El hombre acababa de cumplir 45 años, pero lloraba como un chico en los brazos de su madre.
-Otra vez estoy escuchando voces que me dicen que mate, mamá – dijo con palabras entrecortadas por los sollozos -. Maté a cuatro chicas en los Estados Unidos y me buscan hace 21 años. Ya no puedo más, las voces volvieron. Me quiero entregar.
El hombre se llamaba Ricardo Caputo y la confesión la hizo en 1994 en Mendoza, en la cocina de la casa de su madre. Hacía años que no se veían, porque Caputo había emigrado muy joven a Nueva York y no había vuelto nunca a la Argentina. Esa vez volvió con un objetivo preciso; contarle todo a su madre antes de entregarse porque, le dijo, no quería volver a matar.
Entre 1971 y 1977, Ricardo Caputo había asesinado a Nathalie Brown, de 19 años; Judith Becker, de 26; Barbara Ann Taylor, de 28; y Laura Gómez, de 23. Las autoridades creían que no habían sido sus únicas víctimas y sabían de otras mujeres que se habían salvado por un pelo de morir en sus manos.
En esa charla en la cocina, la madre de Caputo también supo que su hijo había estado durante años en la lista de los diez criminales más buscados por el FBI y que incluso por un tiempo había sido el “Número 1”; también que había huido a México y cambiado 17 veces su identidad y eludido siempre a quienes lo buscaban. Supo, en definitiva, que su hijo, Ricardo Caputo, era el asesino en serie de mujeres que en los archivos criminales y en la prensa de los Estados Unidos todos llamaban “Lady Killer”.
Una infancia de abusos
Ricardo Silvio Caputo, “Caíto”, nació en la ciudad de Mendoza en 1949. Era el hijo del medio de un matrimonio roto y creció junto con sus hermanos, Alberto y Alicia, en una pequeña casa de la calle Salta al 1.400, donde sufrió los abusos de la nueva pareja de su madre.
-Lo abandonaron cuando era chico. Lo violaron, lo golpearon, lo ignoraron – contaría muchos años después en una entrevista su hermano Alberto.
Hacia 2010, cuando reconstruyó su historia, el periodista Rolando López, del diario mendocino Los Andes, logró entrevistar a unos pocos de sus antiguos vecinos. En general, lo describieron como “un chico simpático, entrador y buen mozo”.
Otra antigua vecina recordó: “Era un pícaro, siempre recuerdo que cuando tenía entre 16 y 17 años, a fines de la década del ’60 ya era amante de una mujer mayor que lo pasaba a buscar en un auto con chofer, se lo llevaba y después lo traía. ‘¿Vieron?’, nos decía cuando lo volvían a dejar en la cuadra. Caíto era un loco; su hermano, Alberto, un talentoso. De Alicia, su hermana menor, la verdad es que tengo pocos recuerdos”.
De sus amigos de la adolescencia, solo uno aceptó hablar, con la condición de que solo selo identificara por su nombre, Guido. Contó que Ricardo tenía mucho éxito con las mujeres y recordó: “Una vez me dijo: ‘Hay dos tipos de sonrisas que tienen las mujeres y que te dan la pauta de que están muertas con vos. Una, es la sonrisa de la boca, del gesto de la boca; la otra es cuando se ríen con los ojos, cuando te están mirando y escuchando y sus ojos se iluminan. Cuando esas dos sonrisas se juntan, en ese momento único es cuando le tenés que dar el beso. Es el momento de las dos sonrisas: la de la boca y la de los ojos’. Nunca me voy a olvidar de esa frase. Tenía 17 años, pero ya era un galán y sabía de mujeres”.
Dejar todo atrás
Detrás de esa imagen se escondía un joven torturado psíquicamente y abusado que quería escapar de su familia y de su ciudad a toda costa. Cuando tenía 19 años hizo un viaje a Nueva York, con visa de turista, y se quedó un año haciendo trabajos mal pagos y viviendo en una pensión. Regresó a Mendoza para hacer el servicio militar en la Cuarta Brigada Aérea, pero apenas le dieron la baja volvió a irse, ya para no volver.
