La vida de un paciente con ELA que pide por la ley de eutanasia: “Quiero morir a tiempo, no antes pero tampoco después”

Daniel Ostropolsky no podía prenderse los botones de la camisa, sufría calambres por las noches y las cosas se le caían de la mano derecha. El diagnóstico definitivo le llegó un año después. Hoy tiene 71 años, vive con Esclerosis Lateral Amiotrófica y ruega ser contemporáneo de una norma que le permita morir con dignidad

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Una imagen de abril de 2021 junto a sus cinco hijos Andrés, Claudia. Cecilia, Gabriela e Irene, quienes le dieron siete nietos: Sofía (17 años), Clara (14), Ana (14), Inés (11), Elisa (9), Julián (8) y Catlina (5)
Una imagen de abril de 2021 junto a sus cinco hijos Andrés, Claudia. Cecilia, Gabriela e Irene, quienes le dieron siete nietos: Sofía (17 años), Clara (14), Ana (14), Inés (11), Elisa (9), Julián (8) y Catlina (5)

Daniel Ostropolsky no puede imaginarse cómo va a ser su final pero sabe cómo le gustaría que fuese. Quiere morirse de día, acostado, con el sol ganando su habitación, con la luz alumbrando los rostros de sus hijos y hermanos, que rodean su cama. Tal vez después de pronunciar unas palabras y de sucumbir en un sueño profundo: “Con la misma convicción que tuvo mi madre cuando llegó su momento y nos dijo: ‘Sé que no muero del todo porque voy a seguir viviendo en ustedes’”. Anhela morir en paz, morirse a tiempo. “No antes pero tampoco después”, define.

Está en la capital de Mendoza -la ciudad donde nació- y vive en la quinta sección, cerca del parque General San Martín. Tiene 71 años. Dejó de ser un hombre robusto: el cuerpo se le achicó. Habla pero lento, con cadencia. Lee, aunque a veces le sostienen el libro. Agradece que todavía deglute, respira y usa la computadora. Tiene cinco hijos, una nuera, dos yernos, siete nietos. Se divorció hace 25 años, desde entonces vivió solo y gozó de plena autonomía. La casa en la que vive es suya pero ya no está solo: la comparte con gente vestida de ambo. Una guardia de enfermeras lo cuida las 24 horas y un equipo terapéutico integrado por médicos clínico, neurólogo, kinesiólogo, fonoaudióloga, psicóloga, nutricionista, terapista ocupacional y profesor de gimnasia lo asiste con intermitencias durante la semana.

Tiene Esclerosis Lateral Amiotrófica. Más fácil: ELA. La misma que padece el senador Esteban Bullrich, la que acorraló a Roberto Fontanarrosa, la que hizo visible Stephen Hawking. Su definición es de libro y en primera persona, escrito desde la experiencia: “Es una enfermedad neurodegenerativa que padezco desde hace casi cuatro años desde la iniciación de los primeros síntomas y que poco a poco, pero sin pausa, va minando mis fuerzas por la progresiva y sistemática disminución de absolutamente todos los músculos hasta que, se sabe con absoluta certeza, conduce ineludiblemente a la muerte, generalmente por fallo respiratorio, o sea lisa y llanamente asfixia”.

Daniel Ostropolsky y toda su familia en la celebración de su cumpleaños número 70, ya cuando la confirmación de su diagnóstico tenía dos años
Daniel Ostropolsky y toda su familia en la celebración de su cumpleaños número 70, ya cuando la confirmación de su diagnóstico tenía dos años

Daniel es, como lo fue su padre Samuel, abogado. Un jurista respetado, ex consejero representante de los abogados del interior del país en el Consejo de la Magistratura. Es doctor de leyes, egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata en 1971. No es médico de formación. Estudió cada paper publicado relativo a su enfermedad para comprenderla. “No se conoce ni hay registro de caso alguno de remisión de la enfermedad. Nadie se cura”, precisa. Aprendió que la ELA se produce por la muerte de la motoneurona, “las neuronas que regulan todo el movimiento muscular del organismo hasta su total extinción”, informa. Sabe, porque lo siente, que no afecta la sensibilidad: “Uno percibe el progreso de los síntomas con su secuela de dolor y daño”.

