Fueron demasiadas mujeres, demasiadas chicas muertas. Demasiados los nombres y las caras aún sonrientes que nos acostumbramos a ver con frecuencia pavorosa en la crónica policial. Demasiados los familiares solos y destrozados que sostenían esas fotos y gritaban sus nombres, expuestos a la doble crueldad de ser juzgados ellos mismos junto a las hijas que les habían arrebatado a cambio de la módica esperanza de una Justicia siempre esquiva.
También eran demasiadas las historias de femicidios impunes que la periodista y cronista radial Marcela Ojeda había cubierto de cerca el 11 de mayo de 2015, al escribir aquel tuit en el que resumió el hartazgo de un país y nos llamó a la acción: “Actrices, políticas, artistas, empresarias, referentes sociales... mujeres, todas, bah... ¿No vamos a levantar la voz? NOS ESTÁN MATANDO”.
Ese mediodía, cuando supimos que habían encontrado muerta a Chiara Páez, la chiquita de catorce años que desde hacía días buscaban en Rufino, fuimos muchas las que pensamos en todas esas otras mujeres y chicas descuartizadas, empaladas, quemadas, torturadas, descartadas en bolsas de basura. Fuimos muchas las que pensamos en todos esos cuerpos rotos. En esas vidas rotas. Como no podían tenerlas, las mataban y las tiraban en descampados como si fueran cosas, como si esas vidas no hubieran valido nada. Chiara estaba embarazada. Fue asesinada a golpes por su novio de dieciséis años: la enterró, se sospechaba que con la complicidad de su familia, en el patio trasero de la casa de los abuelos. Después comieron el asado del domingo, a pocos metros, como si una nena muerta en el jardín fuera un hecho de la naturaleza.
Ese mismo día empezamos a organizar lo que sería la primera marcha de #NiUnaMenos. Las que contestamos al llamado de Marcela no éramos actrices, ni políticas, ni empresarias; éramos diez periodistas y comunicadoras. Tenía sentido: sin saberlo, estábamos reconociendo desde nuestro oficio una demanda que era de toda la sociedad. Pero aquel mensaje nos interpeló de inmediato y de manera visceral por encima de nuestras profesiones y contextos: respondimos como mujeres. Lo singular de la respuesta social del #NiUnaMenos fue precisamente eso, que las mujeres reaccionamos como sujeto colectivo.
Nuestra voz tomó la forma de un reclamo concreto a todos los poderes del Estado y a toda la sociedad: la cadena de violencia machista que nos estaba matando tenía que parar, y eso exigía políticas públicas, pero también repensar nuestras propias prácticas. Hacía falta promover un cambio cultural. Y el cambio comenzaba con la certeza de que estar juntas nos hacía más fuertes. Si nos convertimos en la revolución de nuestro tiempo fue porque nos dimos cuenta de que sólo podemos cambiar las cosas juntas.
Ahora sabemos que nos tenemos y “que sí nos ven”, pero para eso tuvo que haber un día en que la angustia de siglos de silencio, de callar el manoseo y de naturalizar violencias, se transformara en grito colectivo. Un día concreto en que dejamos de callarnos, en plural. Bastó que una alzara la voz para que nos empoderáramos todas. Teníamos que escucharnos para gritar más fuerte. Para que nos vieran, antes teníamos que vernos entre nosotras. Mirar más allá de lo que nos pasaba, darnos cuenta de lo que les pasaba a las demás. Mirarnos en ese espejo colectivo y decir basta. Detrás del femicidio que hizo que nos manifestáramos masivamente por primera vez bajo la consigna de #NiUnaMenos habitaba la dolorosa verdad que habíamos callado: la mayoría de las mujeres teníamos –y tenemos– historias de violencia machista para contar. Y la sucesión de casos como el de Chiara demostraba que las niñas también. Esa angustia, que tantas veces se vivía en silencio o era naturalizada –porque si el patriarcado mandaba que los hombres no lloraran, a las mujeres se nos enseñó durante siglos que nuestro llanto podía ser desatendido, que nuestro dolor no importaba tanto–, encontró la potencia del grito colectivo de todo un país porque era compartida.
Aquel 11 de mayo decidimos poner fecha para una marcha tres semanas más tarde: el tiempo necesario para tener cierta convocatoria. Salvo por dos o tres que habían trabajado juntas, la mayoría sólo teníamos contacto por redes sociales, pero fue fácil ponernos de acuerdo. No imaginamos la dimensión que tomaría aquel primer intercambio de Twitter, devenido en grupo de Whatsapp, que trascendió por lejos, al igual que el vallado de la Plaza del Congreso el 3 de junio de 2015, las razones que nos unieron por encima de nuestras diferencias. Sigo pensando que lo heterogéneo de aquel grupo, en el país de la grieta ideológica, fortaleció la causa: estábamos y estamos juntas porque somos mujeres. Así me sumé a Marcela Ojeda, Marina Abiuso, Ingrid Beck, Ana Correa, Florencia Etcheves, Hinde Pomeraniec, Valeria Sampedro, Soledad Vallejos, Micaela Libson: ellas nueve son referentes, cada una a su manera, de formas de ser feminista en las que creo. Un feminismo que no excluye ni declama, porque no tiene tiempo para eso: hay demasiado por hacer.
