(…) La segunda victoria de López Rega se consumó en Ezeiza, el 20 de junio de 1973, fecha que Perón había elegido para regresar al país, abrazarse con su pueblo y tomar las riendas de la situación. Ezeiza fue la primera demostración pública de que el reagrupamiento del peronismo ortodoxo, que había quedado fuera del nuevo esquema de poder, sostenido por bandas ultraderechistas y pistoleros comunes, estaba dispuesto a enfrentar a la Tendencia Revolucionaria.
La disputa por la proximidad a Perón alcanzaría dimensiones sangrientas. Los sectores de la derecha del Movimiento ya tenían el enemigo identificado. Su consigna era: ortodoxia peronista por un lado, “infiltrados izquierdistas” por el otro. Los grupos de acción alistados “por si la situación se desbordaba” estaban representados por la ultraderechista Concentración Nacional Universitaria (CNU), ex militantes armados del Movimiento Nueva Argentina (MNA), federación de “culatas operativos” de los sindicatos, el Comando de Organización (CdeO) de Alberto Brito Lima y su socia Norma Kennedy, los “federales” de Anchorena, y la vieja guardia militar del coronel Osinde, que sumó a policías federales desplazados por el nuevo gobierno, militares retirados y presumiblemente a instructores de la Organisation Armée Secrète (OAS) francesa.
La clave para tener a raya a la Tendencia fue aislarlos de la comisión organizadora, designada por el Partido Justicialista, y compuesta por Norma Kennedy, Osinde, Rucci, Lorenzo Miguel y Abal Medina, aunque este último también resultó neutralizado. La planificación del acto de bienvenida a Perón quedó en manos de los conspiradores .
Obsesionada por demostrar su poder de movilización para presionar al General y tomar el poder, la conducción de Montoneros desatendió los rumores sobre la trampa que se estaba gestando. Convocó al acto con la consigna: “Vamos a Ezeiza compañero, a recibir a un viejo montonero”. El ministro del Interior y supuesto “cerebro” del poder camporista, Esteban Righi, no logró imponer que fuese el Estado, a través de la policía, la única fuerza encargada de custodiar el acto. Para contrarrestar el argumento legal, Osinde decía que el peronismo no podía ser custodiado por quienes lo habían perseguido hasta hacía menos de un mes.
Por su parte, Héctor Cámpora había decidido viajar a Puerta de Hierro para acompañar el regreso del General, y mientras avanzaba la conspiración en su contra, intercambiaba télex con López Rega sobre el protocolo de Madrid. Estaba emocionado por la importancia del evento y a la vez angustiado por la idea de que Perón estuviera a disgusto con su gestión. Para manifestarle su disconformidad, el General no lo acompañó a las cenas de gala con el Generalísimo Franco, y en la residencia de Puerta de Hierro lo recibió en pijama.
La mañana del 20 de junio de 1973, las ambulancias salieron del Ministerio de Bienestar Social cargadas de armas, el Automóvil Club Argentino (ACA) prestó su red de comunicaciones, el CdeO tomó el control de las rutas de acceso, la Juventud Sindical de la UOM, la UOCRA y SMATA ocupó instalaciones vecinas al aeropuerto, los francotiradores prepararon su sitio entre las ramas de los árboles y los hombres de Osinde y la CNU ocuparon el palco y escondieron sus ametralladoras en los estuches de los instrumentos de los músicos de la banda sinfónica. La designación de Osinde en el Ministerio de Bienestar Social, al margen de la promoción del deporte y el turismo, tenía un sentido bien específico.
Cuando las columnas de Montoneros presionaban hacia el palco -el ómnibus blindado en el que se desplazaba la conducción operaba como guía-, empezaron los tiros. Nunca se esclareció la cantidad de muertos (las cifras oscilan entre trece y varias decenas), pero la emboscada puso en claro que las contradicciones ideológicas en el seno del Movimiento ya no tenían retorno. La ilusión de la unidad ante el regreso de Perón había estallado en pedazos. El resto de las fuerzas partidarias había quedado marginado del nuevo escenario político: la lucha por el poder era una interna del amplio abanico peronista.
El 21 de junio por la tarde, en la sala de situación de la Casa de Gobierno, se realizó una reunión de gabinete ampliada para determinar las causas y los culpables de los sucesos. Antes de la reunión, Abal Medina pidió al presidente Cámpora que responsabilizara de la masacre a Osinde y López Rega y los arrestara bajo los cargos de sedición y homicidio. El presidente se preocupó por las posibles consecuencias:
—¿Cómo vamos a hacer eso con el General? ¡Nos va a echar a todos!
En la reunión, Abal Medina avanzó sobre Osinde y lo culpó por “la banda de criminales que metió en el palco”. El militar se defendió, luego se ofendió, se levantó y se fue. López Rega se hizo el desentendido. Cámpora no hizo gesto alguno para detener a Osinde y a López, y en el fragor de las discusiones pidió un cuarto intermedio.
Para la convocatoria de la segunda sesión, al día siguiente, Osinde no concurrió. Envió una carta en la que dijo sentirse agraviado “por quienes aparecen hoy en las primeras responsabilidades del Gobierno y el Movimiento Peronista, en insólitas especulaciones”. Abal Medina mantuvo la idea de detener a López Rega, pero ya no se apoyaba en ningún argumento legal. Había elaborado un plan para secuestrar al ministro de Bienestar Social al término de la reunión, con un pequeño aparato de colaboradores personales dispuesto en las inmediaciones de la Casa Rosada, más la colaboración de algunos policías de la División Robos y Hurtos. En la reunión, López Rega esquivaba la mirada inquisidora de Abal Medina, y una vez más se escudó en Norma Kennedy quien, como miembro de la Comisión del Retorno, lo defendió a los gritos y acusó a los “infiltrados” por el desbande.
La responsabilidad de López Rega como parte del armado oculto de la emboscada de Ezeiza, por intermedio del propio Osinde, se fue diluyendo en la nada. En cambio, se creó una comisión investigadora. Terminada la reunión, López Rega le pidió ayuda a Gelbard para emprender la retirada, salió de la Casa de Gobierno de su brazo y se fue de allí en el auto del ministro de Economía . El plan de Abal Medina había fracasado.
Al día siguiente de su retorno al país, Perón utilizó la cadena nacional para reprender a la juventud, lo cual, de hecho, implicaba justificar el accionar de las bandas armadas en Ezeiza . Quizá ya era demasiado tarde para que el General disciplinara a la que antes llamaba “juventud maravillosa”. Los jóvenes que habían ingresado en el peronismo alzando banderas revolucionarias y habían derramado su sangre para obtener el regreso del Líder estaban lejos de ser sumisos. Consideraban que sus sacrificios, su capacidad de movilización y sus luchas los habían convertido en los verdaderos depositarios del legado histórico de aquel a quien llamaban “viejo montonero”, y querían heredar su poder.
Por televisión en blanco y negro, flanqueado por un incómodo Cámpora, por su esposa Isabel y por el ministro López Rega, Perón advirtió:
“A los que ingenuamente piensan que pueden copar nuestro Movimiento o tomar el poder que el pueblo ha reconquistado se equivocan... Por eso deseo advertir a los que tratan de infiltrarse en los estamentos populares o estatales que por ese camino van mal. A los enemigos embozados y encubiertos o disimulados, les aconsejo que cesen en sus intentos porque cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmiento”.
Después de tantos años de exilio, en los que pudo conducir al Movimiento con cartas y grabaciones, cuando Perón bajó a la tierra —y aterrizó en la Argentina— fue perdiendo su condición de Padre Eterno. Sus fieles, que peleaban entre sí, ahora que lo tenían a mano empezaban a presionarlo para que los bendijera. El Gran Conductor ya no podía armonizar las disidencias internas. Tampoco le restaba tiempo ni salud para hacerlo.
Perón sintió la tragedia del retorno en su propio cuerpo. Durante los días posteriores empezó a sufrir un malestar, que atribuyó a la mala sangre que se había hecho por la situación con la que se encontró en el país. O también podía ser un problema digestivo. Aprovechó para comentarle estas cuestiones al doctor Osvaldo Carena, que había llegado a primera hora de la mañana del 27 de junio a Gaspar Campos para conversar con López Rega, quien lo había designado en la Secretaría de Salud de su Ministerio. Al ministro todavía le pesaba un poco el hígado. La noche anterior, en el cumpleaños del masón César de la Vega, se le había ido un poco la mano con el cognac.