“Tampoco se altera la facultad cognitiva -valida-, permitiendo al paciente saber, entender y sobre todo sentir lo que está pasando en su cuerpo, hacia dónde se direcciona y el estado en el que, en el mejor de los casos, se llega al final”. Asegura que las causas son desconocidas y que las principales líneas de investigación especulan con factores genéticos. Dice que la prevalencia es de dos pacientes cada cien mil habitantes, lo que le otorga el calificativo de “enfermedad rara”. “Tan baja proporción tiene como consecuencia directa el desaliento de los laboratorios farmacéuticos a invertir ingentes como necesarias sumas de dinero en investigación para encontrar la cura de la enfermedad”, reflexiona.

Su relato adopta un tono de frialdad profesional. No hay pena, no hay resquicios para la misericordia en su alegato. Incurre en definiciones libres de sentimentalismos. “Si bien el tiempo de sobrevida es incierto al depender de la respuesta de cada organismo a la enfermedad, ya que hay tantos tipos de ELA como individuos la padecen, la estadística muestra que la media es de tres a cinco años desde que se manifiesta la enfermedad”. Daniel va por el cuarto año desde la aparición de los primeros síntomas. No sabe cuándo se va a morir pero ya empieza a proyectarlo.

Es febrero de 2017. A Daniel se le empiezan a caer cosas de la mano derecha. No es torpeza, no son descuidos. Prenderse los botones de la camisa supone una tarea difícil. Hay movimientos naturales que extrañamente le cuestan. Son situaciones casi imperceptibles pero simultáneas y periódicas. Evidencia una disminución de fuerza de la mano derecha y experimenta calambres singulares por las noches en los músculos de las piernas. Duran mucho, son intensos y frecuentes, y desaparecen sin aviso. Lo atribuye a dos factores: su exceso de peso o su actividad física.

Nació en Mendoza el 14 de julio de 1949. En 1971 egresó como abogado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata y, entre otras funciones, fue integrante del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial y único representante de los abogados del interior del país
Nació en Mendoza el 14 de julio de 1949. En 1971 egresó como abogado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata y, entre otras funciones, fue integrante del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial y único representante de los abogados del interior del país

Es junio de 2021. Daniel revela los indicios de sus síntomas por mail. “Esto se mantuvo durante unos meses sin que yo le diera mayor trascendencia. Pensé que a lo sumo podía ser un pinzamiento en una vértebra que obstaculizaba el normal funcionamiento de la mano”. Los dolores despertaron temores. La simultaneidad y periodicidad de estos espasmos musculares súbitos activaron sus sospechas. La incertidumbre lo obligó a preocuparse. La primera consulta la hizo con un traumatólogo, que lo derivó automáticamente a visitar a un neurólogo. Lo sometió a una electromiografía, que es una medición de la transmisión eléctrica en los músculos.

“Ese primer estudio no arrojó resultados determinantes, ya que el neurólogo me dijo que probablemente la causa podría ser el síndrome del túnel carpiano y recomendaba operarme”, narra. No lo asumió como una cirugía de urgencia y se fue de vacaciones: cayó en la procrastinación. Regresó y después de unos meses consultó con un médico clínico que le indicó repetir el estudio. Era abril de 2018 y el examen electromiográfico detectaba una anormalidad en la motoneurona inferior. Se lo comunicaron con gesto adusto pero sin exactitud: le sugirieron que recorriera Buenos Aires en busca de segundas opiniones.

Esa noche convocó a sus cinco hijos: fue el primer impulso de sus miedos. Cecilia, una de ellas, recuerda: “Nos pidió que fuéramos a cenar con él todos solos y nos comunicó que lo que parecía insignificante podría tomar otro rumbo, aún sin ninguna certeza”. Les dijo que iría a Buenos Aires persiguiendo un diagnóstico y les anticipó que los vestigios de los estudios no eran alentadores. “A partir de allí, todos estuvimos muy involucrados y a través del grupo de whatsapp, el que acompañaba iba informando lo que decía cada médico”, cuenta ella. “Fue en ese instante que en forma tácita nos asociamos indisolublemente en una labor conjunta y permanente que dio un giro a todas nuestras vidas”, corrobora él.

Los doctores Marcelo Ruggiero y Mariela Bettini del Hospital Italiano ratificaron la evaluación de la electromiografía efectuada en Mendoza. Fueron los primeros que le nombraron la palabra ELA. Daniel no pudo disimular su cara de pánico. La doctora Bettini apeló a un tono severo, un relato crudo y justo: “Me advirtió de lo que significa la ELA, su progresividad, incurabilidad y letalidad. Agregó que están suscriptos a todas las publicaciones y concurren a todos los congresos médicos de la especialidad y que en ninguno de ellos se menciona que esté en alguna etapa de desarrollo la droga que pueda curar o detener la enfermedad. Me sugirió que haga lo que quiera mientras pueda, que todo lo que hiciese redundaría en mi bienestar sin modificar el curso de la enfermedad”.

