Elpidio González, quien había sido ministro de Guerra y Jefe de Policía en el primer gobierno radical, le preguntó la hora a Marcelo T. de Alvear, que por momentos lloraba como un chico. También estaban Honorio Pueyrredón, hijos y amigos de la familia, todos rodeando el lecho donde Hipólito Yrigoyen había dado el último suspiro. Era una modesta habitación, decorada únicamente por un cuadro de la virgen que colgaba arriba del respaldo de la cama.
-Son las 19 y 21 –respondió Alvear.
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen murió nueve días antes de cumplir los 81 años. Fue dos veces presidente, el primero en ser elegido por la ley Sáenz Peña y víctima del golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 y referente de la Unión Cívica Radical desde el suicidio de su tío, Leandro N. Alem.
Los militares golpistas no tuvieron reparo en encarcelarlo en la isla Martín García cuando lo desalojaron del poder, lo que perjudicó su salud. A comienzos de 1933, los médicos Roque Izzo, Pedro Escudero, José Tobías y Armando Meabe no lograban determinar un diagnóstico certero. Yrigoyen arrastraba problemas respiratorios y digestivos. Tenían temor de un posible cáncer de garganta por su acentuada ronquera.
Estas indefiniciones llevaron a los familiares a convocar a un curandero, un cura capuchino que golpeaba las partes del cuerpo enfermas con trozos de queso y también llamaron a un japonés que aspiraba el mal del enfermo con solo apoyar su cabeza en el pecho.
En marzo se sintió mejor y le recomendaron otros aires para su recuperación. Había pensado Brasil pero se negó porque en el pasaporte querían poner “ex presidente” y él insistía en que seguía siéndolo. Eligió Montevideo. Se embarcó el 5 de abril junto a Elena, su hija inseparable, la que había tenido a los 20 años con Antonia Pavón, y a la que nunca reconoció como a sus otros hijos, si bien siempre se ocupó de ellos. También viajaron la inseparable Isabel Menéndez, su secretaria, el doctor Landó y el ex comisario Fernando Betancour, un conservador que cambió de idea en cuanto lo conoció. En la capital uruguaya tuvo entrevistas con políticos y tiempo para paseos. Debió interrumpir la visita tres semanas después cuando tuvo que regresar de urgencia por el fallecimiento de su hermana Marcelina Yrigoyen de Rodríguez.
Vivía en una casa en Sarmiento 844, casi esquina Carabelas. Los médicos le recomendaron hacer reposo por esa ronquera que no se le iba. Salvo por la compañía de su hija, su secretaria y un par de incondicionales, nadie lo visitaba. Sí recompuso la relación con su hijo Eduardo, con quien no se hablaba desde hacía veinte años.
El 1 de julio le diagnosticaron bronquitis aguda que a la noche se transformó en una bronconeumonía. Al día siguiente, se confesó con su amigo Fray Alvaro Alvarez y Sánchez. Luego rezó una misa e Yrigoyen comulgó. Y monseñor Miguel de Andrea le dio la bendición papal.
Primero fueron grupos aislados pero pronto fue una multitud la que se congregó ese día frente a su domicilio, esperando su recuperación. La demolición de muchas casas entre Sarmiento y Diagonal Norte abrió un gran espacio que enseguida fue ocupado por la gente, a la que no le importó ni el frío ni la llovizna. Los que lo votaron y siguieron lo vieron como el apóstol que los conducirían al triunfo sobre lo que Yrigoyen llamaba “el Régimen”. Se habían enterado por las noticias que daban los diarios.
El lunes 3 entró en un sopor, recibió la extrema unción y a las 19:21 falleció. La gente se enteró cuando se abrieron las puertas del balcón y vieron salir a Tamborini, que invitó a todos a descubrirse. No hubo más que decir. Algunos lloraban, otros se arrodillaron, muchos vivaron el apellido del ex presidente y todos cantaron el Himno.
El cuerpo fue embalsamado y lo vistieron con el hábito de los dominicos. Recién a las dos de la madrugada habilitaron la entrada a la gente, que a esa altura se calculó en cientos de miles.
El velatorio duró dos días y medio. El gobierno decretó honras fúnebres, que la familia rechazó. El ministro del Interior Leopoldo Melo se acercó a la casa, pero no lo dejaron pasar y se retiró entre insultos y abucheos. Costó convencer a la juventud radical, que pretendió velarlo en una plaza, y hasta propusieron que fuera en la de Mayo. Alvear debió salir a calmar a la multitud.
Al mediodía del 6, partió el cortejo a la Recoleta. La voluntad de Yrigoyen fue la de ser sepultado en el Panteón de los caídos en la Revolución del Parque. Debieron descartar la carroza fúnebre. La gente –muchos habían viajado desde el interior- lo llevó a pulso. Fueron inútiles los esfuerzos del Escuadrón de Seguridad para mantener el orden. La gente pinchaba a los caballos y le tiraban fósforos encendidos a los policías.
Según escribió en sus memorias Benito LLambí, que presenció el cortejo desde un balcón “desde la altura, el movimiento de la multitud , que se apretaba en torno al ataúd, se percibía como una marea humana que atravesaba la calle de vereda a vereda, acompañando el rumor de los pasos sobre los adoquines. Creo que allí pude percibir , por primera vez, el misterio que encierra una genuina manifestación popular”.
El cortejo demoró cuatro horas en llegar al cementerio, donde se pronunciaron los discursos de rigor. La contracara la brindó el gobierno que no decretó asueto y amenazó con el despido a los empleados públicos que faltasen al trabajo para ir a las exequias. Salvo algunos políticos, como Alfredo Palacios, no hubo pronunciamientos sobre su muerte. El periodismo también puso lo suyo. Como a los 20 años se había hecho cargo, gracias a su tío Leandro Alem de la seccional 14º de la ciudad, un diario tituló “Murió el ex comisario de Balvanera”. Demasiada injusticia para un presidente de la democracia.
Fuentes: Vida de Hipólito Yrigoyen, de Manuel Gálvez; Yrigoyen, de Félix Luna; Revista Caras y Caretas