“El compromiso que acabo de contraer prestando el juramento constitucional, se adentra en mi alma con el mismo ímpetu que lo hiciera mi decisión irrevocable de abrazar la causa del pueblo”.
Este fue el primer acto de gobierno de Juan Perón, hace hoy setenta y cinco años: definir con treinta y una palabras la impronta que quería darle a su gobierno. Lo hizo poco después de prestar juramento en el Congreso y ante la Asamblea Nacional, en un clima festivo por parte del peronismo naciente y ante la ausencia, sin aviso, de diputados y senadores de la oposición, que la grieta no es nueva.
Perón estaba radiante ese mediodía, con uniforme flamante, el de su grado también flamante de general de brigada. Ocho meses antes, en octubre de 1945, era un coronel preso en la isla de Martín García, separado del Ejército por sus pares, dispuesto a pedir el retiro y a marcharse lejos con su enamorada, la actriz Eva Duarte. Lo dejó escrito en una carta a quien todavía no era Evita: “Mi tesoro adorado (…) Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos. (…) Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que me acelere el retiro, en cuanto salgo nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos. (…) De casa me trasladaron a Martín García y aquí estoy no sé por qué y sin que me hayan dicho nada. (…) Te encargo le digas a Mercante que hable con Farrell para ver si me dejan tranquilo y nos vamos al Chubut los dos (…)”
El movimiento popular del 17 de octubre de 1945 lo había sacado de prisión y devuelto a la pelea política, basada en su gestión como ministro de Trabajo y Previsión de aquel gobierno de otro general, Edelmiro Farrell, del que Perón era también vicepresidente y ministro de guerra. Fue el entonces presidente el que convocó a Perón la noche del 17 de octubre para que hablara a la multitud reunida en la Plaza de Mayo. La oratoria del entonces coronel y el fervor popular, hicieron el resto.
Sin perder su condición de militar, Perón fue candidato en las elecciones del 24 de febrero de 1946 y no por el PJ, que no existía, ni por el Partido Peronista, que tampoco existía, sino por el Partido Laborista aliado con la UCR Junta Renovadora y el Partido Independiente. La coalición se llamó Junta Nacional Coordinadora. Enfrentó al candidato radical José Tamborini, que estaba al frente de otra coalición, la Unión Democrática y que integraban la UCR, el Partido Socialista, el Partido Comunista y el Partido Demócrata Progresista. Perón obtuvo 1.485.468 votos contra 1.207.178 de Tamborini: fue la primera y última elección que Perón ganó por tan estrecho margen: 278.290 votos.
La directa participación en la política argentina del entonces embajador de Estados Unidos, Spruille Braden, creó no sólo tensiones insalvables, sino la sensación de que Estados Unidos, triunfante el año anterior en la Segunda Guerra, pretendía dirigir los destinos de América Latina. No era una sensación muy alejada de la realidad. La intromisión estadounidense le había dado a Perón la posibilidad de un eslogan fantástico, que había partido en dos a la sociedad: “Braden o Perón”. Fue Perón.
Y ahora, en el Congreso Nacional, el flamante general hacía un recuento de aquella batalla y lamía sus heridas: “Esta ha sido y seguirá siendo la simplísima filosofía que guía nuestras relaciones internacionales: se han de asentar en el respeto de la Argentina hacia todos los demás países, pero este respeto ha de ser recíproco”, dijo en uno de los fragmentos ovacionados de su discurso. Hubo varias ovaciones. “No cabe admitir de nadie, grande o pequeño, intromisiones descaradas o encubiertas en asuntos que afecten a nuestra soberanía”. Nuevo frenesí de una asamblea dominada por la coalición que había triunfado en febrero. Perón se tomó tres meses y un ratito para asumir, porque quiso hacerlo un 4 de junio en honor, y reconocimiento, al golpe militar de 1943, hace hoy setenta y ocho años.
Tres años antes de la Asamblea General que aplaudía al flamante general de brigada, y ya con la balanza de la guerra inclinada hacia los aliados, el sector más nacionalista del ejército, de neto espíritu prusiano y con abiertas simpatías por la Alemania nazi, temió que el presidente conservador Ramón Castillo, abandonara la tradicional neutralidad argentina y se inclinara hacia el lado de los futuros vencedores. Total, que la dictadura que reemplazó a Castillo rompería con Alemania, tarde y mal, el 27 de marzo de 1945, a casi un mes del suicidio de Hitler y de la entrada triunfante en Berlín del Ejército Rojo de José Stalin.
El complot que derrocó a Castillo estuvo encabezado por una logia militar secreta del Ejército, el GOU, que nació como “Grupo Obra de Unificación”. El GOU quería convertir al Ejército en custodio de la República; uno de sus fundadores fue el inquieto coronel Perón y su par y amigo, Domingo Mercante, que sería un fiel aliado y que gobernó la provincia de Buenos Aires antes de caer en desgracia con el peronismo, en 1952. Es la logia del GOU, que en algún momento pasó a ser “Grupo de Oficiales Unidos”, la que digita aquella danza de generales que, en menos de dos años, llevaría a la presidencia a Arturo Rawson, a Pedro Ramírez y a Edelmiro Farrell, y en 1946 a Perón electo, después de hacerse fuerte en el ministerio de Trabajo y Previsión y de impulsar leyes laborales como el aguinaldo y el Estatuto del Peón de Campo.
No es extraño que las raíces nacionalistas del poder militar, que Perón personificaba como nadie, despertara el recelo de quienes veían en ese poder una especie de reencarnación del nazismo. Eso movió a Braden hasta la imprudencia. Eso hizo que el comunismo argentino se aliara con la UCR y con Braden, en un remedo de la alianza contra el nazismo que habían encarnado Estados Unidos y la URSS, que ahora empezaban a desbrozar el camino hacia la Guerra Fría.
Aquella sesión del Congreso que vio nacer a Perón presidente, tuvo presencias y ausencias notables. El secretario de la Asamblea fue un joven senador por Catamarca, Vicente Leonides Saadi, que, como muchos caudillos conservadores del interior, había aprovechado la marea populista para sumarse al nuevo fenómeno político. Entre los diputados figuraban quienes luego serían figuras importantes del peronismo por nacer. Héctor J. Cámpora, por ejemplo, que en 1972 fue delegado personal de Perón, su candidato a presidente y presidente por 49 días hasta ser barrido del poder por un líder furioso con el giro que Cámpora había dado a su gobierno. Eran diputados también Oscar Albrieu, una figura de la llamada resistencia peronista después de 1955, Eloy Camus, uno de los dirigentes más influyentes del peronismo sanjuanino, que gobernó la provincia en los ardorosos años que van de 1973 a 1976, Alberto Teisaire, que sería vicepresidente en el segundo gobierno de Perón, Ricardo Guardo, amigo personal y sostén de Eva Perón, John William Cooke, que sería delegado de Perón y quien abrió en parte el camino hacia la llamada “izquierda peronista” y Cipriano Reyes, una figura clave en la gestión del 17 de octubre y que pronto caería también en desgracia dentro del peronismo
Ausentes, y sin aviso, estaban todos los diputados de la UCR que formaron el “Bloque de los 44” y que resistieron la política y, en especial, los métodos del peronismo. Su ausencia era una señal inequívoca de desprecio hacia el flamante presidente. Faltaban en la sesión, Ricardo Balbín, Arturo Frondizi, Julio Busaniche, Emilio Donato del Carril, Gabriel del Mazo, Oscar López Serrot, Luis Mac Kay, José Lencinas, Silvano Santander y Ernesto Sammartino entre muchos otros. Es este último quien, en una de las sesiones por venir, va a hablar de la nueva oleada de legisladores peronistas como un “aluvión zoológico”. La frase se le atribuye como dicha ante el fervor popular del 17 de octubre y ante la imagen de los manifestantes que refrescaban sus pies en las aguas de las fuentes. Pero no fue así.
El discurso inaugural de Perón tiene algunos costados líricos, que el general va a abandonar en los años por venir. “Por esto, -dice- el triunfo del pueblo argentino es un triunfo alborozado y callejero; con sabor de fiesta y talante de romería; con el espíritu comunicativo de la juventud y la alegría contagiosa de la verdad, porque rebasó el marco estrecho de los comités políticos habituales para manifestarse cara al sol o bajo la lluvia, pero siempre al aire libre, con el cielo como único límite a sus anhelos de redención y libertad”. Hay algo de épica hispana en el “talante de romería”, y en las manifestaciones “de cara al sol”, que invocaba al himno de la falange española y al gobierno de Francisco Franco.