De vuelta en Nueva York, Ricardo Caputo consiguió dos trabajos: de noche era conserje del Hotel Barbizón, exclusivo para mujeres; de día trabajaba en el lujoso Hotel Plaza, frente al Central Park.
Corría 1971, Caíto había cumplido 22 años y pronto sintió que se había enamorado de la que sería la primera víctima de su serie, Natalie Brown, una chica de 19 años que trabajaba como cajera en un banco.
Natalie, la primera
Después de unos pocos meses de relación, Caputo creyó que Natalie era la mujer de su vida y le propuso casamiento. Pero la chica no estaba convencida, había algo que no le cerraba de aquel argentino tan seductor.
La situación estalló en julio de 1971, una noche que Caputo se quedó adormir en la casa de los padres de su novia y quiso mantener relaciones con ella. La chica se negó y entonces él quiso violarla.
Natalie alcanzó a salir del dormitorio y escapar hasta la cocina, perseguida por su novio. Allí Caputo la alcanzó, empuñó un cuchillo que había sobre la mesa y la apuñaló. No le alcanzó con eso: cuando Natalie cayó ensangrentada al piso la estranguló “hasta que su cuerpo dejó de temblar”, según contaría más tarde.
Entonces se levantó, fue hasta el teléfono y llamó al 911:
-Acabo de matar a mi novia – dijo.
Los informes de los psiquiatras forenses lo salvaron de ir a la cárcel. Le diagnosticaron esquizofrenia y el juez decidió internarlo en un hospital de Beacon. Estuvo allí dos años, donde como laborterapia se dedicó a hacer bocetos y dibujos. Tenía talento y logró ganar y ahorrar unos dólares al venderlos.
Para entonces ya había conocido a su próxima víctima, una de las psicólogas que lo trataban, Judith Becker, de 26 años. Fueron las evaluaciones favorables de la propia Judith las que lograron que lo trasladaran a un hospital más abierto y le permitieran salidas transitorias. Para ella, eso fue fatal.
Estrangulada y desnuda
Caputo y Judith iniciaron un extraño romance. Dentro del hospital, ella era su psicóloga, durante las salidas transitorias de Caputo, se convertían en amantes. Pero eso al hombre no le alcanzaba, quería formalizar, Luego de mucho insistir, logró que Judith le presentara a sus padres, pero una de las condiciones que le puso su novia para hacerlo –que lo presentaría como un simple compañero de trabajo – lo sacó de quicio.
En la casa de los padres de la joven se comportó como un caballero, cumpliendo con la condición impuesta por Judith. Después volvió al hospital, pero ya algo se le cocinaba por dentro.
El 18 de octubre de 1974, pocos días después del episodio, Ricardo Caputo aprovechó su salida transitoria para ir al banco y sacar 1.500 dólares que había ganado con sus dibujos. De allí fue a la casa de Judith que, sorprendida, lo dejó entrar. Primero discutieron. En sus testimonios, los vecinos describieron la secuencia: primero gritos, después ruidos y golpes, y finalmente silencio. El silencio se hizo cuando Caputo estranguló a Judith con una media de nylon, luego de romperle el tabique nasal de un puñetazo.
Esa vez fueron los vecinos y no el asesino quienes llamaron al 911, pero cuando la policía llegó, Caputo ya no estaba. Antes de huir, desnudó a Judith y la dejó boca arriba sobre la cama. Se llevó también todo el dinero que había en la cartera de su víctima.
Una hora después de haber matado a Judith, Ricardo Caputo ya estaba a bordo de un ómnibus que, en un viaje de tres días, lo llevó a San Francisco. Allí se cortó el pelo y el bigote y compró una identidad falsa. Los papeles lo identificaban como Ricardo Donoguier, uruguayo. Sería la primera de las 17 que utilizaría en los siguientes veinte años. El FBI ya lo estaba buscando.
