(…) En la noche del 13 de junio de 1982, cada soldado trataba de salir de la guerra como podía. Llevaban dos días de combate. Explosiones constantes, tiros, el avance de la infantería, bengalas, millones de balas que se cruzaban, soldados heridos arrastrándose, buscando protección detrás de una roca. La guerra era la guerra. Pero ya sin organización, sin instrucciones, sin jefes, sin nadie que dijera adónde debían ir.
Los ingleses avanzaban sobre todas las posiciones argentinas; bombardeos, cañonazos de artillería, y en el desbande, el “fuego amigo” se cruzaba entre los soldados que bajaban corriendo y los que seguían con un FAL disparando en la noche, desde la última línea de defensa, en Moody Brook. Monte Longdon ya se había perdido.
Un capitán, que manejaba la logística del Regimiento de Infantería 7, de esos oficiales que antes del combate obligaban a los soldados a ponerse los borceguíes y les negaban la comida, ya había escapado hacia Puerto Argentino. Todavía se mantenía en pie la carpa de las provisiones, en la que se recibían pedidos de ayuda. Desde afuera, en medio del tableteo de las ametralladoras, la radio se escuchaba nítida, desesperada, al rojo vivo.
¡Manden refuerzos... tenemos heridos!
Tenía todos los micrófonos colgando. Adentro no había nadie. (…)
Tres días antes
Según el alto mando británico, Puerto Argentino, desde la primera a la última línea de defensa, contaba con nueve mil hombres. Alrededor de cinco mil estaban desplegados en distintas posiciones del cordón montañoso. Para un ataque sobre posiciones fijas suele calcularse una relación de tres a uno. En distintas colinas se excedía esa proporción. En monte Longdon se mantuvo.
El ataque sobre esa colina, ubicada a catorce kilómetros de Puerto Argentino, estaba preparado para la noche, cuando las tropas argentinas eran más vulnerables por falta de visores nocturnos. Como había sucedido en (la batalla de Puerto) Darwin. El plan era atacar sin interrupciones, atravesar todas las posiciones argentinas, forzar su repliegue y llegar hasta Wireless Ridge esa misma noche. Las distancias no eran muy largas. Los montes Tumbledown, Sapper Hill y Guillermo estaban defendidos por ochocientos marinos del Batallón de Infantería de Marina 5, con apoyo de doscientos soldados de dos compañías adscriptas, los Regimientos de Infantería 3 y 6. Estas fuerzas se enfrentarían contra cerca de diez mil soldados británicos, entre ellos, los regimientos de las guardias escocesa, galesa y nepalesa (gurkhas). Los comandos 45 y 42 atacaron Dos Hermanas y el monte Harriet. Los Para 2 y Para 3, desde distintas posiciones, avanzaron sobre monte Longdon, defendido por el Regimiento de Infantería 7, comandado por el subteniente Juan Domingo Baldini.
Cada soldado inglés dispuesto para el ataque cargaba un peso de casi cincuenta kilos sobre su espalda. Pasadas las nueve de la noche del 11 de junio, cuando ya llevaban más de una hora de marcha hacia Longdon, el cabo Brian Milne ingresó en un campo minado, a seiscientos metros de la primera línea enemiga.
Perdió una pierna. Para las tropas argentinas fue el alerta de que los ingleses ya estaban encima. En ese momento, la niebla no les permitía una visión mayor de siete metros. Baldini, en su carpa, estaba sintonizando Radio Colonia, que transmitía la repetición de la misa del papa Juan Pablo II en Luján. El radar terrestre había sido apagado. Cada vez que se encendía recibía proyectiles.
A partir de la explosión de la mina, Longdon se transformó en campo de batalla. Se inició el fuego naval, de artillería y de misiles antitanque; las fuerzas argentinas respondieron con granadas, ametralladoras y morteros.
