Los médicos del Hospital Bazterrica estaban sorprendidos. Lo de los mellizos Hanna era algo más que mera semejanza física. Respetaban las atribuciones del componente biológico: mismas facciones, mismos gestos, misma contextura, mismo pelo, mismo tono de voz. El asombro obedecía a una extraña simbiosis: cuando bajó la saturación de oxígeno de Hugo, también bajó la de Gustavo. Los resultados de los análisis eran idénticos. Como si se tratara de un mismo organismo. Daba igual quién fuera: los indicadores clínicos arrojaban valores repetidos.
No hay comprobación fáctica del origen: presumen que se contagiaron coronavirus el mismo día en una reunión familiar discreta. El primero en ser internado fue Gustavo el domingo 27 de junio. El martes 29 cayó Hugo. Con diagnósticos confirmados, con una dosis de la vacuna contra el covid-19, les asignaron la misma habitación. Primero lo intubaron a Gustavo: su hermano, que estaba consciente, vio la escena, se asustó, se puso nervioso. Lo tuvieron que sedar. Solo los separaba una mampara. El devenir de la enfermedad fue lento y progresivo para los dos mellizos que habían empezado a fumar el mismo día, a sus catorce años, y que habían dejado de fumar el mismo día, a sus cincuenta años. Atravesaron dos semanas de internación con un pronóstico poco alentador. El desenlace fatal era un final predecible.
El sábado 10 de julio a las 3:40 de la madrugada falleció Hugo. Mientras despedían sus restos en el cementerio de La Tablada, moría Gustavo. El deceso se registró el domingo 11 de julio a las 9:40 de la mañana. Habían nacido el 14 de enero de 1959: perdieron la vida 22.823 días después con treinta horas de diferencia. Tenían 62 años. “Cuando falleció mi tío, ya sabíamos lo que le podía pasar a mi viejo. Conociéndolos era algo esperable”, dice Julio, uno de los dos hijos de Gustavo. Él teoriza sobre una suerte de telepatía, de cierta unión química. Su hipótesis es refrendada por un sinfín de ejemplos concisos y de anécdotas entrañables.
Julio asegura que cuando a uno le dolía la panza al otro también, recuerda que cuando una vez uno se lastimó el brazo, al otro día el otro amaneció con dolor en la misma zona. Experimentaban un raro ejercicio de somatización transferible. Ellos, conscientes de esa coordinación tácita, se reían. Gustavo Zylberberg, amigo íntimo de la familia, dice que hasta roncaban igual y que cuando él estuvo internado por covid, primero le llegaba el mensaje de uno de los hermanos y enseguida le entraba el mensaje del otro: las preguntas que le hacían -agrega- eran las mismas. Las mismas, también, eran sus visiones de vida: “Cuando tenía un problema y le pedía consejos por separado, los dos me recomendaban lo mismo”, repara.
Gabriel Szusterman, otro amigo de los Hanna, entrega una evidencia más de esa unión simbiótica. Gustavo se había ido a vivir en 1995 a Israel con su esposa Liliana y sus hijos Julio y Brenda. Fue la primera vez que los mellizos vivieron distanciados en el mapa, en husos horarios distintos. Ese intervalo los había afectado: se sentían algo desamparados, amputados. Gabriel, que tenía planeado visitar Israel, decidió financiar también el viaje de Hugo. “Le dije que la única condición era que no le dijera nada. Pero no pudimos sorprenderlo. Gustavo lo llamó a Hugo y le dijo ‘escuchame, boludo, ¿vos vas a venir, no?’. Y Hugo le dijo: ‘¿de qué me estás hablando? Gabi es el que va para allá’. ‘No, vos vas a venir. Yo soñé que vas a venir a Israel, yo siento que vos vas a venir a Israel. No me engañés, pelotudo’, le contestó Gustavo. Y Hugo no pudo sostener la mentira”.
Gustavo lo había percibido. Lo mismo pasó cuando Gabriel había acompañado a Hugo a averiguar por un auto. Era la década del noventa y las comunicaciones eran procesos arduos, esquematizados. Los llamados eran pocos y específicos. Gustavo, que por entonces seguía viviendo en Israel, los interrumpió en el paseo para contarles que, justamente, se había comprado un auto nuevo. “Es paradójico decirlo ahora, después de que los dos se hayan muerto por covid. Pero cuando no estaban cerca uno del otro, era como si les faltara oxígeno. Necesitaban abrazarse, necesitaban reírse, necesitaban discutir con su espejo”, define Gabriel. “Tenían como una conexión, era una cosa increíble. Hugo era una especie de extensión de mi papá y a la inversa también. Eran como un mismo ser en dos personas distintas”, resume Julio.
Eran, a su vez, hijos de Julio Hanna y Adela Raquel Lerman. Sus padres habían arribado al país desde Polonia en la antesala de la Segunda Guerra Mundial. Huyeron de la persecución nazi. Julio, su padre, llegó con su hermano con apenas diez años. Se asentaron en las fronteras de los barrios porteños de La Paternal y Villa Crespo. Aprendió a confeccionar ropa, incursionó en el mundo de las telas, conoció a su esposa, se casaron y criaron a cuatro hijos: Natalio, Gerardo y los mellizos Hugo y Gustavo.