"El es una persona muy racional, culta e inteligente. Es muy interesante hablar con él y es un gran consejero de gente joven. Disfruta mucho la lectura, la música, las charlas con amigos y sobre todo con sus hermanos", dijo su hija Cecilia
"El es una persona muy racional, culta e inteligente. Es muy interesante hablar con él y es un gran consejero de gente joven. Disfruta mucho la lectura, la música, las charlas con amigos y sobre todo con sus hermanos", dijo su hija Cecilia

Él agradece, aún hoy, la aspereza de sus palabras. Sin eufemismos ni rasgos de falsa ilusión, contribuyó a orientarlo. Lo ubicó. El impacto, dice, fue positivo. “Eso me ayudó. Y mucho. Si bien era un diagnóstico clínico y necesitaba corroborarlo con otra opinión y estudios, sentí que si era así, tenía que dejarme llevar por lo que natural y espontáneamente me surgiera”. Un médico del Instituto Fleni le realizó estudios inmunológicos para descartar otras enfermedades y, a su vez, le recetó un medicamento llamado Riluzol, una droga -sabrá después- específica para tratar ELA.

Daniel se realizó los estudios y se los envió por mail. Le tuvo que enviar un segundo correo ante la falta de respuesta. Cuando pudo comunicarse, el médico le recomendó que se hiciera atender por un neurólogo en Mendoza, donde reside. “Le pedí que me hiciera un certificado de discapacidad porque a esa altura ya la fuerza de mi mano había disminuido notablemente”, relata. Su hija Gabriela, que estaba en Buenos Aires, se encargaría de esa diligencia, la entrega de un papel, un trámite sencillo. “Cuando fue a buscarlo, el doctor salió de su despacho, le entregó el certificado y le dijo que yo tenía ELA y que no me lo había querido decir a mí para no desilusionarme. Mi hija se enteró por esta vía improcedente y me lo comentó inmediatamente por teléfono con terrible angustia”, rememora.

El 31 de julio de 2018 fue martes. En Mendoza, el doctor David Genco le oficializó el diagnóstico definitivo: Daniel padecía Esclerosis Lateral Amiotrófica. “Nos reunimos con mis hijos y nadie reaccionó con quejas, rebeldías ni lamentos. Eso colaboró para que de una sola vez se facilitara la aceptación de la realidad y nos comprometimos a pelear por calidad y tiempo de vida, haciendo para ello todo lo que corresponde hacer. Y ha sido tan fuerte y fructífero ese pacto implícito que casi tres años después nadie se ha desviado ni por asomo del mismo”, agradece. Sellaron ese acuerdo tácito con un viaje de dos semanas por París y Berlín, sin nietos, sin terceros: solos papá e hijos. “Atesoramos esos días con calidez por el humor y la camaradería, por las anécdotas compartidas”, remarca.

La asimilación no fue fácil. Todos comenzaron a averiguar si existía algún laboratorio del mundo que estuviese ensayando algún estudio, tratamiento o método para curar la enfermedad. La familia Ostropolsky rasguñaba cualquier rastro de esperanza. “Así supimos de una droga experimental desarrollada por un laboratorio alemán que ya estaba autorizada para otras enfermedades y se llama Acthar Gel. Me enrolé para participar y hasta mediados de 2019 me inyecté diariamente esa droga cumpliendo así con el programa que debía durar más de un año”.

"No tengo idea cuánto tiempo me queda, más bien imagino que la duración de mi vida no se mide en tiempo sino en calidad de vida. Y me gustaría que durase tanto como esa calidad de vida", expresó Daniel Ostropolsky
"No tengo idea cuánto tiempo me queda, más bien imagino que la duración de mi vida no se mide en tiempo sino en calidad de vida. Y me gustaría que durase tanto como esa calidad de vida", expresó Daniel Ostropolsky

Su esperanza duró cuatro meses, lo mismo que tardó el laboratorio en desistir del tratamiento porque no constataron mejoras a quienes le administraban la droga en contraste con quienes recibían placebos. Para colmo, a algunos de los pacientes que se les inyectaban los fármacos presentaban severos cuadros de neumonía. “Esa decepción -dice- fue suficiente para advertir que científicamente no hay nada por el momento que pueda ayudar y por el contrario paradójicamente sí pueden poner en riesgo y eventualmente causar daño físico de consecuencias impredecibles”. Incursionó, a su vez y por recomendación de su círculo íntimo, en la biodecodificación, que definió como un “extraño, fascinante e interesante mundo que en mi caso no resultó”. Solo le quedaba resignarse a vivir.

