“El desierto es inconquistable”, se lamentó Bartolomé Mitre, un coronel al que le quedó un mal recuerdo de su enfrentamiento con el cacique mapuche. No fue sencillo combatir a Juan Calfucurá, o Callvucurá, el de la dinastía de los piedra. En las Salinas Grandes y en los extensos territorios que dominaba, ya se sabía que era invencible, y que un espíritu lo había beneficiado con extraños poderes que emanaban de una piedra que le habían dado de niño. Decían que cabalgaba junto a Witranallve, el jinete fantasma, quien lo aconsejaba en las batallas contra el hombre blanco y contra tribus enemigas. Era el dios de las pampas.
Había nacido en Llaima, la araucanía chilena, se supone que por 1790. Tuvo la inteligencia de aliarse con Juan Manuel de Rosas, quien lo ayudó a desembarazarse en los médanos de Masallé de los voroganos, unos competidores molestos a los que terminó masacrando. Se erigió como cabeza de gobierno del mundo indígena, él decía que por voluntad de Dios. Rosas le otorgó el grado de coronel de la Confederación y le aseguró una provisión anual de alimentos, bebidas, tabaco y ganado. Caído Rosas renovó su alianza con Justo José de Urquiza.
Armó acuerdos con centenares de jefes indígenas y por décadas fue el dominador de extensísimas áreas de territorio, cuyo centro lo había fijado en las Salinas Grandes, ubicadas en La Pampa, cerca del límite con Buenos Aires. Calfucurá, que inició el linaje de los Piedra (curá), manejaba una población cercana a las 12 mil personas. Era diplomático cuando había que serlo, belicoso cuando lo consideraba necesario y poseía la habilidad de reconocer los puntos débiles de sus enemigos.
Tuvo victorias contundentes contra las tropas enviadas desde Buenos Aires. Una de ellas la logró en el combate de Sierra Chica, librado el 31 de mayo de 1855. Luego de una eficaz arremetida de los soldados, hubo algunos que se adentraron demasiado en territorio indígena, donde saquearon tolderías, sintiéndose confiados. Fueron rodeados por una multitud de indígenas y cuando se ordenó su rescate, era demasiado tarde. El ejército no solo debió abandonar el campo de batalla. En inferioridad de condiciones su jefe, al coronel Bartolomé Mitre le pareció lo más prudente abandonar por la noche el campamento a pie, dejando los fuegos encendidos y hasta los caballos, para que los indígenas no sospechasen.
El 29 de octubre de ese mismo año, las tropas del general Hornos cayeron en una emboscada. Los indígenas simularon huir y fueron perseguidos por los soldados que de pronto se encontraron en un terreno pantanoso, sufriendo importantes bajas. El mes anterior había sido masacrado por indígenas del cacique Yanquetruz el comandante Nicanor Otamendi y sus 125 hombres. Una leyenda cuenta que los indígenas comieron el corazón de este valiente oficial para nutrirse de su valentía.
Pero el que fue llamado el Napoleón del desierto, el líder de la confederación mapuche-tehuelche, el del devastador malón a Azul de 1855, tuvo su Waterloo.
Tronó cuando supo que el gobierno le había puesto el ojo en Choele Choel. Y más aún cuando tropas nacionales hicieron un reconocimiento del Río Negro.
“Estoy en San Carlos, encerrado en el fuerte con un puñado de hombres y el enemigo marcha a sitiarme con fuerzas notablemente superiores”, leyó el comandante Ignacio Rivas un mensaje desesperado del coronel Juan Carlos Boer. Este, en una hábil maniobra, logró colocarse entre las fuerzas de Calfucurá y las de Boer. Y juntos se dirigieron al campo de San Carlos. Era el 8 de marzo de 1872.
Rivas casi no tenía soldados. Debió echar mano de los indios amigos: Cipriano Catriel -hijo del legendario cacique que había muerto un año atrás- aportó 800 lanzas y Coliqueo unas 200. A decir de Estanislao Zeballos, Catriel “era un fanático de las cosas cristianas”. Vivía en una casa en el pueblo de Azul y permanentemente machacaba a su tribu a que se convirtiese a las costumbres del hombre blanco. Siempre quiso un grado militar, pero el presidente Domingo Sarmiento lo contentó nombrándolo “cacique general”. Por eso llevaba con orgullo el uniforme de general de división.
