Me abusaron. Me encerraron. Me mataron a mi mamá. Me acosaron. Me pegaron. Me lastimaron. Me dijeron cosas. Me incomodaron. Me violaron. Me dejaron temblando. Me callaron. Me asustaron. Tantas veces había escuchado las mismas historias. Tantas veces en una soledad incomoda que nadie parecía escuchar. O que rebotaba entre paredes sin oídos. Y marchas sin cámaras. Hasta que no fue una, sino que fuimos muchas las que dijimos juntas “Ni Una Menos”.
El 3 de junio del 2015 no se dijeron cosas que no sabíamos. Pero se dijo de formas que muchas más supieron que no les pasaba a ellas solas, que no tenían que aceptar lo que no querían y que si lo decían más fuerte, la palabra podía ayudarlas a vivir mejor que cuando solo quedaba la opción de tragar el dolor y las lagrimas.
La diferencia sustancial entre saber y decir es la palabra, no individual, no solitaria, no aislada, ni perdida, sino la palabra multiplicada por muchas mujeres que toman el poder de la palabra. Siempre se supo pero recién, cuando fuimos muchas, cuando estuvimos juntas, cuando el eco era tan grande que no se podía callar, se pudo decir tan fuerte que se convirtió en un viento que ya no tuvo freno.
El huracán Ni Una Menos viajó por todo el continente y tomo cuerpo en un lema que no solo repudia la muerte, sino que proclama la vida (Ni Una Menos, Vivas Nos Queremos) y despertó a otras que estaban calladas, no se animaban o se sentían aisladas, locas o únicas, en el dolor escondido de lo que les pasaba, pero “de eso no se hablaba” porque lo importante nunca era que pasaba una mujer, sino que pasaba en el mundo, como si el mundo no fuera de las mujeres, trans, travestis, no binaries y lesbianas.
Las palabras no se llegaron a decir por arte de magia, sino por la transformación que implicó el periodismo de género en Argentina, los Encuentros Nacionales de Mujeres rotativos por todo el país, la educación sexual integral que ya había entrado en las escuelas, la labor de las pioneras feministas, el cupo que habilitó las nuevas leyes en el Congreso y la plataforma que dieron las redes sociales y el hartazgo.
Después de tantos años de contar historias sobre violencia de género, de mostrar el dolor y de impulsar a las víctimas a no quedarse arrodilladas porque se podía salir adelante, de hablar hasta quedarse sin saliva y de escuchar hasta vomitar frente a la ausencia intolerable quienes gritaban por la niña perdida en las vías de donde nadie había querido escuchar sus aullidos, después de tanto, éramos, ese 3 de junio del 2015, tantas. Y de tanto a tantas hubo un salto igual a cuando se pasa de la anestesia a la acción.
La historia no era en vano y desembocó en ese presente que ya parecía una bisagra y que hoy, seis años después, podemos nombrar como una fecha que cambio a la Argentina. Pero no solo a la Argentina, también al mundo. La trayectoría de la lucha por los derechos humanos, el puntal de las Madres de Plaza de Mayo, de las Abuelas y de las Hijas de desaparecidas promovió la conciencia sobre el valor de los derechos humanos y la resistencia como un resorte ya aprendido.
La idea de movilización colectiva y no de liderazgo individual o merito personal también es un sello del sur del sur donde la construcción conjunta y la protesta como forma de lazo construyeron una voz potente que no se quedo en Twitter, ni en Facebook, ni en Instagram pero encontró en cada nuevo recurso una forma de multiplicar la potencia aprendida y de encontrar una potencia que ni siquiera se conocía.
La punta de lanza en Argentina no es azarosa, mucho menos en América Latina donde la represión a la protesta social -como se puede ver ahora en Colombia donde las mujeres, feminismos y madres son parte fundamental de la primera línea que pide mejor democracia y más igualdad de oportunidades- se multiplicó en Chile con las estudiantes saltando el metro y convertida en himno (con la inspiración de Rita Segato) en la canción de Las Tesis: “El Estado es opresor”.
El envión al fenómeno mundial de la liberación de la palabra desde el sur no es solo un punto cardinal. Es un punto político a la hora de nombrarlo. En todo el mundo los feminismos fueron creciendo como un movimiento, mucho más que una agenda de género, mucho más allá de la corrección política (que de política no tiene nada), todo lo contrario a lo que se quiere etiquetar como deber ser, sino como un deseo de ser quienes no nos habían dejado ser.