Gerardo, conocido como Jerry, asimiló la expresión artística de la familia. Su compromiso social lo llevó a ser perseguido por la última dictadura militar. Su nombre figuraba en la lista de las personas a desaparecer. Como si fuese un designio familiar, huyó de su país de origen escapando del horror. Se exilió en Brasil, donde la rama de los Hanna proliferó. Los otros hermanos se quedaron en Buenos Aires. Hugo formó familia primero: con Gloria tuvieron a Matías, a Diego y a Guido. A los pocos años, Gustavo conoció a Liliana y fruto de esa relación nacieron Julio y Brenda.
Educación primaria en el Bialik de Villa Devoto, educación secundaria en el Manuel Belgrano y el Bartolomé Mitre. Hacían todo junto: hinchas de River, futboleros fervientes, jugaron al fútbol en el Bialik de Sahores y después en el Club Social Israelita Sefardí (CSIS) de Monte Grande, donde se establecieron y le transfirieron la pasión a sus hijos. “Eran bastante calentones los viejos. Se empezaron a juntar en el Café San Bernardo de Villa Crespo, donde iban a jugar al dominó. Terminaron yendo siempre a Paloko, donde tenían su barra de amigos. Eran de la vieja escuela. Sus amigos dicen que cuando discutías con uno, discutías con los dos. Era una discusión en estéreo”, repasa Julio.
Gustavo había emigrado al país en plena década del noventa en busca de prosperidad económica. Regresó en 1999 con una promesa de trabajo en una importadora de electrónica. Era vendedor por naturaleza. Hugo había vendido relojes, ropa. Los dos eran comerciantes de vocación: habían entrenado el oficio de la venta por legado paterno, clásico recurso de adaptación de los inmigrantes. Hace seis años habían montado un local propio en una esquina de la avenida San Martín: Electrónica Paternal. Hoy lo gestiona Guido, diseñador gráfico. Julio es un viajero, nómade, músico y actualmente se encuentra en Estados Unidos. Diego estudia veterinaria en Brasil. Brenda cursa la carrera de imagen y sonido en la Universidad de Buenos Aires.
La familia, los amigos, los cafetines, los asados multitudinarios, las cartas, el fútbol y, cuando no dieron más las piernas, el tenis: el orden de sus pasiones. “Lo más importante de todo -describe Julio-: su amor a la familia y cómo se mantenían unidos era una inspiración para todos. Verlos tan juntos te hacía querer abrazar a tu hermano. Se mataban, discutían todo el día, pero se amaban. Eran seres mágicos”. Dice lo que le repitieron todos: que eran puro corazón, que eran personas justas, nobles.
A los que lloran a los mellizos Hanna los sana las formas anunciadas del final. Hugo y Gustavo nacieron y murieron juntos. Empezaron y terminaron juntos. Vivieron una vida redonda, conclusiva, sin saldos pendientes. “Lo lindo es que no quedó nada sin decirnos. Tanto mi viejo con nosotros y mi tío con mis primos. Nos vieron fuertes. Se fueron en paz los melli. Y se fueron juntos, como vinieron y como era de esperarse”, agradece Julio.
Julio quería responder las preguntas de Infobae de manera escrita. Eligió contestar con un relato improvisado, dejándose guiar por el pulso de las emociones y los recuerdos. Ya había redactado un texto que recurre a piezas poéticas y se construye como carta. Gabriel Szusterman lo leyó en el entierro. En las últimas líneas, les pide que descansen en paz y les asegura que ya habían ganado la batalla.
El texto completo
Hoy toca despedir a mi héroe:
Mi papa; y hablar de él sin pensar en mi tío, padrino y también padre sería imposible. Por lo tanto voy a hablarles a los dos en singular.
Viejito. Te prometo amar, cuidar y poner siempre primero a la familia como siempre hiciste. Te prometo irme de este mundo sin deberle nada a nadie como vos te fuiste. Te prometo ser justo, honrado y generoso como siempre lo eras. Te prometo decir siempre lo que pienso con seguridad sin nunca perder el respeto por el otro, como nunca te vi hacer. Te prometo ayudar, siempre que pueda, a algún ser querido que necesite una mano, como varias veces te vi hacer. Te prometo nunca rendirme y levantarme siempre cuando la vida castigue, como siempre hacías. Te prometo, si llegara, ser tan buen marido y compañero como lo fuiste con mamá. Y sobre todo te prometo seguir mis sueños hasta el final con tu determinación e insistencia como te gustaría verme.
Gracias Papu, gracias tío. Por regalarnos la vida con ustedes, por dejarnos tan hermosos valores, por ser tan genuinos, tan divertidos, amigueros, leales y reales. Por ser excelentes padres, amigos de fierro y grandes maestros de vida. Siempre van a estar con nosotros, sus hijos, como siempre estuvieron. Descansen en paz, su batalla está ganada. Honor de llevar este apellido y este nombre. Amor eterno y gratitud a ustedes: ¡son inmensos!
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