Debió sofocar una sublevación de sus propios hombres, que se negaban a pelear junto al blanco.
Mientras tanto Calfucurá dio señales de estar preparando un ataque, mientras que había ordenado que 2500 de los suyos se ocupasen de arrear cien mil vacas, treinta mil yeguas y veinte mil ovejas. Tenía 3500 lanzas para atacar.
Por su parte Rivas, junto a Boer lograron reunir a 365 hombres y unos 300 recién movilizados, escasamente instruidos. Los 1000 restantes eran indígenas.
No fue un ataque desordenado. Los de Calfucurá marchaban en cinco columnas. Descontaba que cuando se iniciase el combate, los indios de Catriel se pasarían.
Cuando el ataque empezó, Rivas ordenó echar rodilla y tierra y disparar con fusil y carabina fulminante. Rápidamente, la pelea se transformó en un combate de lanza, cuchillo y boleadora.
El flanco izquierdo del ejército fue muy castigado y para colmo, los indígenas de Coliqueo se negaron a pelear. Los soldados a las órdenes del teniente coronel Nicolás Levalle peleaban uno contra cinco; las fuerzas del centro también estaban siendo diezmadas.
La derecha, al mando de Catriel se enfrentó con los indígenas de Calfucurá. Catriel debió fusilar a algunos en la retaguardia que no querían pelear; y luego en una lucha a lanza y boleadora, logró rechazar a los lanceros de su cacique adversario.
Mientras tanto, cuando Calfucurá cargaba contra el centro, irrumpieron las fuerzas de Rivas, acompañado por lanceros de Catriel. Un cuarto de hora después, las fuerzas de Calfucurá debieron retroceder. Quedaban 200 indios muertos, otros tantos heridos. El cacique huyó a Salinas Grandes.
Calfucurá ya estaba obeso, viejo y cansado. Algunos decían que tenía casi cien años. Cuando se sintió morir y sabiendo que los cautivos, de acuerdo a la costumbre, serían sacrificados a su muerte para que continuasen sirviéndolo en el otro mundo, le pidió al lenguaraz Rufino Solano que huyera con ellos para que no los matasen. A las que también mataban era a algunas de sus esposas, y lo hacían con boleadoras.
Falleció el 3 de junio de 1873. Fue enterrado en Chilhue, en las Salinas Grandes, junto a su caballo de batalla, comida, bebidas y armas.
La sucesión no fue sencilla. 224 caciques se reunieron y todo amenazó con terminar de la peor manera cuando fue elegido su hijo mayor, Namuncurá (“talón de piedra”), quien ya había pasado los 60 años. Uno de sus hijos sería Ceferino Namuncurá, que en el 2007 fue proclamado beato.
En 1879 Levalle, en plena campaña del desierto comandada por Julio A. Roca, ubicó su tumba gracias a los servicios de sus baqueanos. Encontró los restos que vestían el uniforme de general, había algunas armas; la cabeza de su caballo de guerra tenía una cabezada de plata. Además, había una veintena de botellas con caña, aguardiente, licor y agua, además de alimentos. Ordenó a sus soldados desparramar sus huesos y se llevaron lo de valor. El cráneo, Levalle se lo dio a Estanislao Zeballos quien a su vez se lo regaló a Francisco Pascasio Moreno, director del Museo de La Plata. Ahí fue catalogado, estudiado y exhibido por muchos años. Por años, los pueblos originarios han solicitado la restitución de sus restos y de otros indígenas.
Un olvidado monolito, levantado en el paraje de los Cuatro Vientos, en la localidad bonaerense de Bolívar, recuerda a los caídos en la gigantesca batalla de San Carlos entre las tropas del general Ignacio Rivas contra las del cacique Calfucurá, bautizado por el blanco como el Napoleón de las pampas, aunque él prefiriera que lo recordasen como el elegido de Dios.
SEGUIR LEYENDO: