El enigma sin resolver ya lleva treinta y cuatro años. Y ni miras. Destinado a consagrar la sacralidad imposible en esta patria “bárbara y desdichada”, como le hace decir Ernesto Sábato al general Lavalle, el misterio ya roza casi el olvido, con una indiferencia injuriosa que nadie salva ni por cortesía.
Quiénes profanaron la tumba de Juan Perón en la Chacarita, quiénes violentaron la bóveda familiar y abrieron el ataúd, quiénes serrucharon las manos embalsamadas del tres veces presidente de la Argentina, quiénes robaron su sable y un poema que su tercera esposa había dejado como trémulo homenaje póstumo; cómo lo hicieron, para qué, por qué y dónde están los restos del cadáver, es un arcano impenetrable que junta polvo en expedientes judiciales, en otras tumbas originadas acaso por el robo, entre ellas las del primero de los jueces que intervino y que murió en un extraño accidente con olor a atentado, y acaso en las tumbas de quienes participaron en la profanación y se han marchado ya de este mundo con el secreto a cuestas.
Todo empezó el 26 de junio de 1987, a trece años de la muerte del general, como un disparate. Pero los disparates forman parte de la realidad en la Argentina desde hace mucho tiempo. Ese día, tres cartas llegaron a manos del entonces presidente del PJ, Carlos Grosso, del secretario general de la CGT, Saúl Ubaldini, que murió en 2006 y al despacho del senador Vicente Leonides Saadi, que murió en 1988. Junto a la carta había un papel partido, que desprendía el aroma acre de la humedad, que decía, con un lenguaje cándido y ligero: “Te acuerdas Juan, / cuando tomados de la mano / recorríamos el jardín / y vos me arrancabas una flor / como prueba de tu amor (…)”
El texto de la carta contradecía con descaro la inocente lírica del poema que la acompañaba. Estaba escrito a máquina y decía: “Junio 23 de 1987. Por la presente llevo a su conocimiento que con fecha 10 del corriente mes y año, el grupo al cual represento procedió a retirar o amputar las manos de los restos de quien en vida fuera el Teniente General Juan Domingo Perón (…)”.
Pedían ocho millones de dólares de rescate y ofrecían como prueba de que la cosa no iba en broma ese fragmento de papel húmedo y de dudosa fragancia, habían enviado un segmento a cada destinatario, que había descansado junto a los restos del general.
La carta extorsiva hablaba con ironía de la tumba de Perón. La calificaba como un “ex nicho blindado”, contenía errores ortográficos demasiado evidentes para ser reales, eses en lugar de zetas, acentos en palabras que no los merecían, y una firma críptica destinada a detectives aficionados: “Hermes Iai y los 13”. La alerta estalló en el peronismo y en el gobierno de Raúl Alfonsín, herido en un costado por la rebelión militar de Semana Santa de dos meses antes, un intento de golpe de Estado que marcó la aparición de los “carapintadas” en la vida política del país.
Como el país, aquel gobierno empezaba a descascararse también por una serie de atentados que devolvían a la sociedad a los violentos años 70: en ese junio que terminaba, habían estallado treinta y tres bombas, a un promedio de más de una por día, en locales partidarios de la UCR, en casas de jueces, políticos y sindicalistas, en colegios y en cines, mientras el poder militar le quitaba la sordina al descontento cuartelero por los juicios por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, que se extendían ahora por debajo de la jerarquía de los comandantes, juzgados en 1985.
El 29 de junio, acaso alertado por las versiones constantes de una posible profanación de la tumba, Roberto García, un sobrino del general, visitó la bóveda de Tomás Perón en la Chacarita: había una claraboya rota, aunque el ataúd estaba allí abajo, intacto. O al menos eso parecía. Faltaban, sí, el sable y la gorra de Perón. Hizo una denuncia por robo en la comisaría 29, que empezó a investigar el Juzgado de Instrucción número 27 a cargo de Jaime Far Suau.
El miércoles 1 de julio el juez decidió inspeccionar en persona la bóveda, luego de que terminaran los homenajes recordatorios a Perón en un nuevo aniversario de su muerte.
Fue a la noche de ese día cuando la justicia descubrió que el ataúd había sido violentado, habían partido el cristal que lo protegía, habían agujereado la caja metálica que dejaba ver ahora los brazos del general con las muñecas serradas. La gorra estaba caída a un costado. Faltaba el sable.
Ante el cadáver profanado y mutilado de Perón, Far Suau, conmovido, pidió un minuto de silencio en su memoria.
El juez no lo sabía, pero ya desde la mañana temprano, los servicios de inteligencia lo estaban “caminando” para reunir información sobre su vida privada y judicial: hábitos, costumbres, preferencias, fortalezas, debilidades, familia, pasado, todo aquello que pudiera ser útil para para ejercer un eventual control, acaso una decisiva influencia sobre sus decisiones judiciales. Lo normal en la conducta de las cloacas del Estado, al amparo irónico de aquella socarrona frase de Perón que aseguraba que todos los hombres son buenos, pero si se los vigila son mejores.