Carena controló al General y se mostró preocupado: Perón no podía exponerse a tensiones. Mandó a llamar a los responsables directos de su salud, los doctores Jorge Taiana y Pedro Cossio, a quienes luego explicaría que el paciente había tenido un infarto anterolateral del ventrículo izquierdo. Mientras los dos médicos venían, Carena intentó atacar el problema desde distintos frentes: le aplicó Valium para tranquilizarlo, le inyectó suero glucosado para que no se deshidratara, y un diurético para que liberara líquidos.
Cuando Taiana finalmente llegó, encontró a Perón sentado en el living. Intentaba mostrarse tranquilo, pero estaba pálido y sufría un dolor que le recorría desde la boca del estómago hasta la axila derecha. Carena le comentó a Taiana que debía tratarse de una isquemia coronaria. Taiana pensaba lo mismo, pero prefería esperar a Cossio, que llegaría con el equipo para realizar un electrocardiograma. Entretanto, le recomendó a Perón que empezara a olvidarse de los problemas e hiciera reposo. El consejo molestó a López Rega, que todavía tenía puesta la bata negra con la que había recibido a Carena.
—Ustedes quieren que al General se le sequen las piernas . Yo conozco su cuerpo y sé cuándo tiene que estar en cama o no. Jefe, no les haga caso a estos médicos —comentó, dirigiéndose a Perón con fingida simpatía.
Con la llegada de Cossio, los tres médicos no sólo coincidieron en que Perón debía realizar un reposo riguroso sino que también acordaron en la necesidad de instalar una unidad coronaria permanente en la residencia de Gaspar Campos, que lo asistiera ante cualquier descompensación. López Rega condujo a Perón a su habitación del primer piso, lo acostó en la cama matrimonial, y apenas descendió la escalera interrumpió el diálogo de los médicos con Isabel en el jardín de invierno. López dijo que el General se iba a recuperar con medicamentos o sin ellos.
—Yo percibo cuándo mejora y cuándo empeora. Ahora mismo, sin que lo vea, sé que se encuentra mejor y se recuperará. Ustedes necesitan abrir un cuerpo para ver un estómago o el hígado. Yo puedo ver todos los órganos con mis ojos y adquiero un panorama completo.
Además del reposo, a López Rega le preocupaba que Gaspar Campos se transformara en una unidad coronaria.
—Todo lo que ustedes proponen va en contra del prestigio político de Perón —argumentó—. ¿Quién va a votar a un presidente enfermo?
Carena afirmó que sin un equipo de asistencia médica permanente se arriesgaba la vida del General, y miró a Isabel para ver si reaccionaba ante la gravedad del cuadro.
—Haga lo que le parezca mejor, doctor —respondió la esposa.
A una semana de su arribo a la Argentina, y con la crisis cardíaca maquillada como supuesta gripe, Perón ya había decidido dar por terminada la función de Cámpora en la Casa Rosada y asumir la presidencia. La cuestión era cómo. Consultó al secretario legal y técnico Gustavo Caraballo. El abogado le hizo un esquema en el que, si Cámpora lo designaba ministro del Interior, con algunas modificaciones en la Ley de Acefalía y sucesivas deserciones, podía asumir la presidencia de la Nación. Al General no lo convenció del todo. Quería volver al sillón de Rivadavia con el respaldo popular.
López Rega se puso a trabajar de lleno por la sucesión. Necesitaban designar un presidente provisorio que convocara a elecciones apenas asumiera, y además depurara de la administración a los miembros de la Tendencia. Como el plan para forzar la renuncia de Cámpora incluía la caída de Solano Lima, su vice, la sucesión presidencial recaería sobre el presidente del Senado, Alejandro Díaz Bialet, quien no ofrecía garantías para cumplir los objetivos: era un referente de Cámpora, de quien además había resultado pariente lejano. En cambio, si se excluía a Díaz Bialet, el presidente designado sería Raúl Lastiri, presidente de la Cámara de Diputados.
Lastiri era el peor novio que López Rega hubiera deseado para su hija Norma, pero a fin de cuentas seguía siendo su yerno y era el único hombre del Parlamento que le garantizaba cierto control sobre la transición presidencial. López Rega se consideraba su hacedor. La posibilidad de que Lastiri jurara como presidente implicaba un salto político fenomenal para su carrera.