Ya no pedíamos permiso. Ni para decir, ni para ser, ni para marchar. Ni en la Argentina, ni en el mundo. Los acosos, los golpes, las humillaciones, las violaciones no eran exepciones, ni eran errores. Igual que se entendía la sistematicidad de las dictaduras como formas planificadas de disciplinar la rebeldía y las exigencias de distribución de la riqueza, se pudo comprender que la cultura de la violencia y la violación era (como el Plan Condor de desapariciones forzadas en Uruguay, Argentina y Chile) una estrategia de rapiña.
Por eso, no es azaroso, que Ni Una Menos haya emprendido el botón de encendido a las voces de las mujeres en México, Perú, Colombia, Chile, Nicaragua, Estados Unidos, Francia, España o Turquía. En Argentina la historia proponía la lucha en la calle y la narración del horror como forma de garantizar un Nunca Más a las dictaduras. Esa plataforma impulsó otro pacto de Nunca Más a la violencia machista.
Después del 2015 llego el boom de relatos con el hashtag #MiPrimerAsedio en Brasil y las repercusiones con #MiPrimerAcoso. En Perú también hubo marchas con Ni Una Menos. En Polonia las mujeres de negro hicieron un paro para que no se retrocediera en el derecho al aborto.
En Argentina el 19 de octubre del 2016 se hace el primer paro de mujeres por el femicidio de Lucía Pérez. La forma del paro se volvió mundial el 8 de marzo del 2017 y en 2018 inundó de violeta las calles de España. En Washington las mujeres recibieron al gobierno de Donald Trum con una enorme movilización de repudio por su misoginia.
En noviembre del 2017 surge el lema “Hermana, yo sí te creo” en España después del repudio por una sentencia condescendiente con los responsables de la violación colectiva de un grupo llamado “La manada”.
En Estados Unidos los reflectores de Hollywood no pudieron ocultar el efecto del Me Too, en 2017, a partir de la denuncia –y posterior sentencia- al denominado depredador sexual Harvey Weinsten. Pero la historia no comenzó ahí. Ni termino en el reino de las películas y series.
El 11 de diciembre del 2017 la actriz Thelma Fardín denunció a Juan Darthes y los relatos de violencia sexual en redes sociales y las demandas judiciales se multiplicaron con la consigna #MiraComoNosPonemos. En México el paro de mujeres del 8 de marzo con la consigna #UnDíaSinNosotras tuvo una convocatoria masiva.
En Francia, el 16 de enero del 2021, se multiplicaron los relatos de abusos dentro de las familias, con la consigna de contar los incestos. Por eso, no es solo un hecho, ni solo una tendencia en redes. Se trata de una explosión de palabras donde las mujeres cuentan lo que siempre les paso pero que nunca había contado tan masivamente.
Desde un país testigo de la pelea por la justicia y contra los crímenes de lesa humanidad, se entendía que una tocada de culo, un cachetazo en la mesa, una relación sexual no consentida no eran hilos sin sentido que rompían cuerpos sin sombras. Pero que la forma de rearmar el tejido era entre muchas y con la palabra como forma de darle sentido a la trama.
Las mujeres ya no querían ser muñecas sin habla, ni pilas, mutiladas en sus piernas y en sus esperanzas. Cada una de esas partes rotas eran piezas de un hilvanado para que las mujeres fueran objetos de los varones plantados como dueños del deseo y de las mujeres expulsadas de la frontera de las decisiones sobre sus propias vidas. Pero se trataba de rearmar esas sensaciones y encontrar formas de reparación que todavía no han sido develadas.
Siempre hubo libros. Pero la industria editorial se acomodaba para no ser señalada de encubridora y comprimía las letras o las reducía a excepciones con licencia para circular. Siempre hubo películas. Pero la industria cinematográfica untaba con manteca el sexo no consentido como arte y daba una espada para mostrar poder a las mujeres a las que jaqueaba para reírse de la fortaleza que podían derribar con el ajedrez del casting de quien tiene al rey en su tablero y el poder para noquear a la dama.
