La noche del sábado 9 de junio de 1956 Rodolfo Walsh estaba jugando al ajedrez en el Bar Rivadavia de La Plata. No pintaba un fin de semana tranquilo cuando se comenzaron a escuchar los tiros. Walsh salió con otros parroquianos para ver “qué festejo era ése”.
Las detonaciones, sin embargo, no tenían que ver con ninguna celebración sino con un duro enfrentamiento armando frente a la Jefatura de Policía, ubicada a unas diez cuadras del bar. El tiroteo era entre un grupo de oficiales y suboficiales del Regimiento VII de Infantería que intentaban ocuparlo por sorpresa y otros policías y militares que trataba de defender el edificio.
Había otros focos insurreccionales con distintos objetivos.
La toma de la Jefatura de Policía era uno de ellos, previo control del Regimiento VII. Se trataba de un levantamiento encabezado por los generales peronistas Juan José Valle y Raúl Tanco para derrocar a la dictadura del a llamada “Revolución Libertadora” del teniente general Pedro Eugenio Aramburu y el almirante Isaac Rojas. Esgrimían un programa político que incluía el llamado a elecciones y el fin de la proscripción a Juan Domingo Perón para que pudiera volver a la Argentina.
En el prólogo de “Operación Masacre”, cuya escritura empezó meses después, Walsh relata la vacilante caminata que debió hacer esa noche para llegar a su casa –donde estaban su mujer y sus dos hijas– ubicada a unos trescientos metros de la Jefatura.
Cuando finalmente llegó, cuenta, no sin cierta ironía: “Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía”.
También escribió que le tocó en suerte ser testigo de una muerte: “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo ‘Viva la patria” sino que dijo ‘No me dejen solo, hijos de puta”.
Los hechos de esa noche del sábado 9 de junio le produjeron una fuerte impresión. Sin embargo, no lo motivaron a nada, quería olvidarlos. “Tengo demasiado para una sola noche. (El general) Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”, escribió.
La indiferencia
Para mediados de 1956, Walsh tenía 29 años, trabajaba en Editorial Hachette, había publicado un libro de cuentos (“Variaciones en rojo”) y editado dos antologías de relatos policiales. También trabajaba en “otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo”.
Es cierto. Pese a que se encaminaba a ser un gran escritor de ficción, para entonces solo había publicado algunas reseñas de libros, unas pocas semblanzas de escritores que le gustaban y una sola crónica, “2-0-12 No vuelve”, sobre la muerte de tres aviadores navales golpistas en Puerto Belgrano durante el levantamiento del 16 de septiembre de 1955 que terminó con el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón.
Walsh había pedido escribir esa crónica publicada por Leoplán –una de las dos que hoy se conocen como sus “textos incómodos”-, en la que exalta el heroísmo de los aviadores golpistas. Tenía sus razones: su hermano Carlos, a quien admiraba, era también aviador naval y había participado del golpe.
La nota está centrada en el capitán de corbeta Eduardo Estivariz, a quien califica en el texto como “una de las figuras más limpias del movimiento revolucionario”.
Casi un año después, en septiembre de 1956, publicará una segunda crónica sobre el tema, titulada “Aquí cerraron sus ojos. A un año de la gloria y de la muerte”. Era un homenaje a los tres aviadores caídos. “Al oírse el solemne toque de silencio con que se inició la ceremonia, todos los que allí estaban debieron recordar que en esos cielos del Sur, ahora tan límpidos, se había librado una de las fases más duras de la lucha y se había jugado el destino mismo de la revolución”, estampó en el artículo.
Entre la primera y la segunda crónica, el frustrado levantamiento de Valle y Tanco había dejado su saldo de fusilamientos ordenados por Aramburu y Rojas.
Frente a esos hechos, Walsh había permanecido indiferente. Hasta ese momento, no lo habían preocupado el fusilamiento de Valle y otros militares rebeldes, tampoco los de ciudadanos civiles en Lanús y en un basural de José León Suárez.
El joven Walsh y la política
La indiferencia de Walsh no implicaba un total desinterés por la política, en la que había incursionado brevemente unos años antes participando de la organización derechista Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), como relata el historiador y periodista Rubén Furman en su libro “Puños y pistolas”.
En septiembre de 1955 había asistido con beneplácito -como gran parte de la clase media de la época- al derrocamiento de Perón.
Lo dice él mismo sin medias tintas en la introducción a la primera edición de “Operación Masacre”, escrita en marzo de 1957: “La mayoría de los periodistas y escritores llegamos, en la última década, a considerar al peronismo como un enemigo personal. Y con sobrada razón. Pero algo tendríamos que haber advertido: no se puede vencer a un enemigo sin antes comprenderlo”.
“Hay un fusilado que vive”
El desinterés de Rodolfo Walsh frente a los fusilamientos perpetrados por la dictadura de “La Libertadora” después del levantamiento de Valle y Tanco desapareció repentinamente la noche del martes 18 de diciembre de 1956, cuando en el mismo bar desde donde había escuchado los tiros la noche del sábado 9 de junio alguien le dice casi susurrando:
-Hay un fusilado que vive.
Walsh no revelará jamás la identidad de esa fuente y tampoco lo hará su colaboradora en la investigación de los fusilamientos de José León Suárez, Enriqueta Muñiz, durante toda su vida. La publicación, después de la muerte de Enriqueta, de los cuadernos con el diario personal que escribió mientras trabajaba con Walsh, reveló una parte del misterio: la fuente era un escritor y empleado bancario amigo de del autor de “Operación Masacre” llamado Enrique Dillon.