El plan para la sucesión que avanzaba a espaldas de Cámpora contaba con el aval de varios ministros del gabinete, entre ellos Gelbard. Las conversaciones preliminares se realizaron en el piso del doctor Benito Llambí, un peronista histórico, a quien Cámpora había limitado en sus ambiciones ministeriales y remitido a desempeñar el desvaído papel de jefe de ceremonial durante la asunción del 25 de mayo.
Cuando el plan ya estaba elaborado, se montó una puesta en escena en Gaspar Campos, con la excusa de una reunión de gabinete. Fue el 4 de julio de 1973. Entonces, la probable renuncia de Cámpora ya se había filtrado en La Opinión. Perón todavía convalecía del infarto. Los médicos sólo lo habían autorizado a levantarse de la cama para ir al baño y a reposar en la mecedora que tenía en su cuarto, pero atento a la llegada de los ministros y la de Lastiri, presidió la reunión en la que se analizó la Ley de Ministerios, y luego volvió a retirarse. Con el camino libre, López Rega mencionó el tema de Evita. El 26 de julio era su aniversario y le pareció que la organización del homenaje debía quedar a cargo de la rama femenina; además, había que neutralizar a la juventud, que había ocupado las reparticiones públicas con armas y explosivos. Este punto dio pie a que Isabel reprochara a Cámpora su debilidad.
—Doctor, no estamos dispuestos a tolerar más disturbios. Nosotros hemos venido al país para pacificar a todos los argentinos y si esta situación prosigue y usted no le puede poner remedio, yo me llevo al General a Madrid.
Cámpora leyó en ese exabrupto la más cabal expresión del disgusto de Perón sobre su gestión de gobierno. Pensó que si el General le estaba pidiendo la renuncia, debía entregársela como un gesto de lealtad hacia el pueblo: él había sido elegido en su nombre, y ese nombre era la única fuente de su poder.
—Señora, todo lo que soy, mi propia investidura presidencial, se lo debo al General. Mi renuncia está a disposición de él, como siempre lo estuvo —aclaró en tono trémulo, aplastando cualquier sospecha de deslealtad institucional.
López Rega lo tranquilizó enseguida:
—Bueno, ahora nos vamos entendiendo mejor, Cámpora. Así todo es más claro. Hay que comunicárselo al General. Somos una familia y debemos comportarnos como tal.
El presidente tomó la delantera y golpeó en su habitación. Detrás se acomodaron Isabel, López Rega y Solano Lima. Perón reposaba en la mecedora con la mirada perdida en la distancia. Cámpora le ratificó su lealtad y puso a su disposición su renuncia junto a la del vicepresidente, para que el pueblo lo eligiera sin más impedimentos. Perón comentó que era una posibilidad en la que habría que pensar. Pero López Rega no quiso que la oportunidad se escurriera en medio de gestos caballerescos. Dijo:
—No hay nada que pensar. Cámpora ya ofreció su renuncia .
Los hechos estaban consumados. El General hizo un esfuerzo y abrazó a Cámpora, que de inmediato se sintió orgulloso de la decisión que había tomado. Luego, López Rega lo palmeó y le dijo que era un patriota.
—Vamos, Perón —alentó Isabel a su marido, con un susurro, como un estímulo para enfrentar los próximos desafíos.
El doctor Taiana se acercó para tomarle el pulso al General. Le dio un medicamento y pidió ayuda para acostarlo en la cama. Todos juraron mantener el secreto de la renuncia verbal hasta el 13 de julio, y empezaron a conversar acerca de quién debía ser elegido como presidente interino. Fue en ese momento que López Rega propuso a Lastiri. Cámpora se sobresaltó y mencionó que el cargo le correspondía a Díaz Bialet. Para escapar el conflicto político y legal, Gelbard propuso que el presidente del Senado fuese comisionado en un viaje al exterior. Casi todo el gabinete aprobó la moción.
Para hacer más humillante la retirada de Cámpora, un día antes de que la renuncia se hiciera pública, decenas de micros de los sindicatos dieron vueltas alrededor de la residencia, reclamando el regreso de Perón al poder. Éste, fastidiado por el merodeo, llamó a Rucci y le pidió que los retirara. La izquierda peronista, en cambio, para sostener la dignidad de “El Tío”, equiparó su abdicación con el histórico renunciamiento de Evita.
Lastiri ya era el nuevo presidente . (…)
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Editorial Sudamericana www.marcelolarraquy.com
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