(…) En el período temprano de los años setenta, cuando ya empezaban a conmover las primeras muertes, los pabellones de las cárceles empezaron a ocuparse con detenidos en acciones armadas, movilizaciones, huelgas, pintadas callejeras o actos públicos. También se organizaron fugas, que fueron respaldadas casi sin excepciones por logística y planificación del apoyo exterior.
Las dos primeras fugas colectivas de presos políticos se produjeron en cárceles de mujeres administradas por monjas de la orden religiosa Buen Pastor. Eran militantes políticas que comenzaban a involucrarse en la lucha armada.
Desde 1890, las monjas estaban a cargo del correccional de Buenos Aires. Dos años más tarde se hicieron del control de otro, en la ciudad de Córdoba. La cárcel de mujeres porteña ocupaba un edificio de la Casa de Retiros Espirituales de la Compañía de Jesús, construido en 1760 en el barrio de San Telmo.
A inicios de los años setenta, la intención de administrar cárceles a semejanza de la vida de clausura religiosa -con talleres de costura, bordado o encuadernación de libros, para la reinserción en la vida doméstica luego del arrepentimiento-, ya había sido desbordada por la transformación femenina en ámbitos estudiantiles, culturales, obreros y de política armada.
En junio de 1971 se produjo la primera fuga en Córdoba. Fue organizada por el PRT-ERP en la tarde del viernes 12, justo en el momento en que en el Departamento Central de Policía se anunciaba a la prensa la detención de una “célula extremista” de guerrilleros de esa organización, acusados del robo del arma a un agente de tránsito, el robo de dos automotores y el reparto de ropas y útiles en barrios.
Las presas habían ganado confianza con las monjas. Tejían en una pieza, hacían manualidades, deambulaban por el patio interno de la cárcel. El patio daba a un pasillo que conducía a la puerta de calle, que sólo estaba protegida por una reja con candado. Cada día, a las siete de la tarde, una empleada de la orden religiosa sacaba la basura por la puerta. Sólo la custodiaba un policía. Las detenidas, que conocían los movimientos internos, debían avisar el momento oportuno.
La operación se presumía sencilla, y más sencilla resultó porque cuando la empleada abrió la puerta de la cárcel, quince minutos antes de la rutina habitual, no estaba el policía que solía acompañarla, y un miembro del equipo militar del PRT-ERP la retuvo. (Roberto) Santucho, vestido de policía, entró en el pasillo para proteger la salida de las detenidas. Se fueron en dos autos que esperaban en la calle, custodiadas con fusiles automáticos.
De las cinco guerrilleras, cuatro pertenecían al PRT-ERP y otra a Montoneros. Eran Silvia Urdampilleta, Cristina Liprandi de Vélez, Diana Triay de Johnson, Alicia Quinteros y Ana María Villarreal, esposa de Santucho. Habían sido detenidas por reparto de mercaderías, tiroteo con la policía y el intento frustrado de secuestro de un armero. Cristina Liprandi había sido detenida junto a su marido Ignacio Vélez Carreras, el 1º de julio de 1970, día de la toma de La Calera.
La fuga de la cárcel de San Telmo: el apoyo externo
La segunda fuga de mujeres se produjo, quince días después de la de Córdoba, en la cárcel de San Telmo, también administrada por las monjas de la orden del Buen Pastor. Sucedió el sábado el 26 de junio de 1971.
Según el relato de Clarín del día siguiente:
“En una audaz y violenta acción comando, que por sus características no encuentra precedente en la escalada terrorista que azota a nuestro país, cuatro detenidas en el Instituto Correccional de Mujeres U. 3, ubicado en Humberto I 378 de esta Capital, fueron rescatadas por un grupo de por lo menos 10 personas, entre las que se contaban uno o más abogados. Esta última circunstancia es la que confiere al episodio ribetes realmente sorprendentes y la que resultó ser la clave del plan ejecutado, ya que los cuatro principales autores del golpe lograron penetrar al presidio amparándose, precisamente, en credenciales de letrados. Lejos de actuar como tales, extrajeron armas de sus portafolios y atacaron a los guardias, cuatro de los cuales resultaron heridos, además de una de las religiosas que actúan en el establecimiento. El episodio no terminó con la liberación de las reclusas, ya que la policía se lanzó tras ellas y sus cómplices en espectacular persecución. Esta acción generó un intenso tiroteo en la calle Grito de Asencio y Atuel, donde uno de los malhechores fue abatido. En sus ropas se hallaron credenciales de abogado y miembro de un organismo judicial. Los restantes integrantes del grupo lograron huir, y hasta última hora de anoche la policía continuaba empeñada en una intensa búsqueda”. (…) (Clarín, 27 de junio de 1971).