Aun cuando las diferencias de tropa y de poderío armado eran considerables, los soldados argentinos intentaron no desprenderse de sus colinas. Cuando perdían una posición, contraatacaban. Ocurrió durante la madrugada del 12 de junio en todas las alturas, en especial en Tumbledown y en Longdon. Con el transcurso de las horas, las distancias del enfrentamiento se fueron reduciendo. Se combatía con granadas, fusiles, bayonetas. Hasta que llegaron al cuerpo a cuerpo.
Abajo, sobre la ladera de Wireless Ridge, el Regimiento de Infantería 7 recibía el apoyo de fuego de los morteros de las compañías A y B y de la Compañía Comando. Un observador adelantado daba la información sobre la posición enemiga y se ordenaba el fuego. El alcance de la artillería inglesa era de 17 kilómetros. El de la argentina, 10,5.
Para la mayoría de los soldados, la del 11 de junio fue la primera acción de guerra de sus vidas. A poco de iniciarla, se revelaron las deficiencias materiales. La base de los morteros se hundía, impedía la continuidad de tiro y enseguida llegaba la réplica británica, con detectores de calor que permitían señalizar la posición de los morteros argentinos. La guerra, para muchos de los que estuvieron en el pozo a la espera del enemigo, duró apenas algunos disparos, y luego debieron replegarse frente a la avalancha del fuego inglés, en medio de explosiones constantes. Las posiciones argentinas en las colinas y las laderas soportaron seis mil disparos de artillería esa sola noche.
Con la presión de los misiles antitanque, la artillería y el avance de la infantería, la situación se volvió insostenible en las alturas. Se fueron perdiendo. Baldini intentó recuperar monte Longdon con un grupo de soldados. Uno de ellos, Flores, que salió con su arma, recibió varios impactos. Lo hirieron. Baldini salió de su posición para auxiliarlo. Lo mataron. En la madrugada, el Regimiento 7 de Infantería había perdido a su jefe.
El teniente Néstor Quiroga asumió el mando y continuó la orden de contraataque y el frente de combate se estabilizó por unas horas. Pero, al amanecer, los soldados fueron quedando encerrados entre los regimientos británicos, sin posibilidad de retroceder. La lucha fue hombre a hombre. Algunos soldados, que permanecieron guarecidos, fueron buscados directamente en sus pozos; los tomaron prisioneros; otros fueron ejecutados o ultimados con un bayonetazo en el ojo.
A las seis y media de la mañana ya estaba dada la orden de repliegue en el Longdon y los soldados bajaron a Wireless Ridge con protección del fuego de artillería propio. Solo setenta y ocho lograron hacerlo. Los doscientos restantes que componían el Regimiento 7, tras nueve horas de batalla en el monte, habían sido muertos, tomados prisioneros o estaban heridos. Los ingleses ya podían visualizar la residencia de Menéndez en Puerto Argentino. Estaba a un tiro de artillería. En la mañana del 12, los montes Dos Hermanas y Harriet también habían sido tomados, con veintidós soldados argentinos muertos, ciento diecinueve heridos y doscientos prisioneros.
La tregua inesperada
Los ingleses supusieron que debajo del monte Longdon habría una fortaleza. Decidieron permanecer en la posición conquistada, reagruparse, reabastecer municiones, instalar puntos de observación, pero no avanzar, como indicaba el plan original. Temían ser sorprendidos por un contraataque argentino, que no sabían desde dónde llegaría.
En ese “tiempo muerto”, distantes a centenares de metros, las tropas de uno y otro bando se observaron durante todo el día. Casi no cruzaron fuego. Pero la fortaleza de la última defensa, en Wireless Ridge y Moody Brook, había sido debilitada. Después de la batalla de Longdon, muchos soldados no encontraron a sus jefes, que abandonaron sus posiciones y bajaron a Puerto Argentino sin dar aviso.
En la noche del domingo 13 de junio, todos los batallones británicos en combate se lanzaron a la toma de las últimas posiciones de defensa argentina. Avanzaron con tanques de guerra para romper el fuego de las trincheras.
