Eran novelitas, así, en diminutivo y en pulp, que se compraban en el kiosco. Las chicas y también las señoras las pedían con el diario para llevarlas ocultas entre los pliegues de sus páginas. No en vano el escritor Guillermo Cabrera Infante describió a su autora como “la inocente pornógrafa”. Títulos como Íntima inquietud, Me perturba su pasión y Pecar por amor se leían a escondidas y de un tirón.
Socorro Tellado López también se había jactado desde siempre de escribir aquellos textos “de un tirón”. Tenía 19 años cuando en 1945 la editorial Bruguera publicó la primera de las más de 4.000 novelas que la convertirían en la autora más vendida de habla hispana, por encima de Cervantes. Su padre acababa de morir y Socorrín –de ahí el apodo Corín– vivía en Cádiz con su madre y sus cuatro hermanos en medio de la apretada economía de posguerra. La literatura, que antes había sido un refugio para su timidez, ahora podía salvar a su familia. Bruguera le pagó 3.000 pesetas por el primer borrador de Atrevida apuesta, una suma considerable para la época, y aunque le rechazó el segundo envío, terminó por hacerle un contrato que hoy parece una locura: tenía que entregar una novela corta por semana.
Pero para ella eso era lo de menos: lograba terminar los textos en solo dos días. Era metódica: se levantaba religiosamente a las cinco de la mañana, se ponía a escribir a las siete y no paraba en ocho horas. Tampoco de fumar: eran cinco los atados de cigarrillos diarios. “Yo hilvano un argumento en cinco minutos. Me inspiran las historias de la vida cotidiana: recopilo las vivencias de la calle y las acoplo a mis cosas. Mis personajes tienen humanidad. Hay muchas chicas que en la vida real han vivido lo que les pasa a mis personajes; lo que yo hago es adornar con fantasía las realidades”, decía sobre esos libritos románticos que nunca tenían mucho más de cien páginas y eran tan descalificados por la crítica, como esperados por sus fans.
Sus novelas de bolsillo no solo eran reeditadas una y otra vez, sino que también eran intercambiadas por las clientas en los puntos de venta una vez que llegaban las novedades; las Corín Tellado pasaban además de mano en mano entre amigas como un valioso y entretenido secreto erótico en un tiempo de tabúes, por lo que el número real de lectores era incluso superior al registrado. Traducida a 27 idiomas, llegaría a vender más de 400 millones de ejemplares, por encima de autores como Stephen King, Paulo Coelho o Tolkien, lo que la haría entrar en el Libro Guiness de los Records.
Había encontrado una fórmula: Corín les hablaba a las mujeres, se colaba en las cocinas de las amas de casa perfectas que mandaba el franquismo y les daba permiso para soñar con otros mundos y dejarse llevar por la pasión en busca del “amor verdadero”, aunque el final siempre fuera el matrimonio que aprobaba el régimen. Y todo, sin tener ni idea de lo que era la pasión.
“La censura me enseñó a insinuar, porque decía las cosas claras y eso me lo rechazaban -contó alguna vez sobre cómo su estilo también era en parte producto de las limitaciones del totalitarismo-. Hubo meses en que me rechazaron hasta cuatro novelas. Algunas venían con tantos subrayados que apenas quedaba letra en negro. Eso me enseñó a insinuar, a sugerir más que a mostrar. Aprendí a contar lo mismo pero con sutileza, así nunca dejé nada por decir”.
En 1951 firmó un contrato con la revista femenina Vanidades, con la que colaboraría durante más de cincuenta años. Instalada definitivamente en Gijón, entregaba a la publicación dos historias cortas e inéditas al mes. El efecto fue sensacional: la tirada de la revista aumentó de dieciséis mil ejemplares a más de setenta mil por mes. Fue allí donde conoció a Cabrera Infante, que por entonces era el corrector de Vanidades. Con el tiempo, el autor de Tres Tristes Tigres diría sin pruritos que la influencia de Tellado fue decisiva en su carrera.
Por esos años quién se haría conocida como “la gran dama de la novela romántica” se enamoró por primera y única vez, según relata en ¿Yo soy así? (1992) su biógrafa, la periodista Blanca Álvarez. Aquel hombre cuyo nombre nunca quiso revelar era, como su padre, un marino, y también se enamoró de ella. Le gustaba, decía la escritora, porque era natural, segura de sí misma, “sin esas bobadas que tenían las niñas de los pueblos”. Pero a la vez creía que su trabajo no era más que un pasatiempo de soltera: “Quería que dejase de escribir, que me convirtiera precisamente en una pueblerina, y no, ¡hombre!”, contaba todavía con vehemencia ante Álvarez varias décadas después.
