Corría marzo de 1993 y en Alcira Gigena, una localidad de siete mil habitantes situada en el departamento de Río Cuarto, Córdoba, todos sabían quién era “Minguito” Rippa. Por más que nunca lo hubieran visto, alguna vez lo habían escuchado gritar de dolor.
Los alaridos eran tan impresionantes que los vecinos se acercaban hasta la puerta de casa y se asomaban por la ventana. “Vivíamos con las cortinas cerradas”, dice Patricia Rippa y se dispone a contar el último tramo de la vida de su papá, quien falleció a los 49 años luego de contraer un cáncer de vejiga.
Patricia tiene 56 años, un hijo de 29 y es médica. Aunque nació y se crió en Córdoba, desde 1994 vive en La Rioja. Actualmente trabaja en el Centro de Participación Riojana (CePar), donde tiene un cargo de subsecretaria. Es un domingo frío de junio y Rippa se conecta puntual a la videollamada con Infobae. A pesar de que pasaron tres décadas desde que murió su padre, todavía se le caen las lágrimas al recordar la agonía que atravesó dos meses y medio antes de partir.
“Siento una gran deuda. No sé si culpa, pero me siento responsable porque yo estaba estudiando la carrera de Medicina. Mi papá me pedía que por favor le diera algo para morir y no pude ayudarlo. Podría haberle dado un alivio y no se lo di. Por vivir dentro de un marco legal, de paradigmas y creencias, sometí al horror a mi propio padre”, lamenta Rippa acerca del dilema que padeció cuando tenía poco más de veinte años.
Hoy, sin titubear, se autoproclama a favor de la Ley de Eutanasia en Argentina. “No quiero más casos de sufrimiento como el que atravesó mi papá: no más Minguitos Rippa en nuestro país”, pide.
Un poco de historia
La infancia de Patricia transcurrió en el campo porque los Rippa se dedicaban a cosechar maní. “Fuimos la primera familia manicera de Gigena. Todavía tengo una cicatriz en uno de mis pies, de cuando empecé a desyuyar a los cuatro años. Esa era nuestra vida”, cuenta orgullosa.
Si cierra los ojos, dice, todavía es capaz de recordar el zumbido del Hanomag 40: el tractor que usaba su papá. “Al mediodía, mamá le hacía señas con un espejo para que viniera a almorzar. Comíamos todo lo que era producción propia. Teníamos una huerta y una vaca lechera, así que hacíamos dulce, queso, pan casero…”. En los recuerdos de Patricia, también se cuela la frustración que muchas veces generaba el trabajo agrícola. “Si no eran los yuyos, era la isoca (un insecto que se alimenta de la planta de maní) o los hongos: siempre nos daban dos mangos por la cosecha”, sostiene.
Hasta que un día, el panorama cambió en un abrir y cerrar de ojos. Fue con la llegada “de expertos en herbicidas” al pueblo. “Los campesinos iban a sus oficinas más que a la iglesia: habían encontrado la solución a todos sus problemas”, explica Rippa y hace referencia a un reconocido herbicida a base de glifosato. “Gracias a ese producto, los yuyos eran cada vez menos y el maní venía espectacular. De hecho, mi papá también se animó a la soja. Como nosotros teníamos un campo chiquito, de 50 hectáreas, alquiló otros campos para expandirse”, cuenta.
El principio del fin
Mientras la economía familiar florecía, la salud de Domingo comenzó a marchitarse en silencio. “De pronto un día nos contó que hacía como dos años que orinaba sangre. Era 1990 y, para ese entonces, yo estaba estudiando Medicina y hacía mis prácticas en el Hospital de Clínicas, donde papá fue a hacerse los estudios. Los resultados mostraron que su vejiga estaba minada de puntos cancerígenos. Recuerdo que una de las enfermeras le sugirió que se sacara todo porque era un cáncer muy metastásico. Pero para los médicos que lo atendían, ‘vaciarlo’ implicaba inhabilitarlo sexualmente y, como él tenía 47 años, no se animaron”.
A la distancia, ya recibida y con años de ejercicio de la profesión, Patricia explica que frente a este tipo de diagnósticos los profesionales suelen tener en cuenta la calidad y la cantidad de vida. “Seguramente ese equipo evaluó la calidad y no la cantidad. Le sacaron una parte de la vejiga y, en menos de un año, el cáncer se le diseminó por todo el cuerpo”.
La relación entre el cáncer y exposición ambiental a glifosato es y ha sido objeto de estudio de la Red Universitaria de Ambiente y Salud y Médicos de Pueblos Fumigados. Medardo Ávila Vázquez, médico pediatra cordobés, ecologista e integrante de este colectivo sostiene que en las zonas agrícolas de Argentina las tasas de cánceres, son varias veces superiores a las de las ciudades donde no se fumiga. “En los pueblos se detectan entre seis y ocho casos de cáncer al año por cada mil habitantes”, apunta.
