Daniel Villalba tenía 43 años, trabajaba como supervisor de depósito en un laboratorio y vivía en Lanús con Leila Stratoni, su pareja con la que compartió 13 años. En abril, ambos se contagiaron de COVID-19 y comenzaron a vivir una pesadilla.
El 16 de abril, Daniel empezó a tener fiebre y una ligera picazón de garganta. Cuatro días después, lo hisoparon en el Hospital Muñiz y, al igual que sucedió con Leila, dio positivo.
“Cuando se enteró que tenía COVID, mi marido cambió su estado emocional. Estaba preocupado y con miedo. Hablamos mucho para que la cabeza no le jugara en contra. Yo le decía que éramos afortunados, porque podíamos estar juntos y recuperándonos en casa. Ya nos quedaban pocos días para el alta epidemiológica, porque el hisopado fue al quinto día, pero de repente todo cambió”, le dijo Leila a Infobae.
El sábado 23 de abril, Leila lo notó muy agitado: su pareja dormía todo el día y tenía baja la saturación. “El neumonólogo le escuchó los pulmones y no tenían ruido, así que lo medicó. Pero con los días seguía desmejorando, hasta que el lunes saturó 96 y, unas horas más tarde, 80. En 24 horas hizo una neumonía severa, así que se lo llevó la ambulancia y lo internaron en la clínica Bazterrica”, explicó.
Leila se encontraba con partes médicos distintos cada día, ya que el cuadro mejoraba y, de repente, todo se ponía peor. “Pero jamás en la vida me hubiera imaginado este desenlace. Es una ruleta rusa porque yo no tuve casi síntomas, solo dolor de garganta y congestión, pero mi marido sufrió un montón”, sostuvo.
Apenas lo internaron, le colocaron oxígeno y la saturación mejoró. Los días siguientes su cuadro era estable y los médicos le dijeron a Leila que la recuperación iba a ser lenta, porque los pulmones estaban muy inflamados. “Me dijeron que iba a demorar, pero que iba a recuperarse lentamente. Supuse que estaría internado 15 o 20 días y después volvería a casa”, expresó.
El 2 de mayo, la salud de Daniel había empeorado, Por eso, los médicos le aumentaron el oxígeno y, a pesar de todo, seguía agitado. A la medianoche, Leila recibió el llamado de su marido: le avisaba que iban a intubar.
“Decidieron intubarlo porque no mejoraba y porque no podía mantenerse mucho tiempo boca abajo, ya que le dolía la espalda. Me quedé tranquila, porque jamás me imaginé que iba a tener este desenlace. Incluso, mi marido me dijo que iba a salir mejor de lo que entró, porque los médicos habían hecho una junta y habían decidido que era lo mejor. La doctora que lo estaba preparando me dijo que lo iban intubar para que se recuperara, que hubiera sido peor que se descompense y tener que hacerlo de urgencia. Fue de manera preventiva”, sostuvo Leila.
Pero el 3 de mayo, otra médica se comunicó con Leila y le dijo que el estado de su marido era gravísimo. Tenía los pulmones totalmente inflamados por el COVID y le dijeron que había que seguir esperando. Al séptimo día de la intubación, uno de sus pulmones se había desinflamado, pero los médicos hallaron una bacteria en los riñones.
“Me dijeron que la bacteria estaba controlada, que estaba estable, que su saturación era buena y que estábamos a mitad de camino de la recuperación. El pronóstico era favorable pero, al otro día, desmejoró porque le encontraron otra bacteria, llamada KPC, que estaba alojada en un pulmón. Esta bacteria es intrahospitalaria y le volvió a complicar los pulmones. Mi marido se contagió con la cepa de Manaos y, al igual que otras tres personas jóvenes que estaban internados con él, tenían el mismo nivel de destrucción pulmonar. Esta cepa ataca a la gente joven y les destroza los pulmones”, explicó.
Por la KPC, mandaron los cultivos al Instituto Malbrán y se determinaron cuáles eran los antibióticos indicados. “Cuando se contagió la bacteria, mi marido ya no estaba aislado, porque no tenía más al virus en el cuerpo. Se estaban manejando las secuelas del COVID, más la bacteria intrahospitalaria”, indicó Leila.
A partir del 17 de mayo, el estado de Daniel mejoraba y desmejoraba según el día. Finalmente, el 24 de mayo, falleció.
“Me llamó una médica para decirme que fuera urgente a verlo, porque había desmejorado completamente. Me hablaron de una nueva infección, que le había afectado el corazón y le había bajado la presión de un modo tan fulminante que no se la podían subir. Cuando llegué, la médica me dijo que mi marido ya no tenía pulmones: estaba respirando por un pedacito de pulmón”. lamentó.
“Mi marido murió porque el virus intrahospitalario le complicó los pulmones y el corazón. Fue totalmente inesperado porque, hasta último momento, los médicos me decían que estaba la posibilidad de que se recuperara, pero había que esperar a que los pulmones se desinflamaran. Los riñones habían vuelto a funcionar y solo restaba la parte pulmonar”, indicó.
Leila dice que la muerte de Daniel se podría haber prevenido si se hubieran vacunado a los trabajadores esenciales. “Pero tenía 43 años y no tenía enfermedades preexistentes... No tenía nada. Trabajaba en un laboratorio, fue todos los días desde que empezó la pandemia, pero no lo consideraron esencial”, dijo. “Hay gente que no toma conciencia y piensa que no le va a pasar nada, hasta que le pasa... Y pasó con un hombre de 43 años, que estaba sano. Mi marido tenía una salud de hierro. Es terrible lo que está pasando y todavía hay gente que se confía porque es joven”.
Un punto en el que hace hincapié es en que le hubiera gustado que su marido pudiera tener acceso al plasma, pero en la clínica le dijeron que no era posible. “No sé por que no prueban con otras cosas, como el súper suero o el ibuprofeno inhalado, si ya ven que los pacientes están mal”, se preguntó.
Sumida en una angustia total que casi no la deja hablar, Leila recuerda la última vez que vio a Daniel. Fue cuando ambos estaban atravesando juntos al COVID en su casa pero, como él desmejoró, se lo llevaron en una ambulancia y fue internado.
“Cuando entré a verlo el día que murió, estaba todo hinchado... no parecía él. La última vez que lo había visto fue cuando se lo llevó la ambulancia y los dos estábamos con COVID. Si hubiera sabido que era la última vez que lo iba a ver... lo hubiera abrazado y dicho un montón de cosas que me quedaron pendientes. Es muy triste, porque es una enfermedad en la que te morís solo. Me consuela saber que ya no sufre más, pero me parece injusto porque tenía mucho más por vivir. Tenía solo 43 años.”, finalizó Leila.
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