El final feliz para sus protagonistas podía ser el altar, y la entrega -después de superar triángulos, angustias y dificultades- al rol femenino tradicional, pero Corín no estaba dispuesta a llevar la misma vida que sus heroínas. Así que eligió seguir escribiendo y, cuando se enteró que su enamorado se había comprometido con otra, juró: “Con el primero que llegue, me caso”.
Ese hombre fue Domingo Egusquizaga, el padre de sus dos hijos, Begoña y Domingo. Era 1959, y la novia entró a la Iglesia vestida de negro. Estaba harta, explica en la biografía de Álvarez, “de pagarle las bodas a toda la familia”. A los 33 años, ya era moderadamente rica y famosa y se había acostumbrado a que su madre y sus cuatro hermanos dependieran de ella. “Lo hice un poco por revancha y un poco por dolor. Por demostrar que no vivía de apariencias y que lo importante eran otras cosas. Dolida por esa actitud, por la obligación de correr siempre con todos los gastos”.
Egusquizaga era correcto. “Vasco, alto y guapo”, decía Corín, que también pensaba que no era mala persona, aunque sí algo básico para ella. Y pese a que fue su primer hombre en la cama, también le costaba tolerar que ella fuera la proveedora, la que más trabajaba, más dinero aportaba y que su reconocimiento fuera creciente e internacional. No era su principal defecto, sino la propia certeza que Tellado había tenido desde el primer momento: “No era ni mujeriego ni borracho ni un mal amante. ¿Qué pasó? Que no lo soportaba. No lo quise ni antes, ni durante, ni después”, contó en una entrevista con El Mundo. El matrimonio solo duró cuatro años, y la escritora jamás volvió a estar con otro, por su trabajo, por sus hijos y por su orgullo, para evitar habladurías. Y eso que nunca negó que le gustaban los hombres “un rato largo”.
En 1964 rompió su contrato con Bruguera: la editorial reeditaba sus obras con nuevos títulos sin consultarla. “Las publicaban como si fueran nuevas, y eso me desacreditaba. Algunas lectoras me escribían llamándome estafadora”, decía Corín que había entendido muy bien que su nombre y la relación con sus admiradoras era lo más valioso que tenía.
Con los años, y a menudo fuera de contexto, algunos le achacaron a la escritora la supuesta contradicción entre la vida de independencia que eligió para sí misma y el destino de esas damiselas de sus novelas, que solo lograban ser felices junto a un hombre que las rescatara. ¿Pero cómo soslayar que pasó más de la mitad de su prolífica carrera adaptando sus historias a la mirada del franquismo?
Fue cambiando su discurso acerca de si se consideraba feminista. Primero decía: “Los hombres tienen su lugar y las mujeres el suyo. A partir de ahí, cada cual llegará a donde merezca. Nos parecemos bastante. Las mujeres paren y los hombres mean contra la pared, eso es todo. Y yo hago hombres estupendos, sensibles”. Sin embargo, lograba que sus mujeres llegaran incluso a divorciarse cuando, como ella, se cansaban “de los ataques de celos y de vivir con quien no querían”. Su táctica para liberarlas de la censura era situarlas en el extranjero: escribía historias que transcurrían en Inglaterra o en los Estados Unidos.
No se animó a dar ese paso ella misma. Se quedó con sus hijos en el Gijón provinciano de los sesenta aguantando una censura aún más sofocante que la que sufría su obra: la del qué dirán. “Sabía lo que iba a pensar media ciudad: ‘A Corín Tellado se le ha subido la fama a la cabeza, tarde o temprano tenía que darle por cambiar de marido’”, decía sobre por qué se había atrincherado con sus hijos y con sus novelas, apenas acompañada de una amiga viuda con la que compartieron soledades. Pesaba también sobre ella su simpatía por el Opus Dei, que por momentos la hacía mostrarse más conservadora de lo que añoraba por ejemplo en su admirado Henry Miller, por quien llegó a usar el seudónimo de Ada Miller en sus novelas eróticas.