Enrique Sokolowicz, militante de las FAL (Fuerzas Armadas de Liberación), formó parte de la acción:
“El plan era que dos falsos abogados entraran en la cárcel el sábado por la tarde para ver a las detenidas. Los dos estaban calzados y, una vez adentro, apretaron a las monjas, que tenían a cargo la administración de la cárcel pero no la defensa armada. [Norberto] Liftschitz aprieta a la monja que tenía las llaves, la monja la tira lejos y cae debajo de un armario, en un desagüe. La celda estaba cerrada. Liftschitz la abrió con una o dos granadas. Esto alertó al sistema de guardia federal que estaba en el piso superior. Los tipos bajaban por las escaleras, y Bruno Cambareri, que tenía una metra, los mantuvo más o menos a raya, para poder liberar a las cuatro compañeras. Al estar bloqueados, los custodios van a la terraza y tiran a los distintos coches estacionados afuera. Había un montón de compañeros tirando al techo y así salieron las mujeres, pero dos quedaron heridas, y Cambareri también. (Enrique Sokolowicz)
Continúa la crónica de Clarín:
(…) “Ya con la puerta abierta, el grupo subió a los automóviles que los aguardaban a la salida, huyendo a gran velocidad. Queda como saldo las lesiones sufridas por sor Domitila —quien fue internada luego en el Costa Boero— y las heridas de bala que sufrieron J. Pablo Almeida, ayudante de 5º; Antonio Jiménez y Juan Carlos Schower, del mismo grado, y el ayudante principal Juan Pereira, quien en el momento del ataque se encontraba a cargo de la guardia. [...] Los presuntos extremistas se dieron a la fuga en un Jeep Gladiator color azul y en un automóvil Chevrolet. Desde ambos vehículos se arrojaron gran cantidad de clavos de tipo miguelito. [...] El siguiente escenario de los hechos fue la calle Piedras 1710, próxima a la sección Automotores de Clarín, cuyo personal observó con extrañeza que cuatro individuos jóvenes, actuando velozmente, procedían a descender de un automóvil marcha Chevrolet Super, color champagne acerado, al que dejaron mal estacionado a escasos metros del portón de salida de los vehículos de nuestro diario. Esto ocurría a las 13:40, aproximadamente. Se supo luego que los sujetos que habían descendido del vehículo, chapa B 195.438, se habían separado de inmediato. Tres de ellos —uno llevaba un bolso grande— se dirigieron hacia la avenida Caseros, en tanto un cuarto individuo fugaba rumbo a la avenida Martín García” (…). (Clarín, 27 de junio de 1971)
Continúa el relato de Enrique Sokolowicz, uno de los conductores de los autos de la fuga:
“Hicieron unas diez cuadras [desde la cárcel] y ahí estábamos otros cuatro coches. Yo era uno de los choferes. El coche era de mi viejo, lamentablemente. Yo tenía un 504 que habíamos afanado para la fuga, y un compañero, ya muerto en otra operación, se quiso quedar con el coche. Y yo pensé que en una segunda posición de un cambio de coches no habría ningún riesgo”. (Enrique Sokolowicz).
La crónica de Clarín:
(…) Según pudo establecerse posteriormente, los tres individuos, que tras abandonar el Chevrolet se dirigieron por Piedras, subieron allí a un automóvil marca Valiant IV, color gris perla, con la parte posterior del techo tapizada en material vinílico negro. El Valiant IV fue interceptado por un vehículo policial, perteneciente al VI Cuerpo de Vigilancia, iniciándose una nueva persecución. Esta unidad envió un mensaje por radio al Comando. Y de inmediato partieron otras unidades rumbo a Grito de Asencio al 3200, donde según la información suministrada por el patrullero se había entablado un tiroteo con los ocupantes del Valiant IV. En ese lugar, poco después, la concentración de fuerzas policiales era espectacular. Se hallaban presentes diez patrulleros con personal fuertemente pertrechado con armas largas y cortas, y un camión del Cuerpo Guardia de Infantería con su dotación fuertemente armada. (…) (Clarín, 27 de junio de 1971).
