Daniel Barceló viste un suéter rojo y una camisa blanca que asoma por los pliegues del cuello. Tiene un reloj en su muñeca izquierda y los ojos cerrados. Abraza con los dos brazos a su hijo Lautaro. El lenguaje corporal de la foto denota un sentimiento de profundo cariño: no lo abraza, casi que lo estruja. Lautaro, con jean, zapatillas blancas, campera celeste, pelos rubios y un corte de época, mira a la cámara con los ojos entrecerrados. El sol se proyecta desde el este y rebota en sus rostros. Es un mediodía de diciembre de 1994. Están en el egreso de sala de cinco en un jardín de infantes de La Plata. “No siempre, pero fuimos felices. Gracias por compartir tantos recuerdos conmigo. Inesperado”, escribió al pie el nene de la foto 26 años después en las vísperas del Día del Padre de 2021.
Lo hizo a través de un hilo desde su cuenta de Twitter. Compactó la historia de su padre y el mar en doce tuits. Tituló el relato “Una historia verídica del Día del Padre”. Desde la primera línea aclara que se trata de una biografía sintética, auténtica, y no un cuento de no ficción. Lo desmenuza en orden cronológico. Infobae lo contactó para completar los vacíos, saltos y grises de la historia. Un testimonio que empieza por su adolescencia, por sus estrenos laborales, y culmina en la burocracia de su fallecimiento, en el arduo encargo de avisarle a sus conocidos del deceso.
Daniel tenía 21 años y dos trabajos que no eran simultáneos. Durante la época de no vacaciones era empleado administrativo de una papelera: hacía las veces de “che pibe”. En la temporada de verano, trabajaba de guardavidas: lo suyo. “Su sueño -acredita Lautaro- era vivir de cara al mar, nadar hasta el horizonte todas las mañanas y plancharse en el fondo, donde ya nadie pueda verlo”. La vida siguió imperturbable hasta que una noche de invierno un hallazgo inesperado le inauguró una proyección.
Dijo, primero, que su padre había encontrado el mapa de un tesoro en una bolsa de residuos. “Al principio no creyó lo que veía, nadie le creyó tampoco, pero algo de eso lo atraía y lo fue convenciendo. Tras dos años de búsqueda, logró dar con el preciado tesoro”, escribió. En diálogo con este medio, precisó que el concepto “mapa del tesoro” es edulcorante. Encontró, en definitiva, algo importante que nadie interpretó como presuntamente valioso. “Los detalles de esa historia -advirtió- prefiero reservarlos para en un futuro poder contarlos mejor”.
Lo que sí certifica es que Daniel se había encontrado con un salvavidas económico encubierto. Corría el año 1974. Se aferró a esa proyección y tras meses de averiguaciones, descubrió que se trataba de un objeto codiciado. Se había adjudicado un bien millonario en el que solo él había confiado. “Era una fortuna lo suficientemente considerable como para cumplir su sueño de construir su palacio turístico frente a una playa”, redactó el hijo menor. Se lo vendió a una reconocida empresa argentina. Cobró el dinero y a los pocos días ya había ido a visualizar su balneario.
Buscó un paraíso, ganó la concesión y empezó a esbozar su anhelo. Instaló una casilla frente al mar para cuidar y diagramar su inversión. “Le costaba mucho atravesar los inviernos. De noche se quedaba leyendo novelas de vampiros. Les tenía terror, se pasaba noches en vela escuchando ruidos marinos, confundiendo cualquier zumbido con el acecho de un chupasangre. Con el tiempo, le perdió el miedo a todo”. A su hijo también le explicó que la playa era un lugar de encuentro para personas que no encontraban su lugar en el mundo. Se rodeó de buscadores de segundas oportunidades: ex presidiarios, mercenarios de guerra, anónimos que querían purgarse. Los contrató.
