en especial entre la CGT que lideraba Casildo Herreras y Lorenzo Miguel, de la poderosa UOM, que también disputaba con López Rega el poder influir sobre Isabel Perón.
Un oportuno viaje a Brasil, donde se había nutrido su pasión por el esoterismo, alejó a López Rega de las críticas y de aquel campo de batalla. Sin embargo, regresó de sus vacaciones con un alarde acaso inoportuno de matonismo, era su estilo: “Llego al país con ánimos renovados para darles duro a quienes no quieren colaborar con la patria. Y a los que tengan la cabeza dura, les vamos a encontrar una maza adecuada a su dureza: el quebracho argentino es muy bueno”. El país no estaba para eso, ni mucho menos: la escasez de alimentos, las góndolas vacías de los supermercados no remitían a la nobleza del quebracho, sino a la inquietante incógnita sobre el futuro. Y al humor. En el escenario del teatro Embassy, Susana Rinaldi encarnaba a una diva harta, lánguida y punzante: “¿Vio, señora…? ¡Ya no hay ni papel higiénico! Total, ¡para lo que una come…!”.
El poderoso ministro, al que su torpeza desenfadada acercaba cada vez más al abismo, también se llevaba pésimo con el poder militar. Tenía un enemigo poderoso en el jefe de la Armada, el almirante Emilio Massera, y también había tenido roces de variada intensidad con los edecanes militares de Isabel. La relación entre ministro y Presidente parecía haber excedido ciertos límites.
Jorge Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín, custodia presidencial, supo que un día, uno de sus oficiales había sorprendido a López Rega cuando abofeteaba a Isabel Perón. El joven oficial había empuñado su pistola, había apuntado al ministro y le había preguntado a la Presidente qué quería que hiciera. La respuesta fue: “No, no… Deje… Él me revitaliza. O que pasa es que yo, a veces, me confundo”. O no fue el único episodio, o hay otra versión del mismo que involucra al edecán naval a quien Massera, enterado de la bofetada, le ordenó cómo actuar con López Rega ante un episodio similar: “La próxima vez, lo mata”.
Las relaciones de López Rega con las fuerzas armadas también estaban deterioradas por una denuncia contra la Triple A, impulsada en abril de 1975 por Sosa Molina. Un joven oficial, el teniente Juan Segura, había detectado por mero azar las oficinas donde se editaba la revista El Caudillo, que dirigía Felipe Romeo. El semanario era la voz de López Rega y el soporte ideológico, si eso era posible, de la Triple A. En esas oficinas le habían presentado a Segura a una secretaria de López Rega y habían admitido entusiasmados que operaban “con oficiales de las tres fuerzas armadas”.
Años después, Sosa Molina revelaría: “El oficial me lo contó con la certeza de que había estado en el lugar más importante de la Triple A”. Lo que no reveló en su momento Sosa Molina fue que no había habido azar y que la investigación de Segura había sido ordenada por él.
La elevó al jefe de Operaciones del Ejército, general Enrique Rosas, que la envió al Jefe del Estado Mayor Conjunto, general Jorge Videla. Todo llegó a manos del ministro de Defensa, Adolfo Savino que citó al jefe del Ejército, general Leandro Anaya.
Savino recibió al Anaya con un insulto: “Hijo de puta, ¿ahora venís con todo esto? ¿Vos no conocés igual que yo todo esto?”. En 1998, cuando se reveló este diálogo, relatado años antes por el propio asistente de Anaya y testigo de aquella entrevista, coronel Miguel van der Broeck, Anaya, que pasó a retiro después de sus diferencias con Savino y López Rega, negó con vehemencia los términos de aquella conversación e intentó retar a duelo al periodista que le había publicado, empresa de la que fue disuadido por el entonces jefe del Ejército, general Martín Balza. A más de dos décadas, el fantasma del lopezreguismo regía aún ciertas pasiones argentinas.