Según Ávila Vázquez, en la década del noventa el uso de glifosato era mucho menor en comparación con lo que sucede en la actualidad. “En esa época, los casos de cáncer se vinculan directamente a las personas que los utilizaban: productores y trabajadores rurales, así como trabajadores de las fábricas químicas. Hoy en cambio, no se limita al campo sino que llega hasta los pueblos”, explica.
“Nunca pensamos que el cáncer de papá podía tener algún tipo de relación con el glifosato. Nunca, nunca, nunca. Después, estudiando, revisando otros casos, comparando, caí en la cuenta. Mi viejo iba de pantalón corto y alpargatas de yute con la fumigadora cargada en la espalda. Llegaba completamente mojado desde la cabeza hasta los pies, todos los días. Algunas veces, incluso, cuando venían las avionetas fumigadoras y pasaban sobre nuestra chacra, él y mi hermano se quedaban en medio del campo bajo la pasada que los empapaba”, dice Patricia.
Un espiral de agonía
Menos de un año después de recibir el diagnóstico, Domingo Rippa fue sometido a una colostomía. Aunque el panorama era irreversible, Patricia dice que nadie en su familia se animó a decírselo. “No supimos cómo hacerlo. No estábamos preparados. Yo, a pesar de que estaba en quinto año de medicina, tampoco. Por otro lado él estaba muy ilusionado con recuperarse, estaba totalmente convencido de que iba a salir adelante”.
El 31 de diciembre de 1992, los Rippa se juntaron a recibir el nuevo año. Aquel día, cuenta Patricia, se limitó a observar a su padre. “Tenía el rostro sufriente y rengueaba al caminar. Pasó la noche buscando posturas para estar sentado y menguar el dolor”. Después del brindis, Minguito se acostó y nunca más volvió a levantarse.
Durante enero, febrero y la mitad de marzo de 1993, Patricia fue testigo del deterioro y la agonía de su padre. “A esa altura nos habíamos instalado en una casa en el centro del pueblo y él estaba en una cama ortopédica. Deliraba y confundía las cosas. Para fines de enero su pierna izquierda ya se había acortado varios centímetros y en su nariz y su espalda aparecieron unos tubérculos sangrantes. Estaba totalmente anoréxico y llevaba una sonda vesical por la que orinaba sangre permanentemente”, cuenta Patricia, que aún recuerda las súplicas de su padre.
“Patri poneme algo para morir por favor. ¡¿Para qué estudiaste medicina?!”, le decía. A su lado y en silencio, Patricia se tragaba el llanto y le aplicaba los calmantes, que apenas surtían efecto.
“Mucho tiempo después, empecé a imaginarme lo que él estaría sintiendo en ese momento. Él quería morirse. El último mes y medio fueron gritos y alaridos de: ‘Por favor, poneme algo. Vos podés ayudarme’. Si miro hacia atrás pienso: ‘Yo no sabía qué ponerle’. Y aunque hubiera sabido no iba a matarlo porque, en ese momento, interpretaba que lo iba a matar. Ahora pienso totalmente distinto. Él sufrió todo ese tiempo en vano porque él no estaba viviendo. Él estaba haciendo un gran esfuerzo para morir y nadie merece eso”.
El debate que se viene
Domingo Rippa falleció el 15 de marzo de 1993 a las 20:40 horas. Patricia, como cada día de esos tres últimos meses, estaba a su lado sostiéndole la mano. “Abrió los ojos grandes, inspiró y yo me di cuenta de que estaba haciendo el desenlace. Le dije: ‘Quedate tranquilo papi, que acá termina todo este sufrimiento. Quedate tranquilo. Ya pasa, ya pasa, papi. Tranquilo, tranquilo, tranquilo. Estamos acá’. Porque mi mamá y mi hermano más chico estaban ahí al lado. ‘Vas a estar bien, vas a estar muy bien’, le dije”.
Para Patricia, su papá murió sin ser él. Con el diario del lunes, y años de trayectoria, dice que hoy haría las cosas de otra manera y por eso apoya el proyecto de Ley de Eutanasia en Argentina que podría presentarse este año. Además, cuenta, decidió sumarse al grupo “Eutanasia: Derechos y Final de Vida”, que ya tiene más de 1.500 miembros, y contar su historia.
El proyecto -que fue armado por la diputada Gabriela Estévez con la asesoría del médico Carlos “Pecas” Soriano- está inspirado en el pedido de Alfonso Oliva, un cordobés de 37 años que tenía ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) y murió pidiendo una norma que respetara su derecho a elegir cuándo morir.
“Todavía siento la dicotomía entre lo que debí y lo que pude hacer. Mi papá tuvo que soportar la tortura de nuestro egoísmo y de nuestra ignorancia para alcanzar la paz. Todo ser humano merece dignidad, merece respeto, merece intimidad. Hoy me pregunto si estamos haciendo las cosas pensando en los demás o nos invade la arrogancia de creernos los dueños de voluntades ajenas”.
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