Un retrato y otra víctima
En San Francisco, con su nuevo aspecto y su identidad falsa -Ricardo Donoguier- se alojó en una pensión. Durante los meses siguientes se ganó la vida haciendo retratos en los bares. Así conoció a su tercera víctima, Bárbara Taylor. Corría noviembre de 1974.
Morocha, extrovertida, Bárbara Taylor era una mujer independiente que vivía sola y trabajaba como documentalista. Caputo la descubrió en un bar y le hizo un retrato, pero en lugar de ofrecérselo en venta, se lo regaló. Conversaron, ella lo invitó a comer y comenzaron a verse todos los días.
Empezaron una relación sentimental, pero pronto Bárbara se cansó de su novio artista. Tal vez para alejarlo, en diciembre lo ayudó económicamente para que viajara a Honolulú, Hawai, donde Caputo trabajó como mozo en un restaurante.
Allí, en marzo de 1975 conoció a Mary O’Neill, que estaba de vacaciones. De alguna manera logró que la chica lo invitara al departamento que alquilaba y discutieron. La empezó a golpear, pero no llegó a matarla por la llegada providencial de un chico que viajaba con ella. Caputo huyó, volvió a San Francisco y se reencontró con Bárbara.
Durante casi un año mantuvieron un noviazgo con altibajos, hasta que finalmente, en abril de 1976, la joven le dijo que no quería verlo más. Caputo contaría años después que, en el mismo momento que Bárbara rompió con él, empezó a escuchar de nuevo voces en su cabeza pidiéndole que matara.
La mató la noche del Viernes Santo. Al día siguiente, la policía encontró el cadáver de Bárbara en su departamento. “La cara de la chica estaba desfigurada; en sus muslos, brazos y manos se podían ver los hematomas hechos a partir de los golpes de una pierna que usaba las mismas botas de texanas que al sospechoso le había regalado su novia. En la nuca de la víctima los puntapiés fueron de tal magnitud que presentaba la piel abierta hasta el hueso”, describió uno de los detectives a un periodista.
Mientras lo buscaban por toda la ciudad y su rostro estaba en todos los diarios, Caputo logró cruzar la frontera con México, donde consiguió una nueva identidad: Ricardo Martínez Díaz.
Para entonces, “Lady Killer” – como lo había bautizado el Daily Mail – encabezaba la lista de asesinos buscados por el FBI.
Laura, la víctima mexicana
Ricardo Caputo se radicó en Ciudad de México con su identidad falsa. Como Ricardo Martínez Díaz conoció a Laura Gómez, de 23 años, hija de un poderoso empresario del transporte.
Al poco tiempo, Caputo y Laura tenían un noviazgo formal, que al asesino le reportaba un beneficio extra: la joven le consiguió un importante cargo en la empresa de su padre.
Todo parecía ir bien hasta que –contaría después– Caputo volvió a “escuchar voces”. Fue en junio de 1977 durante una discusión en la que Laura le pidió que se casaran. La chica había quedado embarazada, pero no se lo dijo.
Caputo se negó a casarse porque temía que eso pusiera al descubierto su falsa identidad y la discusión subió de tono hasta que el asesino tomó una barra de hierro y la golpeó más de diez veces en la cabeza.
Una vez más había matado y también esta vez logró escapar.
Un libro
Muchos años después, entrevistado por la periodista y escritora Linda Wolfe para su libro Love me to death, Caputo hablaría de su relación con las cuatro mujeres que había asesinado:
-Yo amaba a Natalie. ¿Por qué habría querido matarla? Amé también a Laura. A Bárbara no la quería, pero era mi amiga. La única a la que no amé o que no me gustaba era Judith. Con ella era una cuestión de necesidad. Yo la necesitaba. Laura me amaba y quería casarse conmigo. Pero yo era un asesino y no podía decírselo. Nunca lo hubiese entendido. Entonces no podía casarme con ella. Pero cuando le dije esto se puso triste. Yo quise aliviar su dolor – le dijo.
