La pandemia empuja a la gente de los barrios populares hacia los altarcitos de los santos locales, los que la religiosidad popular invoca en las calamidades cotidianas. El Gauchito Gil es uno de ellos: las periferias urbanas son su casa y están sembradas de estatuitas adornadas con los inconfundibles colores rojo y negro, los de su bando político durante la guerra civil que ensangrentó la provincia argentina de Corrientes a mediados del siglo XIX.
Cuando la misericordia con los vencidos era una moneda poco conocida, el soldado Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez se negó a disparar contra sus hermanos y eso le costó una cárcel deshonrosa y la pena de muerte por deserción. A cambio, perdonó a los que debían ejecutarlo y predijo a su verdugo la curación de un hijo enfermo. Fue suficiente para que el infante Gil Núñez creciera en consideración en las mentes exaltadas de sus contemporáneos, y más aún de sus descendientes. En poco tiempo su fama se extendió por todo el norte argentino hasta convertirse en un “santo sin aureola”, del que ni siquiera queda documentación segura. De todos modos, el rigor de la historia a veces pasa a un segundo plano cuando se trata de cualidades que un pueblo considera dignas de imitar en un momento dado de su vida nacional. Como el perdón, precisamente, que es una virtud exquisitamente cristiana, junto con la bondad, la tolerancia y la amistad para el enemigo, que lo acompañan.
A la misma misión se había entregado en cuerpo y alma una mujer de un pequeño pueblo del norte argentino, difícil de encontrar en los mapas geográficos. Ella ayudaba a los padres de la Compañía de Jesús en la provincia de Santiago del Estero. Pero, a dos siglos de su llegada, los jesuitas fueron expulsados de las posesiones de la Corona española y volvieron a Europa. En la comprensible confusión que siguió a su partida, fue ella, hija de un noble militar al servicio del rey, quien asumió la herencia de los desterrados, que habían difundido los ejercicios espirituales de San Ignacio como uno de sus aportes más significativos. María Antonia de Paz y Figueroa, o Mama Antula, como mejor se la conoce, recorrió grandes distancias descalza, viviendo de la limosna y difundiendo la práctica de los ejercicios espirituales. Después emprendió el viaje hacia la capital del Virreinato, Buenos Aires. Demoró dos meses en llegar y ni el obispo ni el gobernador, las dos máximas autoridades de la época, la recibieron como ella esperaba. Pero la obstinación, la fe en Dios y la confianza en los ejercicios ignacianos terminaron perforando el muro de recelo del poder político y del clerical. En pocos años, decenas de rioplatenses, y entre ellos los futuros principales actores de la Revolución de Mayo y de la Independencia, recibieron abundantes beneficios espirituales de los retiros que promovía Mama Antula, que no solo es beata en olor de santidad, sino que a su vez fue una verdadera encrucijada de santos.
A ella se debe el auge de la devoción a San Cayetano, quien se convirtió en dispensador de pan y trabajo, y a ella se debe también el éxito posterior de San Expedito, el de las causas veloces.
Hay un santo al que el pueblo beatificó mucho antes de que llegara el reconocimiento institucional. El villero Benítez, por ejemplo, asegura que él no se perdía ni una sola de las cabalgatas que replican los viajes de José Gabriel Brochero, conocido como el Cura Gaucho, por valles y montañas a lomos de una mula. El silencio, el ruido de las piedras que ruedan en el camino, las paradas, las noches frías y estrelladas, el viento en las pampas de las sierras de Córdoba. Cuatro días por la ruta del Cura Gaucho, gente, caballos y nidos de cóndores en las altas cimas que llevan al valle de Traslasierra. Ida y vuelta. Para rendir homenaje a un cura del campo con olor a sus ovejas, en cuya historia de esfuerzo, silencio y sacrificio el Papa argentino ha visto un modelo de sacerdote, en tal medida que lo proclamó santo.
La iconografía de los santos varones preferidos por los villeros incluye también un Don Bosco de sonrisa apenas esbozada y larga sotana negra, generalmente rodeado, en las imágenes más elaboradas, por jóvenes de condición humilde. En las periferias argentinas se valora todo lo que el santo italiano de fines del siglo XIX hizo por los jóvenes, lo que lo llevó a hacerse cargo de generaciones de excluidos a los que dio casa, formación profesional y educación formal. Los mismos objetivos que tienen los curas villeros, los sacerdotes que viven en las villas de Buenos Aires y otras ciudades de Argentina.
Hay santos de segunda línea, pero que también tienen sus devotos. Como San Jorge, el soldado romano que protege la caballería del ejército argentino, que cuenta con un nutrido séquito. No es menos Ceferino Namuncurá, el indio mapuche cuya causa de beatificación aprobó Pío XII e impulsó Juan XXIII. Pablo VI lo proclamó venerable y Benedicto XVI, beato. Muy probablemente el Papa Francisco lo proclamará santo durante su pontificado. Santa Rita, nacida en la ciudad italiana de Casia, es venerada en la provincia argentina de Salta, donde se conserva una de sus reliquias, con una sucursal en Buenos Aires, en la villa que lleva su nombre.
En la religiosidad villera también tiene un lugar indiscutible el Señor Santiago Matamoros, figura icónica de la resistencia de los reinos cristianos contra los moros, o también como Santiago apóstol, el hijo de Zebedeo, que es el patrono de Santiago del Estero, una provincia argentina de la que provienen muchos migrantes. Merecida segunda línea les corresponde asimismo a San Biagio, protector del dolor de garganta, y a San Pantaleón, una especie de San Genaro argentino, cuya sangre se licúa todos los 27 de julio desde hace cien años ante los ojos del populoso barrio de Mataderos. Un testigo de excepción fue el Papa, quien en una carta recordó con nostalgia los tiempos en que, como arzobispo de la capital argentina, visitaba personalmente la parroquia dedicada al santo médico de Nicomedia.
Monseñor Óscar Romero ha sido el último en llegar, directamente a las villas desde El Salvador, donde fue beatificado por el Papa argentino en mayo de 2015 (y canonizado en octubre de 2018). Tuvo que superar una trabajosa lista de espera donde no faltaron tramoyas en su contra y abiertas oposiciones. A él, mártir del país más martirizado de América Latina, se han dedicado escuelas, comedores populares y murales pintados en las paredes de la villa.
El 2021, año de la gran pandemia, será también el año del franciscano Mamerto de la Ascensión Esquiú, llamado el Predicador de la Constitución, porque en 1853 exhortó al pueblo argentino a aceptar la Carta Maga: “...sin ley no hay patria, no hay verdadera libertad, existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra...” Su beatificación, ya anunciada para el 13 de marzo, ha sido postergada para el 4 de septiembre de 2021 en la provincia de Catamarca donde nació.
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