Conocedor de la denuncia de Sosa Molina, López Rega lo citó a su despacho y le preguntó si él era quien lo había acusado de ser el jefe de la Triple A. Antes de contestar, Sosa Molina notó un movimiento a sus espaldas, en unos cortinados pesados que ocultaban la boiserie oscura de la oficina ministerial. Giró la cabeza y vio en la sombra al temible jefe de la custodia del ministro, subcomisario Rodolfo Almirón, sindicado también junto al suboficial de la Federal Miguel Ángel Rovira, como jefes operativos de la Triple A. “¿Qué hace Almirón aquí atrás?”, quiso saber Sosa Molina. Entonces López Rega dijo que era un “exceso de celo” de su centurión a quien pidió se retirara, y, con lágrimas en los ojos, o lo que parecían lágrimas, juró al militar que él sólo dedicaba sus días, y su vida, a la grandeza del país.
Cercado por su torpeza, su ambición, los crímenes desembozados de la Triple A, y por una gigantesca manifestación popular en Plaza de Mayo que exigía, “Isabel, coraje / al Brujo dale el raje”, López Rega renunció el 11 de julio junto a dos de sus fieles: Savino y el ministro del Interior, Alberto Rocamora.
Rodrigo se fue días después, el 17. Lo que hizo López Rega fue atrincherarse en Olivos, muy cerca de la Presidente, y digitar desde allí quién podía verla y quién no. Fue un filtro para varios miembros del gabinete que sospechaban, junto con las autoridades militares, que era López Rega quien tomaba muchas de las medidas de gobierno.
La Presidente recibió un ultimátum: López Rega tenía que irse del país. El entonces ministro de Defensa, Jorge Garrido, le había llevado a Olivos la postura de los tres comandantes en jefe, Massera, Alberto Numa Laplane, que había reemplazado a Anaya, y el brigadier Héctor Fautario. De los tres, a dos de ellos les quedaba poco tiempo en el gobierno. Numa Laplane fue desplazado un mes después, el 23 de agosto, cuando fue hallado el cadáver torturado del coronel Argentino del Valle Larrabure, asesinado por el ERP y, también porque sus pares no aceptaban su tesis de un “profesionalismo integrado” por parte de las fuerzas armadas. Fautario fue relevado en diciembre, luego de una rebelión en su fuerza. Se fue no sin antes advertirle a la presidente: “Tenga cuidado señora, porque la van a derrocar”.
Lo mismo que le habían sugerido a Isabel los jefes militares, había hecho el ministro de Justicia, Ernesto Corvalán Nanclares. Y lo reclamaban también la CGT y los más poderosos sindicatos. La presión había llegado incluso al titular de la Cámara de Diputados, Raúl Lastiri, casado con Norma López Rega, hija del ministro.
Con la partida de López Rega ya decidida, el primero de los pasos de comedia fue quién disponía del avión presidencial Tango 02. Consultaron con la Fuerza Aérea y su jefe, el brigadier Fautario, dijo que el avión estaba a disposición de la Casa Militar. Pero el jefe de la Casa Militar era el capitán de navío Enrique Ventureira, de manera que preguntaron al almirante Massera que dijo que todo era cuestión de la Fuerza Aérea. Pidieron también la opinión del Ejército, que guardó un sabio silencio. Por fin, Ventureira decidió alistar el avión y ponerlo en espera en Aeroparque. El marino estaba curado de espanto con López Rega. Ni bien asumió como jefe de la Casa Militar, el ministro, un huésped permanente en Olivos, lo había invitado a tomar un whisky y a recorrer la residencia. En esa caminata, sin aviso, le soltó: “Yo sé lo que se dice por ahí, que yo ando con la señora. Pero le aseguro, capitán de navío, que hace veinte años que no ejerzo”. Un poeta.
Para evitar males mayores, todos previos a la partida de López Rega, Sosa Molina decidió desarmar a su custodia, que se movilizaba armada hasta los dientes y en veloces Ford Falcon, que empezaron ya a ser un símbolo en aquella Argentina indefensa. Antes, en medio de la tensión, recibió al confesor de la presidente, un sacerdote de piadosas intenciones y sin sentido de la oportunidad, que intentó recordar al militar las virtudes cristianas de todos los implicados en aquella tensa tarde, incluida la custodia del súper ministro. Sosa Molina lo despachó con una amable frase bíblica: “Vea padre, lleguemos a un acuerdo. De la copa de los árboles para arriba, manda usted. Y de la copa de los árboles para abajo, mando yo”.