Siempre hubo notas. Pero los periodistas serios nos miraban de reojo, nos trataban de exageradas, nos hacían chistes como quien se burla de lo que duele y no para divertirnos mientras deja de doler, nos decían que no nos publicaban por ser busconas de líos siempre con la misma cantaleta de la violencia, de los abusos y de querer dar vuelta las palabras y llamar a lo que siempre tuvo cuerpo de hombre distinto.
¿Qué queríamos con eso de nombrar femicidios a las muertes que no eran iguales a los homicidios? Nombrarnos. Darle nombre a la muerte que no era igual, era por eso que nos hacía distintas. Queríamos no ser muertas en vida que bajaban la cabeza como el cuerpo que baja a la tumba. Decir que las mataban por ser mujeres no se decía igual. Por eso Ni Una Menos abrió la palabra. Y abierta giro por el mundo.
Queríamos eso. Exactamente eso: que se nombra distinto y el abuso deje de estar callado, encubirto, mudo o invisible. Poner palabras. Que las palabras no nos las pongan los mismos que podían golpear o abusar y que no, azarosamente, cerraban el puente como a un castillo medieval para que las palabras anduvieran como en un caballo de calesita pero que no se echaran a andar.
En 1990 el femicidio de María Soledad Morales no tenía palabras, pero sí las piedras arrumbadas en un homenaje que refundó Catamarca y la Argentina que no aceptaba la impunidad del poder, ni la justicia que jugaba al truco por señas con la plata y la política para entregar sin memoria el cuerpo de sus niñas.
Las marchas del silencio fueron organizadas por las compañeras del colegio de María Soledad, hace tres décadas, su mamá Ada y su papa Luis y la monja Martha Pelloni, ex rectora del colegio del Carmen y San José. “El crimen de María Soledad fue el primer femicidio que se hizo público”, enmarcó Pelloni en una nota en Telam.
En ese momento la forma de lucha fue el silencio. Y el silencio fue válido. La marcha de Ni Una Menos, en cambio, fue la marcha de la palabra. Ese día entreviste a una y otra mujer, hija, cineasta, adolescente, papá, novio, trans, migrante. No llegue a escuchar el acto, con una declaración contundente y corta leída por Maitena, Erica Rivas y Juan Minujin (ya en 2015 con pañuelo verde), pero la plaza no se desalojaba aunque nadie les hablara.
El 3 de junio nadie se callaba. El Congreso retumbaba de ecos, historias, llantos contenidos que se desahogaban, abrazos de consuelo. Nadie estaba en silencio. La marcha no caminaba, pero tampoco se descomprimía para que la gente volviera a sus casas, ni siquiera decidían seguir la charla en una pizzería. La plaza estaba llena y expectante. Porque las que habían ido no se iban sin hacer lo que necesitaban: hablar.
En la plaza hablaban para que las periodistas escribamos que las chicas no podían llegar a la escuela porque las molestaban si hacían gimnasia, porque la mamá abrazaba a su hija y le contaba por primera vez que en su familia había sido abusada y no quería que a ella le pasara, porque un papá llevaba en caballito a su hijo para enseñarle que ser varón no es ser violento.
La marcha de Ni Una Menos me llevo a escribir de madrugada, juntas, con otras periodistas, pensamos lo que sentimos, lo que escuchamos, lo que vimos. Esas mujeres que no se iban, que se quedaban hablando, que contaban sus historias sin estar escondidas, sin murmurar, sin ser ignoradas. Esa marcha en la que no había silencio, ni protagonismo de carteles, ni banderas. Era la marcha de las palabras.
Así escribimos hace seis años lo que pasaba. Y esa palabra giro al mundo como en una posta en la que cada país fue tomando la pelota y haciendo girar sus propios duelos, denuncias, deseos y dolores. La liberación de la palabra comenzó en el sur. Y en este mundo que es hoy, más desigual que en el 2015, pero también más empantanado en el espejo que nadie se salva si no nos salvamos todos, las mujeres hablamos.
No cambiamos todo, no evitamos todas las muertes que quisiéramos evitar, no podemos tener un optimismo ingenuo, ni siquiera podemos marchar ahora que el encuentro es riesgo. Pero sí convertimos a la palabra en una herramienta de cambio. Y esa boca abierta para que el futuro sea mejor que el pasado, esa palabra multiplicada, ya no se frena.
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