La primera invasión inglesa: improvisaciones, un virrey vacilante y la caída de Buenos Aires casi sin disparar un tiro

El 24 de junio de 1806 los británicos desembarcaban en las costas de Quilmes. Dos días después, con sólo 1600 hombres, se apoderaban de Buenos Aires, aprovechando las indecisiones y los errores de cálculo del virrey Sobremonte, que huyó a Córdoba

El general Beresford, consciente del escaso número de tropas con las que contaba, las hizo marchar aparentando contar con un importante ejército.

La noche del 24 de junio fue pura felicidad para el marqués Rafael de Sobremonte, el virrey de 60 años, nacido en Sevilla, que ejercía ese cargo desde la muerte de Joaquín del Pino, en 1804. Festejaba el cumpleaños de su futuro yerno y ayudante, Juan Manuel de Marín, quien se casaría con su hija Josefa Juana. Lo agasajó con una comida en el fuerte y a las 6 y media de la tarde todos fueron a la casa de las comedias, en Reconquista y Perón donde se daba, en función de gala El Sí de las Niñas, estrenada pocos meses antes en Madrid. Toda la aristocracia porteña se había dado cita. La ocasión ameritó para que las velas de cebo fueran reemplazadas por lámparas de aceite. El virrey ocupaba el palco principal, su custodia estaba en los pasillos y, como describe Paul Groussac, el techo tenía una abertura por donde salía el humo de los cigarros, lo que hacía el ambiente un poco más soportable.

Si bien el virrey sabía que barcos ingleses habían llegado el 8 a la Banda Oriental trató de quitarle dramatismo a la situación. Creyó que mostrándose en el teatro sería una oportunidad de reflejar confianza y serenidad.

Al comienzo del segundo acto, un edecán se le acercó con papeles en su mano. Era un mensaje de Santiago de Liniers, que estaba en Ensenada. Su esposa Juana le acercó los anteojos. Apenas comenzó a leer, estrujó el papel, se levantó y dejó el teatro. Detrás lo siguió su familia.

Fue directo al fuerte. Ordenó reunir a los soldados y a la milicia y que patrullas recorriesen la costa.

El sevillano Rafael de Sobremonte se desempeñaba como virrey desde 1804. Su inacción y su falta de criterio fueron claves para que los británicos tomasen Buenos Aires.

Al amanecer del miércoles 25 de junio, día de San Juan Bautista, eran perfectamente visibles frente a las costas de Quilmes una decena de buques ingleses. Una fragata de 32 cañones, seis corbetas de transporte y dos bergantines. Esa misma tarde, bajo una lluvia torrencial, los invasores desembarcaron: 70 oficiales, 72 sargentos, 27 tambores y 1466 soldados. Por la noche, estaban todos en la playa. El bergantín Encounter, a una milla de la costa, protegió la operación. Desde lejos, un grupo de gauchos contemplaban incrédulos la escena. Veían como un grupo de jinetes se acercaban a los ingleses, presumiblemente colaboradores enviados por William Porter White, un norteamericano residente en la ciudad.

Desde el fuerte, los tres cañonazos que retumbaron en la ciudad confirmaban lo inevitable. Los campanarios y azoteas se llenaron de curiosos. Hacia el sur se distinguían las siluetas recortadas de los barcos ingleses.

Cuando se escuchó la alarma general, militares y milicianos corrieron al fuerte. En medio de un caos total, nadie ordenaba ni organizaba “a hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación alguna”, como describió el entonces capitán de milicias Manuel Belgrano en su autobiografía. Todos estaban pendientes de lo que indicasen los más veteranos y buscaban con la mirada a los oficiales superiores para saber qué debían hacer. “Nosotros no somos para esto”, escuchó quejarse Belgrano.