De la copa de los árboles para abajo, a Sosa Molina le esperaba una tarea delicada, si no quería que todo terminara en tragedia.
Unos doscientos civiles, muchos integrantes de la Triple A, pretendían entrar en la residencia de Olivos para rescatar a su jefe, defender a la Presidente o para lo que hiciera falta; estaban armados y pretendían forzar los portones de entrada que daban a la calle Villate. “¿Qué hacemos? ¿Les impedimos la entrada?”, quiso saber un oficial. Sosa Molina dijo que no, pero desplazó cuatro carriers blindados M-113, desplegó un escuadrón reforzado de ciento cincuenta granaderos para embolsar a la banda lópezreguista que quedó entrampada y desarmada ni bien pisó los jardines de la residencia presidencial. El arsenal que quedó en el césped, era el de uno de los ejércitos privados más poderosos de la época.
Resignado a su destino, López Rega viajaba a esa hora a la casa que fue de Perón, en Gaspar Campos 1065. Estaba a cargo de Juan Esquer, el jefe de la custodia personal de Perón, que integraban suboficiales del Ejército ya retirados.
Esquer y sus hombres, y en esa casa, habían planeado asesinar a López Rega para “quitarle de encima un problema a Perón”. Lo mismo había intentado hacer Montoneros, según reveló en su momento Roberto Perdía. A Esquer le pidieron desde Olivos que evitara que López Rega se llevara cosas personales de Perón. Tal vez, el ex ministro pronto a fugar hubiese elegido la capa azul-gris acero del uniforme de gala del general, con la que se había paseado por los jardines de Olivos después de la muerte de Perón.
Mientras tanto, en Olivos, María Estela Martínez de Perón vio todo aquel despliegue militar y creyó que el golpe de Estado tan temido había llegado.
Hace ya más de dos décadas, Sosa Molina reveló parte del diálogo dramático que mantuvo con Isabel Perón. “Coronel, ¿estoy presa?”, preguntó la Presidente. “Señora, ¿cómo me pregunta eso?”. “Es que no veo ni a Rovira ni a Almirón”, dijo Isabel, en referencia a los considerados jefes de la Triple A. “Rovira y Almirón no son sus custodios, señora –dijo Sosa Molina– son custodios del señor López Rega. Su custodia es la Policía Federal, que está aquí, y mi regimiento”. Isabel insistió: “No, no, pero dígame si estoy presa, porque todo este dispositivo, y las armas que les han quitado… ¿Qué significa todo esto? Quiero que venga Almirón acá.” El militar hizo que llamaran al subcomisario Almirón. “Quédese con la señora”, le ordenó. Y antes de regresar a su despacho de Olivos, intentó tranquilizar a la Presidente: “Señora, tenga la plena seguridad de que en este momento, estamos defendiendo su vida”.
López Rega volvió a Olivos con dos maletas con efectos personales, ninguna pertenencia de Perón, algunos libros de su autoría sobre ritos esotéricos, emisión de energía y las profundidades enigmáticas del más allá, dos trajes y el efectivo suficiente para pagar los primeros días de su vida fuera del país: la de él y la de los seis custodios que lo acompañaron, entre ellos Almirón y Rovira.
En Olivos se despidió de la Presidente, nadie sabe de qué hablaron, trepó al auto que lo llevaría al Aeroparque, sólo custodiado por las motos de la Policía Federal. En algún momento de ese viaje debe haber pensado lo fatuo de ese nombramiento inútil, inexistente, el último entremés de su trágica opereta. ¿A quién iba a presentar sus credenciales de embajador plenipotenciario de la Argentina en Europa? Entonces, de pronto, se acordó y gritó:
-¡El diploma…! ¡Falta el diploma…!
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