Perón también invoca otra alianza que podía tener raíces echadas en su mente, más que en la realidad: “Una vez más, el brazo militar y el brazo civil, hermanados, han sostenido el honor de la Nación”. Engloba en esa definición al golpe militar de 1943 y al fervor popular del 17 de octubre de 1945 que lo había catapultado a la presidencia. Por las dudas, envía un mensaje a sus camaradas: “De esta manera, el proceso revolucionario abierto el 4 de junio de 1943 se cierra el 4 de junio de 1946, y, una vez incorporada la savia vivificante del pueblo, las armas de nuestro ejército vuelven a los cuarteles con la gloria de haber contribuido a implantar la justicia social (…)”
Hace una feroz crítica al pasado y sólo piensa en el futuro. Al pasado le adjudica todos los males que padece el país, en especial la pobreza. Dice que se había creado “una atmósfera artificial a fuerza de repetir que somos un país rico y callar que eran extraordinariamente pobres las masas trabajadoras. Se había creado un falso concepto de la vida al favorecer el desarrollo de las malas artes políticas y fomentar las actividades al margen de la ley; se vivía una simple apariencia de legalidad estrujada aún por la hiedra de los privilegios”. Entre los aplausos, se oyen varios gritos de “¡Muy bien!” que llegan desde las bancas. Como joven capitán, Perón había inducido en parte el pasado que ahora criticaba, al tomar parte del golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen en septiembre de 1930.
Perón promete un gobierno decente, combatir la corrupción y hacer de la ética una norma: “Quiero que mi gobierno sea, por así decir, escuela de ética política y administrativa que trascienda la conducta de los partidos políticos (…) En la vida política, como en la misma vida de la sociedad, serán mejores o peores las instituciones según sean los hombres que las integren”. También dice que no lo guía la revancha: es otra definición ética: “No podrá prosperar tampoco el espíritu de venganza; no lo ampararán las encarnaciones del poder soberano del pueblo; no debe recurrirse a la venganza para resarcirse de lo que se ha sufrido por la injusticia. La recta aplicación de la norma justa ha de bastar para reparar el derecho desconocido o lesionado”.
Después, el general se emociona. Si lo sabemos, es por el meticuloso trabajo del invaluable equipo de taquígrafos del Congreso, que entonces dirigía Ramón Columna, que además de taquígrafo era caricaturista y editor. Perón pronuncia una frase que va a ser histórica en su parte final. “No me guían intenciones ocultas; no hay, ni jamás ha existido, doblez en mis palabras; nada desvía ni empaña la trayectoria de mis convicciones. Llamo a todos al trabajo que la patria tiene derecho a esperar de cada uno. Quienes quieran oír, que oigan; quienes quieran seguir, que sigan. Mi empresa es alta, y clara mi divisa; mi causa es la causa del pueblo; ¡mi guía es la bandera de la patria!”.
Los taquígrafos, cronistas puntillosos, apuntan bajo esta frase: “(Las últimas palabras han sido pronunciadas con visible emoción. Al advertirlo, la Asamblea y gran parte de la barra se ponen de pie y aplauden largo rato)”.
Tan emocionada como Perón, contempla la escena desde un palco Eva Duarte. Ya es “de Perón”, según las normas de la época. Se habían casado en Junín, poco después del 17 de octubre, el 22. Y en diciembre, lo hicieron por iglesia. La pareja que un año atrás planeaba huir de todo e irse al Chubut, estaba ahora a punto de inaugurar la saga, no siempre efectiva, segura y seria, de un matrimonio en el poder. Así, a las 13.50 de ese 4 de junio de 1946, cuando queda levantada la Asamblea Legislativa, el peronismo se pone en marcha con una fiesta. Faltaron invitados, no todos quisieron asociarse al festejo, hubo ceños fruncidos, pronósticos agoreros. Pero la fiesta fue enorme.
Seis años después, el 4 de junio de 1952, hace hoy 69 años, la escena parece repetirse. Sólo parece. Perón asume su segunda presidencia. Es el primero desde la sanción de la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio, en llegar a un segundo mandato consecutivo, prohibido por la Constitución. La vieja: ahora rige una nueva Constitución, sancionada en 1949, que habilitó derechos fundamentales y que también le abrió la puerta a Perón para la reelección. El primer peronismo tuvo que deshacerse de la Corte Suprema, a la que sometió a juicio político, para despejar el camino hacia esa reforma. En estos días de 1952 la oposición clama que es perseguida, cercada, humillada, afirma que sus libertades cívicas están cada vez más restringidas. El líder de esa oposición, Ricardo Balbín, fue desaforado y detenido en marzo de 1950: lo mandaron a la cárcel de Olmos hasta que Perón, consciente del daño que provocaba a su gobierno la imagen de Balbín tras las rejas, lo indultó en enero de 1951. Perón y Balbín se darían un histórico abrazo en 1973, después de mucha sangre y mucha turbulencia.