Escribió que nadie se quiere morir y que él menos. Nunca se cuestionó por qué la enfermedad se le manifestó: ese incómodo privilegio de ser uno entre cien mil. Ya vivió más que su papá Samuel y su mamá Perla, vivió incluso más que su hermano Hugo. Su cuerpo se achicó porque sus músculos se redujeron. Se siente débil, inestable, la silla de ruedas lo cercena. Solo sale de su casa en casos excepcionales. La ELA es progresiva y degenerativa: se expresa salvajemente en el cuerpo. Sus capacidades se limitan a acciones de higiene, vestimenta, alimentación y desplazamientos básicos. “Al ir perdiendo masa muscular, es cada vez mayor el esfuerzo que tengo que hacer para realizar los mismos movimientos, y por eso me canso muy rápidamente. Además tengo muchas fasciculaciones en todo el cuerpo, que son involuntarias pequeñas contracciones musculares visibles bajo la piel que no producen movimientos en los miembros”, describe.

No tengo idea cuánto tiempo me queda, más bien imagino que la duración de mi vida no se mide en tiempo sino en calidad de vida. Y me gustaría que durase tanto como esa calidad de vida”, enseña. Y esa calidad de vida se traduce en el amor, el humor, la dignidad, la lectura, la música. “La vida se resignifica, no porque así me lo proponga, sino que surge espontáneamente. Se agudiza la consideración de los valores que desde siempre me han guiado. Pretendo ser y hacer mejor todo aquello en lo que intervengo y no por una cuestión de premios y castigos, sino por imperiosa necesidad personal”, dice.

“Todo se ve igual pero a la vez distinto -compara-. El amor adquiere una dimensión mayúscula y es determinante de mis acciones y conducta. Las emociones surgen sin el filtro del pudor. La dignidad es inclaudicable. La natural tendencia a sentirse en soledad ya que la enfermedad terminal me singulariza, sin embargo se mitiga por el amor. Que no es necesaria y solamente presencia, sino estrecha cercanía afectiva que se siente profundamente, activa y generosa”.

El tiempo es un bien escaso que aprendió a administrar. El humor negro lo sostiene: sirve de canalizador para exorcizar el miedo. La lectura, la música, la contemplación del arte y los paisajes, y las interminables charlas con familiares y amigos son su alegría. “Mis hijos me dicen que el mejor título que ostento es el de consejero. Y no por el cargo oficial que alguna vez ocupé, sino de la vida y cuando quieren conocer mi opinión sobre algún tema, me dicen: ‘consejero a su consejo’”.

Su familia asegura que Daniel tiene la biblioteca más grandes de Mendoza sobre el holocausto. "Ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la Shoá, realizando viajes específicos y le queda pendiente haber escrito un libro sobre este tema"
Su familia asegura que Daniel tiene la biblioteca más grandes de Mendoza sobre el holocausto. "Ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la Shoá, realizando viajes específicos y le queda pendiente haber escrito un libro sobre este tema"

La ley que falta

Su consejo (su causa) es “darle a cada uno lo suyo”. No es un refrán propio: lo tomó del jurista, político y senador romano Domicio Ulpiano, quien estableció hace dos milenios las tres reglas donde se sustenta el derecho. Una de ellas resume lo que Daniel cree y reclama: darle a cada uno lo suyo. Lo suyo es “el ejercicio del derecho inalienable y personalísimo a la libertad para decidir, cuando llegue el momento, a terminar con una existencia tan atroz como innecesaria frente a una enfermedad irreversible e incurable”.

No quiere morir así como no quiere agonizar. Desea que el tiempo que le queda sea de calidad y no un mero esfuerzo por postergar el final. “De nada sirve que se mantenga inútilmente un estado de caquexia en que la vida ya no es tal, reducido al dolor permanente y sin esperanza alguna de alivio ni mejoría”, declaró. No quiere que se los condene a muerte en vida y dice que negarse al auxilio para evitar un tormento de manera piadosa es injusto: “Injusto porque niega el derecho a que cada quien pueda hacer efectiva la decisión que en libertad asume sobre su propia existencia”.