En ese frenético ir y venir, un cuerpo de 400 hombres del Batallón de Urbanos de Comercio, cuyo jefe era Jaime Alsina y que reunía a vecinos, comerciantes y empleados, partió hacia Barracas. Eran civiles mal armados que no tenían disciplina militar. De los jinetes del regimiento de milicias de caballería que se acuartelaron y que estaban montados en sus propios caballos, se les repartió espada, pistola y cuatro cartuchos por hombre. De los cuarteles del Retiro se trajeron solo 14 carabinas, las únicas que disponían. Cerca de 300 de ellos fueron hacia los Quilmes. A mitad de camino se dieron cuenta que las balas que llevaban eran más grandes que el calibre del cañón que transportaban. Por su parte, los 500 milicianos al mando de Miguel de Azcuénaga permanecieron en la ciudad para defenderla. Sin nada que hacer, quedaron en medio de la plaza la tarde y la noche del 25. Cuando la lluvia arreció optaron por refugiarse en la Recova. Por lo menos no se mojarían.

El virrey se enteró del inminente desembarco inglés en el teatro, que estaba ubicado en las esquinas de Reconquista y Mitre. Era la noche del 24 de junio.

A las tres de la tarde Sobremonte se acercó al puente de Gálvez -situado cerca de donde se levanta el Puente Pueyrredón, que llevaba el nombre de su constructor Juan Gutiérrez Galvez- dio la orden de defenderlo y, en última instancia, quemarlo.

Al frente de las tropas inglesas estaba William Carr Beresford. Este corpulento general de 37 años era hijo natural del marqués de Waterford, quien le consiguió el título de barón. En la guerra contra los independentistas, había perdido un ojo en Nueva Escocia y arrastr

aba un desengaño amoroso: no había podido casarse con Louisa Beresford, su prima hermana, tal vez por el estrecho parentesco o bien al ser despreciado por ser hijo ilegítimo.

El 26 a la mañana formó sus 1635 hombres en una sola línea, con su artillería a retaguardia y a los costados. Iba al frente el veterano regimiento escocés 71, comandado por el teniente coronel Denis Pack. Para que pareciesen más, Beresford mandó a vestir de soldados a los marineros. Los hizo desplegar en abanico. Y al mediodía comenzó a marchar con dirección al Riachuelo.

Mientras tanto, Pedro de Arce, jefe de la defensa de la ciudad, al frente de blandengues de la ensenada y milicias urbanas, esperó al enemigo sobre unas cuchillas. Los ingleses avanzaban dificultosamente por terreno pantanoso aunque disponían de guías locales que los orientaban. Los defensores dispararon y ocasionaron algunas bajas a los ingleses. Pero estos se formaron y avanzaron resueltos al ataque. Las tropas de Arce emprendieron la fuga. Arce gritaba: “¡Yo mandé tocar retirada, no desordenada fuga! ¡Qué dirán las mujeres de Buenos Aires…!”

Así se veía Buenos Aires, según el plano que dibujó el ingeniero Giannini en 1805, donde además se ve el proyecto de un puerto. (Fuente: Los planos más antiguos de Buenos Aires 1580-1880,de A. Taullard)

El virrey, provisto de un catalejo, seguía las alternativas desde la terraza del fuerte sin comprender lo que realmente sucedía. “No hay cuidado, los ingleses saldrán bien escarmentados”, tranquilizó.

En la tarde del 26 los efectivos se reagruparon en Barracas. El castigado puente de madera de Galvez ya estaba medio destruido. Las primeras impresiones sobre los invasores Arce las sobreactuó. “Son 4000 hombres bien disciplinados y aguerridos”.

Los británicos tuvieron un encuentro con la caballería criolla, a la que batieron con facilidad, aunque recibieron el fuego de los infantes de milicia al mando de Miguel de Azcuénaga y Eustaquio Giannini y de artillería del teniente coronel Juan Antonio Olondriz. Cuando quedaron sin municiones, se retiraron.

Por la noche llegaron al puente de Gálvez, quemado, y acamparon a orillas del Riachuelo, sin cruzarlo.

Mientras tanto, el 26 por la noche el virrey abandonó la ciudad con tropas de caballería hacia el interior del territorio. Antes había despachado a Luján los caudales de la Real Hacienda, del Consulado, de Correos y Tabacos y de los de la Real Compañía de Filipinas, además de 9 mil onzas de oro propias. Su familia lo esperaba en la quinta de Liniers.

Había tenido tiempo de organizar la defensa, de cavar trincheras, colocar artillería y distribuir a los soldados y voluntarios en techos y ventanas, pero no hizo nada de eso. Dejó al mando al brigadier José Ignacio de la Quintana, del Regimiento de Dragones de Buenos Aires.