La visión de Sokolowicz, desde el auto de la fuga:
(…) Se había podrido tanto la cosa que nos siguieron con un helicóptero que volaba por Amancio Alcorta, en Parque Patricios. Yo llevaba a Bruno Cambareri y a su mujer, que había participado en la operación, y después se bajó. En el ínterin, tratamos de tomar un colectivo y hacer que la gente se bajara, pero el colectivero no abrió la puerta. Ya estábamos en el quilombo. Hasta que encuentro una “pinza” infernal. Nos estaba esperando un retén de la policía. (Enrique Sokolowicz)
La crónica de Clarín:
(…) El Valiant IV ingresó velozmente en Grito de Asencio, perseguido por el patrullero. En la intersección de esa arteria y la calle Iguazú se detuvo el patrullero al ver que por Atuel (la otra esquina de Grito de Asencio) aparecía otro vehículo policial. Así, el Valiant IV quedó cercado en ambas esqunas. En ese momento descendieron las fuerzas policiales, al tiempo que tres individuos bajaron del Valiant IV haciendo fuego indiscriminadamente contra los agentes del orden. Cayó herido en una pierna el sargento Camiño, mientras el Valiant IV, reiniciando furiosamente la marcha, esquivó al patrullero atravesado en la esquina de Grito de Asencio y Atuel, dándose a la fuga por la calle Pepirí. Las comisiones policiales centraron su fuego sobre los que habían quedado en Grito de Asencio, que corrieron a parapetarse en las inmediaciones. Dos de los individuos lograron saltar la pared de una finca vecina, escapando rápidamente, mientras el tercero cayó bajo el fuego policial, frente al número 3143 de Grito de Asencio. Para ese entonces, la concentración de efectivos era notable. Se rodeó la manzana y se inició la búsqueda de los dos prófugos. (Clarín, 27 de junio de 1971).
El relato de Sokolowicz:
(…) Intenté esquivarlos y doblé en una calle que daba al ferrocarril, cerca de la cancha de Huracán. Tuvimos que parar y nos bajamos. Bruno Cambareri y Luis María Aguirre, “Tato”, fueron a una parada de colectivo. Ahí apareció un patrullero y se armó un tiroteo de la puta que los parió. Ahí murió Cambareri, que ya tenía un tiro en el brazo. Aguirre se escapó y se metió en un conventillo, en una pieza. Había una familia jugando a las cartas, les dijo que era un revolucionario peronista y se puso a jugar con ellos con la pistola entre las piernas. Al rato cayó la Federal y preguntó si habían visto a alguien, y dijeron que no. Yo me fui caminando, paré un taxi y fui a la casa de unos compañeros de las FAL. Pedí que me alojaran ahí. Improvisé, porque se había podrido todo. El auto cayó a los pocos minutos y llamé a mi viejo y le dije que había chocado. Mi viejo empezó a hablar en ídish. Ellos tenían la patente del auto, mis datos, los de mi viejo, y a los diez o quince minutos el teléfono ya estaba intervenido, me imagino que por la Federal. Entre las chicas guerrilleras que liberamos estaba Amanda Peralta, una histórica de las FAP, que había caído en Taco Ralo, muy amiga nuestra. (Enrique Sokolowicz)
Continúa la crónica de Clarín
(…) “Si bien la policía no proporcionó oficialmente el nombre de las evadidas —debido al secreto de sumario—, cabe suponer que se trata de las reclusas que los abogados pidieron entrevistar al presentarse al Instituto. Se trata de Ana María Papiol, Lidia Marina Malamud de Aguirre, Ana María Solari y Amanda Beatriz Peralta de Diéguez. Con el propósito de recordar los hechos en los que intervinieron las citadas, cabe señalar que la mencionada en último término integraba el foco guerrillero descubierto en Taco Ralo, Tucumán, en septiembre de 1968. Ana María Papiol, licenciada en Filosofía y Letras, integró un grupo extremista que, luego de asaltar a varios agentes de policía, perpetró diversos hechos delictivos en las provincias de Córdoba y Santa Fe. Ana María Solari, médica, intervino junto a su novio y otro individuo en el frustrado asalto a un departamento de la calle Rivadavia 4986. De su confesión quedó comprobada su participación en varios episodios de tipo extremista. Finalmente, Lidia Marina Malamud de Aguirre, también médica, al ser detenida tenía armas de guerra y explosivos. La última información que la involucra es de abril del corriente año, en que se le concede su excarcelación. Aunque cabe aclarar que se estimaba que la misma no se concretaría por encontrarse a disposición del Poder Ejecutivo. (Clarín, 27 de junio de 1971).