La profanación sacudió al peronismo y al gobierno de Alfonsín, en especial a su ministro del Interior, Antonio Tróccoli, y al jefe de la SIDE, Facundo Suárez. Por lo demás, el robo de las manos de Perón entró en el limbo en el que entran en la Argentina los grandes casos criminales que rozan la política: infinidad de pistas falsas, parálisis judicial, yerros difíciles de explicar en las investigaciones, pactos de silencio, medidas dilatorias, oscuridad, confusión, olvido, impunidad.
El caso fue precursor, casi un ensayo general, de las investigaciones que intentaron dilucidar los atentados a la Embajada de Israel de 1992, a la Amia, en 1994 y el asesinato del fiscal Alberto Nisman, en 2015, sin mencionar los numerosos y dudosos suicidios que pretendieron cerrar, y en algunos casos lo lograron, investigaciones judiciales.
Más allá de las pesquisas, el misterioso “Grupo de los 13” insistió en aquel mes de julio en varios llamados telefónicos que exigían el rescate de ocho millones de dólares, una suma que el PJ decía no tener y que tampoco estaba dispuesto a empeñar, de tenerlos, en la recuperación de los restos. Los llamados cesaron.
En 1997 los periodistas Damián Nabot y David Cox publicaron Perón, la otra muerte, una minuciosa investigación sobre el caso, en el que afirmaron que el robo de las manos de Perón fue ordenado por Licio Gelli, aquel mafioso que pergeñó en Italia la logia masónica fascista Propaganda Due, y que en 1973 había sido condecorado por Perón con la más alta distinción argentina: el collar de la Orden del Libertador.
Según Nabot y Cox, los archivos de Gelli demuestran que el texto y la firma de la carta, “Hermes Iai”, están relacionados con las creencias egipcias y esotéricas que profesaba Gelli, y que además era indudable la participación de agentes de inteligencia argentinos, en actividad o retirados después de actuar durante la dictadura: además de servir a los intereses de Gelli, el robo provocaría una enorme conmoción en el país, haría tambalear tal vez al gobierno de Alfonsín y condicionaría de alguna forma los juicios pendientes a los militares del “proceso”. Antes de su muerte en 2015, en una charla telefónica con Nabot, Gelli negó toda vinculación con el caso.
Por piedad, o con alguna firme certeza, la Justicia prefirió determinar que la firma del mensaje extorsivo, “Hermes Iai”, correspondía a la máquina de escribir, marca Hermes, en la que se había redactado el mensaje. Si fue así, los delincuentes eran de una crueldad flagrante, pero se permitían el humor.
Otro libro sobre el caso, La profanación, de Claudio Negrete y Juan Carlos Iglesias, apoya la teoría del móvil político y del apoyo de los servicios de inteligencia. Afirman que los profanadores tuvieron que usar la llave de la bóveda porque la mutilación de las manos de Perón debió hacerse con el ataúd fuera de la bóveda, y descartan cualquier apoyo del entonces gobierno a los profanadores. Iglesias, uno de los autores del libro, que murió en 2007 era un antiguo afiliado al radicalismo y también amigo del juez Far Suau.
Algunos episodios siniestros y singulares echaron más oscuridad sobre el caso. El 22 de noviembre de 1988, Far Suau murió en un extraño accidente de autos cuando regresaba de Bariloche de visitar a su hijo. En su momento, había interrogado en Madrid a la viuda de Perón, María Estela Martínez. Todos los detalles de aquella entrevista viajaban con el juez en una carpeta negra que desapareció después del accidente. El Ford Sierra del magistrado volcó y se incendió, en plena recta, a pocos kilómetros de Coronel Dorrego. El juez de Bahía Blanca que investigó el episodio nunca creyó en la teoría del accidente: el auto se había quemado y destrozado y el cuerpo del juez, con la cabeza partida, había quedado a diez metros de los restos.
Junto con Far Suau murió quien era su mujer en ese momento, Susana Guaita. Y quedó herido de gravedad el pequeño hijo de Guaita, Maximiliano, que tenía entonces cuatro años. En 2015 y a los 31 años, Guaita reveló que el juez Far Suau había sufrido un atentado en una quinta familiar, en Moreno, cuando investigaba el robo de las manos de Perón. Reveló también al diario Perfil, que el día de la muerte del juez y de su madre, él escuchó un estallido en el auto, en el instante en que se dormía. “Escuché una explosión, como si explotara el calefón de tu casa. Y no recuerdo nada más hasta que me desperté en la clínica de Bahía Blanca”.
Guaita sostiene que está comprobado que el auto del juez llevaba los neumáticos cargados con gas y que no hubo un accidente, que se trató de un atentado. “¿Qué accidente? ¿Gas en las cubiertas? Y toda la mafia que se movía detrás del robo de las manos de Perón. Jaime era una persona que sabía demasiado y lo querían hacer boleta”.