“Algunos terminaron trabajando con él y sé que mi papá prefería que no fueran personas comunes y corrientes. Él apreciaba las historias. Su amor era el mar, así que sus valoraciones sobre el bien y el mal venían después. Según me contó, en esas noches de invierno, también leyó sus primeros libros de filosofía y empezó a interesarse en el tema”, narró Lautaro. La filosofía sería, después, un salvoconducto espiritual. La construcción fue lenta e intensa. En enero de 1979 inauguró el balneario Ckai ken cuando San Bernardo era un pueblo fantasma. Eran él y su primer empleado: Lautaro lo describió como “un mercenario que luego pondría su vida en juego en varias guerras rentadas”.
“No estaba seguro de su apuesta, no estaba seguro de San Bernardo, no estaba seguro del balneario. Estaba cegado por la idea de vivir frente al mar, eso era todo para él”, contextualizó. Había depositado su fortuna y su destino en unos ladrillos sobre la arena. Ckai ken remite al idioma mapuche pero su significado exacto y la razón de la elección del propietario son incógnitas. Daniel le enseñó a su hijo que el primer golpe de suerte no hubiese tenido efecto si no hubiera ocurrido el segundo. No le creyó a su empleado cuando éste le dijo que había un campeón del mundo con la selección argentina entrando al balneario con su familia. Era Ubaldo Matildo Fillol y quería alquilar una carpa para pasar todo el verano.
Su presencia resultó magnética. El arquero del buzo verde con la 5 en la espalda se había coronado en el Mundial celebrado en Argentina apenas un año antes. La gente empezó a poblar el balneario solo para estar cerca del campeón. Los usuarios que comentaron su publicación en Twitter avalaron sus dichos: argumentaron que le pidieron jugar a las cartas y hasta armar un picadito en la arena. La visita de Fillol, inesperada y milagrosa, significó la consumación del sueño de Daniel.
“El campeón del mundo fue lo único que necesitó mi papá para pasar quince años en la playa”, aseguró Lautaro. El negocio creció a límites desorbitantes. Ckai ken, ubicado por entonces sobre la avenida Costanera y entre las calles Hernández y Gutiérrez, triplicó sus metros cuadrados y sus filas de carpas de lona roja, Daniel se hizo compinche de Fillol: comían asados y hasta una vez lo subió en la parte trasera de su camioneta Ford F100 para promocionar su balneario por las ciudades costeras. Duda ahora si ese hecho es real o una fábula que llegó a sus oídos. Sabe que su papá conservó para siempre un sentimiento de gratitud noble y genuino: “Siempre que veía al Pato en la tele se emocionaba mucho, hasta las lágrimas. Le hablaba al televisor y decía: ‘¡Grande Pato!’. Mi viejo, de joven, compitió como atleta, en lanzamiento de bala y jabalina, corría. Era fanático de los Juegos Olímpicos, comprábamos cajas de VHS cada vez que se jugaba uno para grabarlos en cinta y después etiquetar sus disciplinas favoritas. Así que cualquier persona que se haya colgado una medalla por un logro deportivo ya le generaba de por sí una admiración sin igual”.
Tanta suerte fue un riesgo. El azar, a la larga, se equilibró. “En 1994 -repasa Lautaro- el Mar Argentino se cobró la deuda: nadie puede tener tanta suerte sin dar nada a cambio”. Daniel había vivido quince años de prosperidad hasta ese verano, hasta esa tarde. No hay ningún residente que haya quedado indiferente a tamaño fenómeno climático. La tormenta, el temporal y la crecida del mar barrieron el balneario. Agotó todos los recursos disponibles para detener el desastre: hasta trajo a un ingeniero alemán para diagnosticar la dimensión y graduación de los daños sufridos por la tempestad. Pero no hubo caso: desperdició sus ahorros en el intento por sostener su sueño. Y se desmembró. “Dejó que el mar se llevara hasta los mega sistemas de sonido que tenía para el balneario. Con esos equipos tocaron Os Paralamas Do Sucesso, por ejemplo”, agrega Lautaro.