Un ciudadano “normal”
Después de matar a Laura Gómez, Ricardo Caputo, ahora con el nombre de Roberto Domínguez, volvió a los Estados Unidos. Pese a ser uno de los hombres más buscados por el FBI, no había una sola pista que permitiera rastrearlo. Se transformó en un fantasma, durante casi 17 años.
Según pudo reconstruirse después, con su nueva identidad se radicó en Los Ángeles, donde se casó con una mujer llamada Felicia, con quien tuvo dos hijos. Felicia desapareció en 1984, pero Caputo-Domínguez salió airoso de la investigación: se lo descartó como sospechoso y jamás se descubrió quién era realmente.
Más tarde se trasladó a Chicago, donde se casó nuevamente, esta vez con Susana Elizondo, con quien tuvo cuatro hijos. Seguía casado con ella en 1994, cuando le dijo que debía hacer un viaje. Su destino era la Argentina, más precisamente Mendoza, donde se reencontraría con su madre para confesarle sus crímenes.
-No tengo nada malo que decir: siempre fue un excelente padre y esposo. Nunca sospeché de él – diría Susana a la prensa luego de que Caputo se entregara.
Los abogados y los medios
En Mendoza, la madre de Caputo le pidió que todavía no se entregara. Buscó los servicios de un abogado local, Mario Lúquez, y del psiquiatra Fernando Linares, que había tratado a Ricardo cuando era un niño.
Linares hizo un diagnóstico de esquizofrenia para ayudarlo en el proceso judicial que enfrentaría en los Estados Unidos, mientras que Lúquez se puso en contacto con el abogado neoyorquino Michael Kennedy. Se trataba de un abogado de famosos –entre ellos Ivana Trump– y muy caro. Para pagar sus honorarios, Lúquez sugirió a Caputo que vendiera la historia a los medios antes de entregarse.
Para eso tendría que volver a los Estados Unidos y grabar una entrevista televisiva con la cadena ABC. Le pagarían cien mil dólares y luego se entregaría.
Una entrevista tremenda
La entrevista grabada fue emitida en horario central, durante el programa Primetime Life.
– ¿Mató usted a Natalie Brown? – arrancó el periodista Chris Wallace.
– Sí, señor – contestó Caputo
– ¿Mató a Judith Becker?
– Sí, señor.
– ¿Mató a Bárbara Taylor?
– Sí, señor.
– ¿Mató a Laura Gómez?
– Sí, señor.
– ¿Por qué las mató?
– Creo que fue por mi niñez.
– ¿Recuerda el día que mató a Natalie Brown?
– Sí, me acuerdo que fue un sábado. Agarré un cuchillo, pero no sabía lo que iba a hacer. La oía gritar y la veía borrosamente. Veía líneas blancas, rojas y azules y muchos puntos. Había puntos por todos lados.
– ¿Era consciente de que la estaba acuchillando?
– No. Sabía que estaba haciendo algo malo, pero no sabía qué estaba haciendo.
– ¿Sabe por qué mató a Judith Becker?
– No, estaba mentalmente enfermo.
– Hay mucha gente que piensa que usted es un asesino frío.
– No, señor. ¿Por qué habría de matarlas? ¿Para qué? No tendría sentido. Sólo estando loco podría haber hecho esto.
– ¿Cuál era su nombre cuando estaba con Laura Gómez?
– Ricardo Martínez.
– ¿Sabía que ella estaba embarazada?
– No. ¿Estaba embarazada? No…
La entrega y el final
Ricardo Caputo, acompañado por el abogado Kennedy, se entregó a las autoridades el 9 de marzo de 1994. El FBI lo buscaba desde hacía más de veinte años.
Fue sometido a juicio. En sus palabras finales ante el juez, “Lady Killer” dijo:
-Me entregué a las autoridades, señor juez, para evitar más muertes.
Lo condenaron a 25 años de prisión y fue trasladado a la prisión de Attica. Cuatro años después de su confesión televisiva murió allí de un ataque al corazón. Tenía 48 años.
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