En monte Tumbledown, el Batallón de Infantería de Marina 5, con ciento cincuenta hombres comandados por el capitán Carlos Robaccio, combatió en condiciones de desigualdad frente a ochocientos integrantes de las tropas británicas, compuestas por gurkhas y paracaidistas. Apoyados con el fuego de artillería de los tenientes coroneles Martín Balza y Carlos Alberto Quevedo, los hicieron retroceder y ganaron algunas posiciones de altura. Incluso les derribaron dos helicópteros.
Pero en Wireless Ridge a las dos de la mañana nevaba y el desbande era generalizado. Las comunicaciones inalámbricas de los radiooperadores se habían cortado y el único timbre que sonaba era el de la retaguardia, la guarnición de Puerto Argentino comandada por el general Oscar Yofre, que en forma frenética ordenaba el contraataque: “Junte gente y vaya al frente”. Para evitar confusiones, Yofre había ordenado que cualquiera que sorprendiera a alguien con uniforme argentino dando una orden de repliegue tenía autorización para liquidarlo. Yofre quería recomponer las tropas y defender la posición a cualquier costo.
Los partes de guerra que le llegaban de los radiooperadores de Moody Brook, en cambio, le presentaban otra realidad: “Perdí contacto con mi propia tropa, pido replegarme”. Y cada soldado que bajaba de Wireless Ridge, aun sin orden de repliegue, lo hacía como podía. Entre los cañonazos de la artillería enemiga, bajo las bengalas lanzadas en paracaídas que iluminaban el fuego del campo de batalla, corriendo desde la cresta hacia el valle, protegido entre roca y roca, y tratando de no cruzarse con una bala de FAL del fuego “amigo”, porque entonces nadie veía nada, no había una organización, una instrucción, una orden que indicara para dónde ir. Todavía se mantenía en pie la carpa de las provisiones adonde llegaban los pedidos de ayuda, aunque no había quién los recibiera. Desde afuera, la radio se escuchaba nítida, desesperada, al rojo vivo.
“¡Manden refuerzos... tenemos heridos!”
A las siete de la mañana del 14 de junio, los británicos ya tenían posesión del monte Longdon y el corredor de Wireless-Moody Brook. Los soldados del Regimiento 7 de Infantería que habían sobrevivido caminaban hacia Puerto Argentino, con el temor de ser fusilados por desertores. Llegados al casco urbano, en un puesto de la policía militar debían informar el regimiento al que pertenecían y se les indicaba dónde refugiarse. Adentro del gimnasio comunal se produjo el reencuentro de la tropa del Regimiento 7 de Infantería. Estaban exhaustos, conmovidos, nerviosos. Un mayor preguntó al grupo: “¿Quién me acompaña arriba a recuperar la posición?”.
Después de caminar quinientos metros, el grupo que había partido regresó.
A esa hora, el 14 de junio, en Tumbledown, el Batallón de Infantería de Marina 5 había logrado reorganizar el dispositivo de defensa y seguía resistiendo. También el Regimiento 3 y el 25. El capitán Carlos Robacio le informó la novedad a Menéndez y le reclamó baterías de obuses, morteros, cañones antitanque, municiones. Se mantenía con la moral alta, como toda su tropa. Pero recibió la orden de repliegue hacia Puerto Argentino. Por unas horas la desoyó, y siguió combatiendo hasta el mediodía —volverían a derribar un helicóptero—.
El Batallón 5 de Infantería de Marina sería el último contingente en rendirse. Dejaría setenta y un muertos en el campo de batalla. Las fuerzas británicas ya estaban en las afueras de Puerto Argentino, sobre Moody Brook, a pocos centenares de metros de la residencia de gobierno. En algún momento, en la guarnición de Puerto Argentino, se pensó trasladar las tropas hacia el aeropuerto, a diez kilómetros, y utilizarlo como el escenario de la última batalla.
A las nueve, Menéndez decidió comunicarse con el secretario general de la Presidencia, general Héctor Iglesias, en la Casa Rosada. Le dijo:
-Esto se acabó. Se combatió duramente hasta las últimas horas. El grupo de artillería ha sido pulverizado. Las alternativas que quedan son aceptar la resolución 502 y retirarnos con nuestras banderas; aceptar la matanza... la resolución debe ser tomada en breve lapso para salir con honor. Me avisan que los ingleses están a cuatro o cinco cuadras de acá.