Tenía una campera beige y un Ford Fierra destartalado cuando regresó a su casa en La Plata. Se juró no regresar nunca más a la costa argentina. Se había desencantado con el mar. Se sentía traicionado. Fue a pedirle trabajo a un empresario respetado: la crítica que le hizo lo desarticuló. “El empresario se enojó con mi papá -recuerda Lautaro-; le dijo que había tratado a una empresa como si fuera una persona y que por ese vínculo emocional se había quedado en la calle”.
La esposa, a quien conoció -¿dónde sino?- en las playas argentinas, asumió entonces el rol de proveedora. Eran ya finales del ’94, como en la foto, y Daniel compartía espacio en un departamento básico con su esposa, su suegra y sus dos hijos. Tenía 41 años cuando comenzó a somatizar la angustia: engordó cerca de cuarenta kilos en un año. Seguía siendo un hombre ágil y fuerte secuestrado en un cuerpo con panza. El desasosiego de la familia Barceló se radicalizó en julio de aquel año. Daniel se recibió como profesor de filosofía y epistemología en la Escuela Superior de Policía, donde les enseñaba las materias sociales a bomberos, policías y pilotos.
Estaba negado con el mar. Era capaz de conducir hasta Brasil veinte horas sin aire acondicionado para huir de la vulnerabilidad y la ira que le provocaba la costa argentina. Pero las prioridades de padre pesaron más que el rencor. Lautaro era un adolescente cuando se quedó varado con sus amigos en Ostende. Ya había consumido todo su dinero para comprarse el pasaje que reemplazaba al micro que había partido frente a sus ojos. Lautaro le solicitó, como situación excepcional, que lo fueran a rescatar. Aún sabiendo que su papá se mostraba reacio a embarcarse en un viaje de emergencia al Partido de la Costa.
El joven había perdido el micro de regreso a Buenos Aires a las tres de la tarde. Horas después, aparecieron sus padres. Era de noche, decidieron quedarse un día más. No fue un día. “Cuando llegó a buscarme, ya no quiso irse más”, redactó Lautaro. Significó un viaje de reparación y reconciliación. “Nos teníamos que ir porque era una casa prestada, pero no había forma de convencerlo de volver. Se iba todo el día a nadar hasta el fondo del mar y desaparecía. Llegaba a la casa jadeando y se iba a dormir. Fue una situación bastante incómoda y difícil de explicar a los dueños de la casa”, relató.
Eligió recordar, sin embargo, para la última conmemoración del Día del Padre, la fascinación recuperada de Daniel con el mar: “Lo vi y fue como el Gran Pez, nadando hasta el fondo y desapareciendo de mi vista. Me quedaba preocupado en la orilla y él se ausentaba a veces por dos horas. Se iba nadando hasta perderse y volvía guiado por el oleaje”.
No pasaron muchos años más hasta su muerte. Lautaro no recuerda con precisión el tiempo y omite los datos más íntimos de su historia: el nombre de su madre y de su hermano, las fechas exactas de los sucesos, la valoración de Daniel en su ejercicio paterno, la ruptura de sus padres. No cuenta cómo fallece pero dice que fue una muerte repentina en enero de 2015. Dice, a su vez, que una semana después del deceso, entraron a robar en su casa y se llevaron todo lo que podía conservar fotos y agendas de contactos: al llevarse los celulares y la computadora, los delincuentes privaron de la noticia a muchos de los conocidos de Daniel. El duelo pudo haber sido masivo, entre el clamor de familiares, estudiantes, ex presidiarios, mercenarios, habitantes y habitués del San Bernardo de la década del ochenta. Solo tres viejos alumnos que se enteraron de casualidad fueron a despedirlo.
“Sé que antes de morir volvió a ir al mar. Y sé que nadó. Y nadó. Y nadó”, contó su hijo. Habrá sido esa la despedida del mundo de los vivos de Daniel Barceló.
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