La fuga desde adentro: el testimonio de Ana María Papiol
“En 1970 era combatiente de base de las FAL de Buenos Aires. Con mi célula hicimos pequeñas acciones, muchas de ellas frustradas. Hasta que nos dijeron que con la Columna La Plata teníamos que detener un camión de la Marina que cada mes iba a buscar dinero a un banco de Ensenada para llevarlo al destacamento. Fue el 2 de noviembre de 1970. Éramos cuatro. Dos en un auto con armas y dos caminando por la calle. Pasaron más de tres horas y el camión de la Armada no pasaba. Vino la policía y nos detuvo sin resistencia. A la mañana siguiente estábamos en Coordinación Federal. Entrar en “Coordina”, por la puerta de la calle Moreno, ya se te imponía. Relatos de torturas, nombres de comisarios famosos por sus torturas, todo se te viene a la cabeza. De nuevo, identificación, interrogatorios normales y relativamente amables, destinación a un “tubo” y esperar. Cuando se acababa el día, cambiaba todo. Lo que había sido relativamente administrativo, desaparecía. Llegaban los hombres de la noche. Los ruidos también eran diferentes. Y te venían a buscar, uno a uno, y te devolvían a la celda hecho polvo. Pero además con una escenificación preparada. Te agarraban entre cuatro o cinco, te vendaban la cabeza dejándote sólo los orificios de la nariz para respirar, te alzaban, iban al ascensor y comenzaban a subir y bajar para despistarte, hasta que paraban y te llevaban corriendo a una especie de camilla, te ataban, te sacaban la ropa interior y empezaba la sesión de picana.
Nunca supe el tiempo que duraba. Estaba el que amablemente te había interrogado antes, un médico que iba controlando el corazón y después te devolvían al “tubo”. Durante el día, otra vez los interrogatorios “amables”. Estando ahí me di cuenta de que me estaba asomando al abismo. No eran unos polis locos y bestias, era el Estado con todo su poderío. En “Coordina”, nada era gratuito, era planificado, controlado.
Al tercer día me sacaron porque llegó el hábeas corpus y podía venir el juez. Después me llevaron a un destacamento de policía de San Martín para que me rehiciera un poco y pudiera declarar ante el juez. Un tremendo hijo de puta. No reconoció las cientos de marcas de la picana que tenía en la pelvis. Dijo que muy bien podían ser picaduras de mosquitos. Después de declarar, me llevaron a la cárcel del Buen Pastor, en Humberto I. Fue como entrar en un colegio de monjas.
Llegué el 15 de noviembre de 1970. Me pareció un remanso de paz y seguridad, después de aquel infierno que todavía recuerdo, los sonidos de la noche, el ruido de los ascensores, el olor. Las monjas, la madre Ignacia y la directora, la madre Domitila, que me recibió en su despacho y me preguntó qué me habían hecho. Nos respetaron siempre.
Estábamos todas en una habitación grande, de la planta baja, con un bañito y una despensa en la que se guardaban salamines, chocolate, galletitas, atún, que nos traían los familiares en las visitas que teníamos dos veces por semana, los martes y los sábados. Allí convivimos por un tiempo Susana Giacché (mujer de Tito Schneider), Marina Malamud (esposa de Tato Aguirre, el jefe de nuestra columna); dos chicas del PCR, Rebeca y Liliana; Juliana Mónaco, de la JP; Nelly Arrostito (hermana de Norma y esposa de Carlos Maguid) y Ana Portnoy, que era de FAL, y una señora del PC (Julia Ávila).
En diciembre de 1970 consiguió venir con nosotras Amanda Peralta, que estaba con las presas comunes. También vino Ana María Solari, que había caído en un intento de asalto. La convivencia era buena. Teníamos un reglamento con turnos de limpieza, horas de silencio, cursos de explosivos, de documentación. Conseguimos una profesora de gimnasia una vez a la semana. Recibíamos diarios, libros, cartas de familiares, novios, compañeros, y si bien alguna de las monjas las leía, nos llegaban todas. Teníamos una tele comprada por un familiar. Marina, que tenía una nena, festejó su cumpleaños, cumplía tres, en el patio de la cárcel. Nosotras, las de los grupos armados, que pensábamos salir en una fuga, evitábamos el conflicto. Sin saber la razón, las monjas lo agradecían.