“Era una mujer muy frágil, y en muchos aspectos, derrotada -dijo su biógrafa en una entrevista que concedió luego de muerte, en 2009-. El fracaso de su matrimonio la marcó y además su marido continuó dándole dolores de cabeza. Pudo haberse ido a vivir a Miami, tal y como le propusieron, pero quiso quedarse en Gijón para demostrar que era una persona valiosa y honrada. Era esencial y brutalmente madre y a veces ese sentimiento ciega. En el transcurso de las largas conversaciones que mantuvimos durante todo un verano, tres tardes a la semana, me dijo que había perdido el tren de su vida. Quería entrar en el mundo de la literatura, pero ella fue un Nobel en el trabajo”.
Hasta el final de sus días, en su casa de Gijón, en 2009, mantuvo la rutina de escribir -o dictarle a su nuera- diez páginas diarias, de lunes a viernes, vacaciones incluidas. “Y sin emplear ni una sola vez ninguna de estas tres palabras: braga, sujetador o calzoncillos. No es una cuestión de pudor, sino de estética... Mis mujeres saben quitarse la ropa con gusto”, presumía. Pero también hasta el final le dolió el menosprecio. “¿Se entiende que me moleste tanto ser una autora encasillada? Si yo he hecho de todo... Creo que merezco al menos la consideración de los que no hemos dejado de pelear en toda la vida”, dijo en una entrevista con la revista de El Mundo, poco antes de morir.
Su respuesta cuando en esa nota le preguntan por sus amigos Cabrera Infante -que le dedicó un capítulo en su libro O- y Mario Vargas Llosa -que en 1981 viajó a Asturias para hacerle un reportaje porque, según la leyenda, quería conocer a la española que vendía más que él en Londres- habla desde el feminismo que con la edad comprendería que siempre había la había habitado: “Bueno, Guillermo decía que soy una inocente pornógrafa, aunque luego aclaraba que ni tan pornógrafa ni tan inocente. Y con Mario siempre he tenido una relación entrañable. Pero es gracioso que aparezcan estos temas en las entrevistas. Me resulta un esnobismo. Siempre tengo la tentación de preguntar: ‘¿Pero usted a quién ha venido a ver, a la amiga de estos señores o a Corín Tellado?’”.
En esa oportunidad, ya enferma -se sometía desde 1995 a tres sesiones de diálisis peritoneal por semana sin que eso le impidiera seguir escribiendo al ritmo habitual-, reflexionó: “Procuro recordarle a mi hija que el día que me muera tiene que escribir en la lápida ‘Ahí te vas con tu sambenito’. Siempre he creído en la igualdad de oportunidades. Nosotras hemos avanzado, aunque serán las hijas de mis nietas quienes ocupen el mismo lugar que los hombres. No es fácil. ¿Cuántos siglos llevan dominándonos? Ellos con el látigo en la mano y nosotras con la venda en los ojos. Digamos que soy feminista, aunque no haya militado”.
Se había pasado la vida escribiendo, pero también leyendo. “No me apetece pasar por ignorante. Me preocupo de conocer a mis colegas. Siempre he sido una gran lectora. Cuando era pequeña descubrí un baúl en casa lleno de libros. En esa época devoraba a Dumas y a los clásicos franceses. Pero a nadie como Miguel Delibes. Me habría encantado escribir Los santos inocentes. O De profundis, de Oscar Wilde. ¿Y sabe quién me gusta mucho también? Corín Tellado. Habla sobre sentimientos y eso me interesa”.
A doce años de su muerte, a la gran dama probablemente le daría felicidad saber que Planeta -el grupo editorial que actualmente tiene los derechos exclusivos de reproducción de Corín Tellado- y Telemundo Global Studios acaban de cerrar un acuerdo para adaptar su obra completa en múltiples formatos, incluyendo unitarios y series de formato corto y largo para televisión y plataformas digitales. Las adaptaciones, de las que también participará Stories, el área de contenidos transmedia de Planeta, son un nuevo hito en la historia de la escritora asturiana: nunca antes un estudio de producción de habla hispana había adquirido la colección completa de un solo autor, y menos de esta magnitud. También son una prueba de que aquellas “novelitas” que Socorro Tellado López se negaba a llamar rosas, no han perdido vigencia. Como ella misma decía: “El amor nunca pasa de moda, pero el desamor tampoco. Y es el desamor lo que más está presente en mi obra”. Tal vez Corín Tellado hablaba también de su propia historia.
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