“Falta de aguerrida disposición, atolondrado miedo o falta de pericia militar”, fue la crítica de los historiadores hacia Sobremonte. Esa tarde los jefes militares rindieron la ciudad a 1600 ingleses.

Sin embargo, muchos protestaron la orden del propio virrey de no resistir. El capitán mercante Prudencio Murguiondo, el alférez Capdevila y otros estallaron contra De la Quintana: “¿Cómo rendirnos si no se sabe ni de qué color es el uniforme del enemigo?” Muchos rompieron sus armas en la puerta de la fortaleza.

William Carr Beresford comandó las tropas invasoras y por casi dos meses fue gobernador de Buenos Aires.

A las cinco de la tarde los ingleses entraron a la ciudad. Iban formados en fila de a uno, pretendiendo aparentar una fuerza numerosa. “Los balcones de las casas estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con sonrisas y no parecía de ninguna manera disgustado por el cambio”, escribió el oficial británico Alexander Gillespie.

Cuando Beresford apareció, le acercaron un borrador de capitulación, que ni se molestó en leer y entró a la que hasta hacía minutos era la residencia del virrey, dentro del fuerte. Le cupo a Quintana firmar una rendición con las condiciones que impuso el vencedor.

Sobremonte se dirigía a Córdoba con una pequeña escolta. Inútil fue que les prometiese a los soldados doble sueldo para que lo escoltasen hasta su destino, muchos a mitad de camino se volvieron para Buenos Aires. Cuando los invasores ya eran dueños de la ciudad, se comisionó al capitán Arbuthnot y a los tenientes Graham y Murray que con 30 hombres fueran a buscar los caudales. Regresaron el 10 de julio con el botín.

Algunos no podían creer que los ingleses hubieran tomado Buenos Aires. “Todos admirarán que en 48 horas hayan podido conquistarse un punto tan interesante: crecerá su sorpresa al oír que los conquistadores no llegaron a 1600: no podrán concebir que tan corto número de tropas haya subyugado fácilmente un pueblo de 60 mil habitantes; y todos anhelarán la verdadera causa de este extraordinario acontecimiento”, escribió Mariano Moreno. El futuro secretario de la Primera Junta recordó que, en su momento, Sobremonte había suspendido el envío desde Madrid de regimientos experimentados al Río de la Plata. En informes que elevada a la corte española aseguraba contar con treinta mil efectivos, bien entrenados y armados.

Aspecto del fuerte de Buenos Aires en 1816. Dentro del mismo se encontraba la residencia de los virreyes.

Para otros, como Mariquita Sánchez de Thompson, otra fue la impresión. Las tropas británicas “eran las más lindas que se podían ver, el uniforme más poético, botines de cintas punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta…”

Esa noche los oficiales ingleses cenaron tocino y huevo en la fonda de los Tres Reyes, propiedad de Juan Bonfiglio. Su hija era la mesera. Dirigiéndose a un grupo de criollos que allí comían, les dijo delante de los británicos: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida, que de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas”.

Beresford fue consciente de su posición de debilidad. Encargaba el doble de raciones para el fuerte, para que se creyera que tenía el doble de soldados. Declaró el libre comercio, garantizó la propiedad y el ejercicio de justicia. Habilitó un libro donde los criollos debían jurar fidelidad al rey británico. Muchos iban a firmarlo al anochecer, para no ser vistos. Otros prefirieron dejar la ciudad como Belgrano que cruzó a la Banda Oriental. El Cabildo siguió trabajando. Comenzaba 46 días de gobernación en una lejana aldea de la América del Sur. Y presentía que las cosas no terminarían bien en esa codiciada colonia española, perdida en el otro lado del Atlántico Sur, donde todo parecía transcurrir como una obra de enredos como las que se daban en la casa de las comedias, donde Sobremonte intentó demostrar que nada pasaba.

Fuentes: Santiago de Liniers, de Paul Groussac, Ediciones Estada; Beresford, gobernador de Buenos Aires, de Bernardo Lozier Almazan, Editorial Galerna; Escritos de Mariano Moreno, Ediciones Estrada; Memorias Curiosas, de Juan Manuel Beruti, Emecé; Manuel Belgrano, autobiografía.

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