El 24 de diciembre fuimos a la misa de gallo para estudiar si desde la iglesia había posibilidad de fuga, pero se descartó. Las otras chicas fueron saliendo en libertad, hasta que quedamos Amanda, Ana Solari, Marina y yo, además de la señora del PC, a la que le ocultábamos lo que tramábamos. Amanda incorporó a Ana Solari en las FAP. Marina y yo éramos de FAL. Las conversaciones fueron entre las dos organizaciones.
Pronto se vio que dada la ubicación del penal, cerca de destacamentos de todo tipo, se requeriría más fuerzas y tareas de apoyo, y sumaron a FAR y a Montoneros. La fuga tenía que ser un sábado, antes de la visita de los familiares y con la visita de un combatiente, Bruno Cambareri, camuflado de abogado, que entraría armas cortas con las que reduciríamos a la guardiana y saldríamos rápido hacia la puerta, reduciendo a los ocho guardias sin levantar la perdiz con los guardias del techo; los coches en la puerta nos recogerían. La rapidez de la acción era un punto clave por la inferioridad militar y armamentística que teníamos.
El día de la fuga
La fuga se concretó el 26 de junio de 1971. Ese día nos vestimos con ropa buena que les habíamos pedido a nuestras familias. Al mediodía comimos y, enseguida, Amanda fue llamada a la visita del abogado. Estuvo un ratito y volvió con un revólver para ella y otros dos que nos dio a Marina y a mí. Encerramos a la señora del PC en el baño para que fuera evidente que no tenía nada que ver, redujimos a la guardiana, la encerramos en algún sitio y nos fuimos por el pasillo hacia la puerta. Allí estaba la madre Ignacia. Le pedimos, con las armas en la mano, que nos abriera. Afuera, los abogados habían reducido a los guardias armados. La monja se alarmó. Empezó a gritar que no nos fuéramos, que nos podían matar, y lanzó la llave al aire de tal modo que fue a parar debajo de un mueble colonial pesadísimo. Quisimos moverlo, pero fue imposible. Empezamos a dispararle a la cerradura de la única salida, para que saltara. Con esos tiros, los guardias del techo dispararon a los coches nuestros, y desde éstos hacia arriba. También empezó un tiroteo con los guardias que estaban reducidos y los compañeros nuestros. Finalmente, la cerradura saltó y pudimos salir entre el humo y el fuego cruzado. Ana recibió un tiro en un brazo y a Marina una bala le rozó la cabeza. Lo que debía ser silencioso y rápido fue una balacera infernal. Recuerdo perfectamente cuando atravesamos la guardia, un espacio oscuro, con la humareda, el olor a pólvora y la luz del exterior. Fueron un par de segundos. El ruido de los tiros y salir, correr hacia afuera. Nos metimos en los coches que nos correspondían. El tiroteo siguió, y en un coche murió Bruno Cambareri. En mi caso, me llevaron a la estación Constitución con un billete hacia La Plata. No me acuerdo si el boleto me lo dieron en el auto o un compañero en la estación. Subí al tren que arrancó pronto y caminé hacia los primeros vagones. Durante la operación tenía la sensación de que estábamos ante un hecho irreversible del que no podíamos dar marcha atrás, y que mi vida, a partir de entonces, sería muy diferente de mi vida anterior. Tenía 25 años y ya sería para siempre clandestina. Cuando iba atravesando vagones, como me habían indicado, me crucé con un ex compañero del colegio secundario de Adrogué que me gritó: “¡Ana, qué alegría, te liberaron!”. Yo le dije que sí, le hice señas de que no habláramos y seguí de largo. Llegué a La Plata, y me llevaron a una casa de compañeros, después a otra y a otra, era una columna con mucha gente, pero la seguridad era bastante endeble. Me teñí el pelo de negro y viví con documentos falsos. No volví a caer en cana. (Ana María Papiol, ex militante de FAL).
Tras las fugas en las cárceles del Buen Pastor de Córdoba y de Buenos Aires, la dictadura del general Lanusse transformó la penitencia de las presas políticas. El compromiso que fueron tomando las mujeres con la militancia armada abrió un nuevo escenario que resultó difícil de gestionar para las monjas, acostumbradas al ámbito conventual. El Servicio Penitenciario decidió mantener la cárcel de mujeres Buen Pastor de Córdoba bajo administración religiosa, pero vació de presas políticas la cárcel de San Telmo. Sólo permanecieron las detenidas por prostitución. En septiembre de 1971 se creó el primer pabellón de mujeres en el penal de Devoto (…).
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas. Ed Sudamericana. www.marcelolarraquy.com
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