Menéndez quizá reducía la distancia para poner en evidencia el cuadro de situación. Quería que la Casa Rosada tuviera una visión más real de lo que estaba sucediendo. Iglesias se comprometió a informarle a Galtieri. Menéndez volvió a llamar. Habló directamente con él.
-Esta defensa no tiene sentido, no tiene futuro. Le planteé al general Iglesias que hay muchos hombres que vuelven hacia la retaguardia heridos y ya sin munición y desorganizados.
Galtieri seguía pensando en el contraataque.
-Debe haber agrupamientos propios del Ejército e Infantería de Marina que deben orgánicamente seguir subsistiendo en la retaguardia de las primeras fracciones inglesas. Creo que debe impulsarse, ellos también están en una situación crítica, tanto como la nuestra, y el impulso de la voluntad de combatir, saliendo de los pozos hacia adelante y no hacia atrás, atacando los flancos de la penetración enemiga, aunque sea con pocas fracciones y con algún fuego puede detener la penetración inglesa. Emplee todos los medios que tiene, el Regimiento 3, el 25 y contraataque. Use todos los medios que tiene a su alcance y continúe el combate con toda la intensidad posible, moviendo al personal fuera de los pozos. Cambio.
Menéndez se lamentaba de “no lograr dar una sensación de lo que hemos vivido durante toda la noche”. Explicó que el contraataque del Batallón de Infantería de Marina 5 había sido rechazado y otras compañías ya habían desaparecido.
-La tropa no da más. Está peleando a brazo partido en las trincheras, yo lo he visto. Mire, mi general, lo que usted me dice esta tropa no lo puede cumplir.
Galtieri dijo aceptar sus reflexiones. Sin embargo, le explicó que era el comandante conjunto de las Malvinas, con su misión, su personal, los reglamentos y la autoridad para resolver. El comentario no era menor. En el código militar de conducta, la rendición no se puede establecer sino con la pérdida de la mitad de los hombres y de las tres cuartas partes de las municiones.
Menéndez estaba convencido de que Galtieri no tomaba dimensión de la coyuntura. Insistió:
-Mi general, a esta tropa no se le puede exigir más, después de lo que han peleado. [...] No hemos podido mantener las alturas, no tenemos espacio, no tenemos medios, no contamos con los apoyos que corresponden [...] tenemos que acceder a la gran responsabilidad para con los soldados que van a morir combatiendo un combate sin posibilidades, por el término de pocas horas más y que va a costar muchas vidas. Esto debo decirle como comandante de Malvinas. Cambio.
Galtieri pidió un tiempo para reflexionar. Lo llamaría más tarde.
Poco después, Menéndez recibió un mensaje del bando inglés para iniciar conversaciones. Le proponían un cese de fuego hasta las 13 horas; mientras tanto, ellos no entrarían en Puerto Argentino. Se lo comunicó a Galtieri. Este aceptó que hablara sin que firmara o discutiese ningún documento sobre rendición o capitulación. A las 3.15, Menéndez se reunió con el capitán Rob Bell y el teniente coronel Michael Rose, emisarios del comandante Jeremy Moore. Por presión de Londres, los británicos ofrecieron una “rendición incondicional”. Menéndez rehusó entregarse en esos términos. Ofreció firmar una “rendición con condiciones”. Los británicos aceptaban que las fuerzas argentinas se retiraran con sus banderas y estandartes, y dirigidos por sus propios comandantes.
A las 9.15 de la noche, hora de las islas, Moore y Menéndez firmaron la rendición. Eran dos generales. Por sus rostros y sus uniformes, se advertía que uno venía de una larga y trabajosa batalla. La expedición no había resultado un paseo. El otro general parecía recién llegado a las islas.
La guerra había terminado.
La apuesta por la recuperación de las islas Malvinas, a todo o nada, había dejado seiscientos cuarenta y un muertos y mil seiscientos cincuenta y siete heridos en la tropa argentina. (…)
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana www.marcelolarraquy.com
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