Esa era apenas la mitad del misterio. Los autores de esta crónica terminaron de esclarecerlo el año pasado en Infobae, en una nota titulada “El secreto que guardó Rodolfo Walsh se devela tras 63 años: quién fue el hombre detrás de la frase ‘hay un fusilado que vive’”.
Lo que hizo Enrique Dillón fue poner a Walsh en contacto con quien fue verdaderamente la fuente primigenia de “Operación Masacre”: su primo, el teniente de fragata (RE) Jorge Rodolfo Dillon, interventor en la Obra Social de la Policía Bonaerense, quien la noche del 9 de junio había participado de la defensa de la Jefatura de Policía.
Jorge Dillon no sólo había defendido la Jefatura del intento de copamiento por parte de los insurrectos, también había sido testigo del hecho que será el motor de la investigación de Walsh: el momento de la madrugada del domingo 10 de junio de 1956 en que el jefe de Policía, teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, dio la orden de fusilar a los civiles que había detenido él mismo la noche anterior, es decir, el 9 de junio, en la localidad de Florida.
“Fusilamientos clandestinos”
Si la existencia de “un fusilado que vive” –que, como después descubrirá, fueron muchos más– es la razón del impacto que causó “Operación Masacre”, la información que le dio el teniente Dillon a Walsh se convirtió en el eje de la investigación y la reconstrucción de los hechos.
Lo dice el propio Walsh en el primer párrafo del prólogo: “La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez”.
La clave es la palabra “clandestinos” que utiliza para calificar a los fusilamientos de la madrugada del 10 de junio en José León Suárez. A su criterio de entonces esa ilegalidad los diferencia de otros fusilamientos de militares y civiles detenidos después de la promulgación del decreto de Ley Marcial a las 0.32 de la madrugada.
Los fusilados de José León Suárez –a diferencia del resto– habían sido detenidos la noche del 9 de junio, antes del anuncio por Radio del Estado de la Ley Marcial. Esa detención, previa al decreto, hace “ilegales” a esos fusilamientos y eso es lo que Walsh –con la ayuda de los sobrevivientes y la información que le brinda el teniente Dillon– quiere demostrar y demuestra.
Hoy todos esos fusilamientos –los unos y los otros– están claramente definidos como crímenes de terrorismo de Estado, una calificación que la Argentina todavía no conocía en 1956.
Lo que a Rodolfo Walsh lo indigna y lo lleva a investigar es que con los fusilamientos clandestinos del basural, la “Revolución Libertadora” está violando sus propias leyes.
“Tampoco soy ya un partidario de la revolución que –como tantos– creí libertadora”, dirá.
“Son seres humanos”
En el curso de su investigación, Walsh tomó por primera vez contacto con “los peronistas”, a los que diferencia del gobierno de Perón.
Los cuadernos de Enriqueta Muñiz son reveladores de cómo Walsh los va descubriendo y valorando. En uno de sus tantos recorridos por las casas de las familias de los fusilados, Walsh y Muñiz llegan a la casa de uno de ellos, Francisco Garibotti. “Es una casa mejor construida, con muchas flores en el jardín. Mientras esperamos que nos abran, Walsh me dice: ‘¡Y luego quieren que dejen de ser peronistas! ¡Si Perón les dio una casita con flores, y estos vienen a sacarlos de ellas para llevarlos a un baldío y matarlos como a perros, por la espalda!’ –escribe Muñiz en su diario, y sigue: -Y Walsh es antiperonista. ¡Pero la evidencia es tan triste y abrumadora! ¡Qué saben los pobres de planes económicos!”.
En la introducción de la primera edición de “Operación Masacre”, Walsh también habla de su “descubrimiento” de los peronistas: “En los últimos meses he debido ponerme por primera vez en contacto con esos temibles seres – los peronistas – que inquietan los titulares de los diarios. Y he llegado a la conclusión (tan trivial que me asombra no verla compartida) de que, por muy equivocados que estén, son seres humanos y debe tratárselos como tales. Sobre todo no debe dárseles motivos para que persistan en su error. Los fusilamientos, las torturas y las persecuciones son motivos tan fuertes que, en determinado momento, pueden convertir el error en verdad. Más que nada, temo el momento en que humillados y ofendidos empiecen a tener razón”, escribe.
Ida y vuelta
Con su investigación de los fusilamientos en el basural de José León Suárez, Rodolfo Walsh no sólo reveló y denunció con claridad y precisión un crimen atroz cometido desde el Estado sino que revolucionó el periodismo argentino. En ese sentido, “Operación Masacre” es un libro fundante –y todavía un modelo difícil de superar– de periodismo de investigación.
Lo impactante es que esa investigación también cambió operó un cambio profundo en el propio Walsh.
Más de diez años después de la salida de “Operación Masacre”, cuando publicó “¿Quién mató a Rosendo?”, un periodista le preguntó:
-¿Por qué empleó técnicas distintas en sus libros periodísticos?
-En Operación Masacre yo libraba una batalla periodística “como si” existieran la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana. Renuncié al encuadre histórico al menos parcialmente. Eso no era únicamente una viveza; respondía en parte a mis ambigüedades políticas. “¿Quién mató a Rosendo?”, en cambio, es una impugnación absoluta del sistema y corresponde a otra etapa de mi formación política.
En ese sentido puede decirse que si Rodolfo Walsh parió un nuevo género periodístico con “Operación Masacre”, la investigación de los fusilamientos de José León Suárez parió a un nuevo Rodolfo Walsh.
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