En esa conversación pública de Twitter fijamos la concentración en el Congreso para el 3 de junio; luego sabríamos que la fecha coincide con el aniversario de la desaparición de Marita Verón, uno de los símbolos más brutales de la trata en la Argentina. Pero la verdad es que fijamos el día de la marcha con el mismo criterio que usa cualquier mujer para acomodar su agenda: cuándo conseguíamos niñera para los chicos, cuándo teníamos cierre en las redacciones. Algunas habían participado de las maratones de lectura con familiares de víctimas de femicidios y otras periodistas y escritoras que se habían hecho unos meses antes bajo la consigna Ni Una Menos, una frase impuesta en México por la poeta y activista Susana Chávez Castillo, asesinada por denunciar los crímenes contra las mujeres en su país: “Ni una mujer menos, ni una muerta más”. La tomamos porque queríamos trabajar sobre lo construido; el movimiento de mujeres tenía una historia, y esa historia tenía que estar presente.
Nos pusimos entonces en contacto con esas otras compañeras que habían organizado la actividad de lectura previa: Florencia Abbate, Florencia Alcaraz, Gabriela Cabezón Cámara, Gabriela Comte, María Pía López, Martha Dillon, Florencia Micini, Vanina Escales, Agustina Paz Frontera, Ximena Espeche, Virginia Gianonne, y Carolina Marcucci, la diseñadora que creó la imagen que hasta hoy se sigue replicando en todo el país. Nos reunimos todas por primera vez en la asociación civil La Casa del Encuentro, que entonces dirigía Fabiana Túñez, y era la única organización que en ese momento llevaba estadísticas sobre femicidios en la Argentina: no había datos oficiales. Sabíamos, por los datos del Observatorio Adriana Marisel Zambrano, que una mujer cada 30 horas moría en el país víctima de violencia machista. Las cifras estaban por debajo de las reales, ya que trabajaban con información publicada en medios y –nosotras lo sabíamos bien por nuestros trabajos– la mayoría de las víctimas ni siquiera tenía la suerte de que su historia se difundiera.
Ahora hablar de femicidios o de violencia machista parece natural, tanto como lo era hasta entonces que las víctimas –y sus familiares– estuvieran solas contra un sistema que las culpabilizaba y las exponía mientras duraba el morbo, para olvidarlas sin justicia en la mayoría de los casos. El reclamo viral de #NiUnaMenos: Basta de Femicidios, y la difusión del dato escalofriante de una mujer muerta por violencia machista cada treinta horas, repetida por todos los medios durante los veintitrés días previos a la concentración que se replicó en todos los puntos del país, se sumaba a años de concientización. La consigna estaba en las redes, en los diarios, en la televisión, en la radio: todas aportamos nuestro capital social, todas apelamos a nuestros contactos y teníamos una trayectoria que nos abrió puertas; la diversidad de pensamiento fortaleció la convocatoria.
La estrategia era simple: famosos y figuras reconocidas de todas las disciplinas levantando públicamente el cartel de #NiUnaMenos con el llamado a la movilización. Primero fue algo muy casero: les pedíamos que lo dibujaran ellos, a mano alzada. Más tarde la gráfica de Carolina Marcucci y los dibujos de Liniers, Maitena, Bernardo Erlich, y otros ilustradores, se iban a multiplicar en cientos de remeras, pins y banderas. ¿El mensaje se frivolizaba? Quizá. ¡Pero también se volvía cada vez más masivo! Susana Giménez, Estela de Carlotto, Lali Espósito, Moria Casán, Santiago del Moro, Mario Pergolini, Mónica Cahen d’Anvers, Mariana Fabbiani, Dady Brieva, Catherine Fulop, Marcelo Tinelli, Florencia de la V, Natalia Oreiro... ¡Lionel Messi!
De pronto, la agenda de género se había vuelto viral: las redes permitieron que la discusión saltara el círculo violeta de la academia y de las que habían estado en la trinchera feminista desde siempre. El discurso se simplificó y llegó con un alcance y una velocidad nunca antes vistos a las casas de miles mujeres que convivían con la violencia a diario. Ya no había vuelta atrás.
Consensuamos el documento que leerían Erica Rivas, Juan Minujín y Maitena Burundarena durante el acto y que se iba a replicar en las plazas de todo el país, donde distintas referentes se organizaban y multiplicaban la consigna. La frase final, leída por los tres oradores al unísono, todavía emociona: “Ni una menos es un grito colectivo, es meterse donde antes se miraba para otro lado, es revisar las propias prácticas, es empezar a mirarnos de otro modo unos a otras, es un compromiso social para construir un nuevo ‘Nunca más’. No queremos más mujeres muertas por femicidio. Queremos a cada una de las mujeres vivas. A todas. Ni una menos”.
Era cierto: en esa plaza había 350.000 personas de todas las edades, mujeres, varones, trans. Grupos de amigas, parejas, madres y padres con sus hijos en brazos, chicas y chicos que salían de los colegios, columnas de organizaciones y partidos políticos. Mujeres de distintas generaciones que se acercaban a los móviles de los canales para contar sus historias, familiares de víctimas anónimas con las fotos de sus muertas. En esa plaza lloramos por Chiara, por Wanda, por la entereza de la madre y el hermano de Ángeles, por la vergüenza de haber consumido a veces desde un silencio cómodo, cómplice, coberturas periodísticas que en lugar de acompañarlos los condenaron. Por la mamá de Lucila Yaconis y con el papá de Carolina Aló, y por todos esos padres y madres y hermanos y los hijos que por primera vez, después de años, sintieron que todo el país los abrazaba. Por nuestra propia historia, por el camino que nos había llevado a estar ahí, por las cosas que nos enseñaron a callar desde que éramos demasiado chicas. Y porque esa tarde muchas sentimos que el cambio era posible, y que ya no nos callaban, que no nos callamos más. Era cierto: esa tarde fue un nuevo ‘Nunca más’.
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