Carlos Zunino, el comisario jefe de la seccional 29 que la noche del 1 de julio de 1987 acompañó a Far Suau a la bóveda familiar de los Perón, salvó su vida de milagro: lo asaltaron en su casa y le dispararon a la cabeza. Murió en enero de 2004. Luis Paulino Lavagno, uno de los serenos de Chacarita cuando el robo de las manos, que había denunciado que lo querían matar, apareció muerto a palos cerca del cementerio. Y también murió por una hemorragia cerebral causada por golpes María del Carmen Melo, una mujer que rondaba las tumbas, amiga y confidente de sepultureros y policías, que a diario llevaba una flor a la tumba de Perón.
La aparición de una copia de las llaves de la bóveda de Perón hizo que en 1994 el juez Alberto Baños reabriera la causa judicial. Había sido uno de los secretarios de Far Suau y coincidía con su antecesor en que los profanadores tenían en su poder las doce llaves del vidrio blindado que cubría el ataúd de Perón, que la mutilación se había hecho con el cajón fuera de su estante y que el cristal había sido roto para sembrar una pista falsa.
Baños centró parte de su investigación en la pista militar y pidió la colaboración del entonces jefe del Ejército, general Martín Balza, pero no hubo adelantos importantes en la investigación. En 2007, el juez pidió al gobierno de Néstor Kirchner que aportara información sobre medio centenar de personas, civiles y militares, relacionadas con la inteligencia de la dictadura y que aparecían ligadas al robo de las manos de Perón. Recibió muy poca información, apenas los antecedentes de una sola persona, en un papel membretado de la Jefatura de Gabinete, a cargo entonces del hoy presidente Alberto Fernández.
En julio de 2008 Baños había decidido pedir al gobierno que levantara el secreto de los organismos de inteligencia para que aportaran toda la información que tuvieran sobre la mutilación del cadáver de Perón: para preparar ese escrito, en el que iba a citar la falta de respuesta a su pedido anterior hecho al presidente Kirchner, Baños tenía en su casa tres cuerpos de la causa.
El domingo 6, un grupo comando entró a la casa del juez, en Adrogué, y se llevó los expedientes y su computadora portátil. Baños denunció el robo ante la Cámara del Crimen como una “operación de inteligencia” y justificó su sospecha con la precisión de un entendido: no le habían robado “ningún elemento de valor tales como equipos de música, instrumentos musicales, alhajas, joyas, relojes ni dinero en efectivo, aun cuando varios de esos bienes se encontraban perfectamente a disposición de los intrusos”.
Ese mismo domingo, un familiar cercano del juez, que lo había acompañado a recorrer la casa violentada, en ausencia de sus dueños los ladrones habían desactivado todos los sensores de la alarma, recibió varias llamadas telefónicas en la que una “voz cavernosa”, preguntaba por un tal “Justinio Valentino”. Según consignó Baños, los analistas de inteligencia los que consultó le revelaron que era una alusión a “quien hace justicia y se hace el valiente”.
Al año, el juez recibió en su despacho de Tribunales un pequeño ataúd de madera que contenía una bala y una foto suya con un punto rojo en la frente. Un recurso que iba a repetirse en 2015 luego de la muerte del fiscal Nisman. Su ex mujer, la jueza Sandra Arroyo Salgado, recibió la tapa de una revista con la imagen de Nisman con un círculo rojo en la frente.
Una noche de marzo de 2009, a las once y media y al regresar a su casa de Adrogué. Baños, junto a su mujer y a dos hombres de la Federal, sorprendieron a dos desconocidos en el parque. Hubo un intercambio de disparos entre el juez, uno de sus custodios y los asaltantes, que lograron escapar por uno de los laterales de la casa que hace frontera con las vías del ferrocarril. La investigación dijo “intento de robo”.
En 2014 el entonces abogado de María Estela Martínez, Atilio Neira, dijo que la CIA “tiene archivos en condiciones de desclasificar”, sobre el robo de las manos de Perón. Según Neira, la información de la central de inteligencia americana podría echar luz sobre la profanación y sobre la participación de agentes que “pertenecerían a los servicios de inteligencia militar” argentina, una hipótesis que en 1987 también había sostenido el jefe de la SIDE de Alfonsín, Facundo Suárez.
Neira reveló que David Cox, autor con Damián Nabot del libro Perón, la otra muerte, se había puesto en contacto con la CIA y había recibido “una respuesta positiva”, pero se trataba de documentación clasificada y que, para requerir su desclasificación, Cox debía recurrir a los tribunales de Estados Unidos. Neira tomó la posta en Buenos Aires y presentó un escrito al juez Baños para que pidiera, a través de la Cancillería, la desclasificación de esa documentación al parecer vital. Hasta ahora, no hubo respuesta.
En estos lodos, en estas cloacas, han chapaleado las desaparecidas manos de Perón sin que, diría el general en un arrebato de furia, haya tronado aún el escarmiento”.
Las pistas, los rastros, los testimonios, los protagonistas, las hipótesis se diluyen cada vez más en la bruma del tiempo. Lo que permanece intacto es el andamiaje social, político y jurídico que amparó la profanación, garantizó su impunidad y oculta todavía aquellos restos. El método no cambia.
La causa por el robo de las manos de Perón, sigue abierta.
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