Es en lo económico donde el gobierno hace agua. El estado de bienestar proclamado por el peronismo se agota; en 1950 se desacelera el crecimiento, se acelera la inflación, nace una crisis profunda en el sector agrario, se agota la política de redistribución de ingresos, crece la recesión; el gobierno prepara un “Plan de Emergencia Económica” para 1952, señal de que Perón está dispuesto a reorientar su política hacia “una economía clásica”, signifique esto lo que fuere. Y hay algo más: descontento militar. En septiembre de 1951, un movimiento de las tres fuerzas armadas intenta derrocar a Perón. Lo lidera el general Benjamín Menéndez que asegura, junto a sus golpistas, que el país ha sido llevado a “una quiebra total de su crédito interno y externo, tanto en lo moral y espiritual, como en lo material”. Entre esos oficiales hay un capitán, Alejandro Lanusse, que en los años 70 será presidente de facto y habilitará las elecciones del 11 de marzo de 1973 por las que el peronismo volvió al poder, de nuevo, después de mucha sangre y turbulencia.
El intento de golpe de 1951 es despreciado por Perón. Lo llama “una chirinada”, en recuerdo ominoso del sargento Andrés Chirino, matador en Lobos de Juan Moreira. Pese al desprecio, el gobierno asume que las cosas no marchan bien. La fiesta de 1946 va camino a la tragedia griega.
Y la tragedia la encarna Eva Perón. Se muere. Padece un cáncer de cuello de útero. Votó por Perón en noviembre de 1951 gracias a la ley que permitió el voto de la mujer y de la que Eva había sido principal impulsora. Fue esa fuerza electoral la que ayudó a que Perón, pese a la crisis económica, cosechara el 62 por ciento de los votos para su segundo mandato.
Eva Perón votó en su lecho de enferma. Había sido operada días antes por el cirujano americano George Pack en el Hospital Presidente Perón, de Avellaneda, que la propia Eva había inaugurado unos años antes. La enfermedad la devasta. La agitada vida política del país, también. Vio anulados su deseo de ser candidata a la vicepresidencia junto a Perón en agosto del año anterior, cuando empezaban a manifestarse las raíces de su mal. Renunció “a los honores, pero no a la lucha”, el 22 de agosto en una ceremonia ritual, antorchas de por medio, en un diálogo dramático y vibrante con una multitud ansiosa y expectante. Enseguida el cáncer la doblegó. Consumida y convencida de su muerte inminente, tuvo fuerzas para hablar el 1 de mayo contra los golpistas de setiembre de 1951: “Yo le pido a Dios que no permita a esos insectos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día! Ese día, mi general, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”. Fue su último discurso.
Ahora que Perón asume su segunda presidencia, no hay quien convenza a Eva Perón de que repose en su lecho de enferma, en la residencia Unzué, en el predio donde hoy funcionan la Biblioteca Nacional y el Instituto Perón. Pesa menos de cuarenta kilos. En alguna ocasión se lamentó, en confidencia, con sus enfermeras, y recordó lo que había sido y lo que era ahora. Fue la única mujer que marcó una huella profunda en la vida social del país, en apenas siete años, y con apenas 25 cuanto todo empezó, y sin haber ocupado jamás un cargo electoral.
Para que Eva Perón, que apenas puede mantenerse en pie, recorra junto a Perón triunfante las calles de la ciudad, hay que acondicionar el Packard Súper Eight, fabricado en Estados Unidos por pedido del entonces presidente Roberto M. Ortiz. La leyenda dice que se instaló una estructura de hierro, con correas de cuero que sostenían a la primera dama para que pudiese viajar en el auto presidencial, bien de pie, o levemente recostada en la estructura metálica que quedaba oculta por el tapado de piel.
Fue la última aparición pública de Eva Perón. Volvió a su lecho, donde murió el 26 de julio. Perón fue derrocado tres años después, en septiembre de 1955, por un golpe militar que instaló la dictadura conocida como “Revolución Libertadora”.
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