Daniel impone el tema en una columna de opinión que firmó y el portal mendocino Memo publicó bajo el nombre “La ley que falta”. Lo presenta como un dilema que la sociedad deberá sopesar. La situación enfrenta dos únicos horizontes: ley de eutanasia o el silencio. Los describe: “O se asume de una buena vez la solución mediante el dictado de una ley de eutanasia restringida sólo a los casos que cumplan los requisitos como han establecido países como España, Bélgica, Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Colombia, Luxemburgo y varias regiones de los Estados Unidos, los que con diferencia de matices, requieren que se trate de una enfermedad incurable, que se encuentre en estado terminal, que la vida haya dejado de ser digna como consecuencia de la enfermedad y que se preste conformidad clara, completa, informada y precisa”.

“O por el contrario -dice- se persiste en procrastinar, mirando para otro lado, negándose hipócritamente a considerar, debatir y definir el tratamiento del tema, dando largas al asunto para no herir susceptibilidades sin valorar el sufrimiento de los que padecen lo indecible y claman por liberarse”. Lo compara con las leyes de divorcio vincular, la unión civil de personas del mismo sexo, el matrimonio igualitario o la interrupción voluntaria del embarazo: “Mas temprano que tarde las instituciones tendrán que hacerse cargo de las reformas que la sociedad reclama”.

Daniel Ostropolsky junto a dos de sus sobrinos, cuando aún podía sostenerlos. "Nunca tuve miedo. Sé adónde conduce esto", reveló
Daniel Ostropolsky junto a dos de sus sobrinos, cuando aún podía sostenerlos. "Nunca tuve miedo. Sé adónde conduce esto", reveló

“¿El ser viviente no humano tiene más derecho a la muerte digna que el humano que hace las leyes?”, se pregunta y aduce que la sociedad ya concibe y aplica sin cuestionamientos éticos ponerle fin al sufrimiento de un animal cuando se encuentra en un estado de salud irreversible sin posibilidad de cura. Piensa también en la escultura de Miguel Ángel bautizada “La Pietá” (La Piedad), construida entre 1498 y 1499 y emplazada en la Ciudad del Vaticano. Representa el dolor de la Virgen María al sostener el cadáver de Jesucristo. “¿Acaso no puede también ser interpretada como que la piedad viene en ayuda y alivio del sufriente desahuciado?”, considera.

No hay ningún proyecto de ley presentado en el Congreso que solicite la finalización intencional de la vida. Hay, en su defecto, proyectos escritos y el debate va penetrando en la sociedad. La diputada cordobesa del Frente de Todos Gabriela Estévez ideó un proyecto que comulga con las normas sancionadas por los siete países que aplicaron la ley de eutanasia. La denominó “Ley Alfonso” en honor a Alfonso Oliva, un joven que falleció en 2019 a los 36 años después de pasar sus últimos cinco con ELA. Al final, solo podía mover los ojos. Hablaba por ahí: miraba las letras y las elegía pestañeando. Extrañaba jugar al fútbol, hacer el amor y comer.

El proyecto concibe la creación del “derecho a la prestación para la ayuda para morir dignamente”. A diferencia de la ley de muerte digna, sancionada en 2012, que permite suspender un tratamiento (por ejemplo, retirar un respirador que mantiene vivo a alguien en estado vegetativo irreversible), la ley de eutanasia implicaría la acción activa de inyectarle una sustancia a la persona para provocarle la muerte. Contempla la finalización intencional de la vida de un paciente por acción de un médico a pedido de éste, bajo una serie de condiciones. “No hay que banalizar, no es para cualquiera, no es para un suicida en potencia. Hablamos de personas que están en una situación irreversible, incurable o insoportable de sufrimiento psíquico o físico”, explicó el doctor Carlos Soriano, especialista en Emergentología y Bioética, y quien impulsó el pedido de Alfonso de morir con dignidad.

Daniel Ostropolsky cree que algún día se sancionará la ley de eutanasia en la Argentina: está convencido. Guarda esperanzas de estar vivo para entonces, de ser contemporáneo a la aprobación. “No es otra cosa más que la máxima expresión de la dignificación de la vida. Morir a tiempo. No antes, pero tampoco después”. Tal vez su pedido se cumpla y pueda morir en su cama, acostado, con el sol ganando su habitación, con la luz alumbrando los rostros de sus hijos y sus hermanos, después de pronunciar algunas palabras y de sucumbir en un sueño profundo.

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