“¡Ayúdeme, ayúdeme!”, escuchó el teniente primero Horacio Lauría, en medio de un feroz tiroteo. El oficial de la Compañía Comando 602, estaba con una sección en las inmediaciones de Monte Kent con la misión de establecer una base de patrulla y operar detrás de las líneas enemigas.
Habían sido emboscados por los ingleses desde tres puntos distintos.
El que pedía ayuda era el sargento primero Raimundo Viltes. “Me hirieron, me hirieron”. Era la noche del sábado 29 de mayo de 1982 y ambos comandos protagonizarían un hecho dramático en la guerra de Malvinas.
Horacio Lauría, a medida que descubría su vocación de soldado, sintió que cumplía con los anhelos de su padre diplomático, que había visto con desilusión cómo otro de sus hijos abandonaba el Colegio Militar para seguir abogacía. Deseaba que uno de sus hijos siguiese la carrera de las armas. Hasta le entregó el sable de cadete cuando egresó.
Hoy es un coronel retirado que recibió a Infobae para relatar su experiencia en Malvinas y para brindar los detalles de la odisea que vivió junto al sargento primero Viltes entre las rocas del Monte Kent.
La Compañía Comando 602, armada rápidamente para esta guerra con oficiales y suboficiales comandos, llegó a Malvinas el 27 de mayo, después de un intento frustrado de cruzar desde el continente. Lauría estaba en Salta cuando se enteró que había sido incluido en la nueva unidad. Se despidió de su esposa Graciela y de sus hijos María Paula, Carolina y Gonzalo, de meses, como si no fuera a volver nunca más -“estaba dispuesto a todo”- tomó su mochila, fusil y el resto del equipo y vestido de combate viajó a Buenos Aires en un vuelo regular de Aerolíneas Argentinas.
El vuelo a Malvinas fue accidentado. El piloto del Hércules estuvo por dar la vuelta por el líquido hidráulico que la máquina perdía. Pero el Mayor Aldo Rico, jefe de la compañía comando, se negó a regresar -ya se había frustrado un vuelo- y encomendó a los capitanes Mauricio Fernández Funes y Andrés Ferrero a turnarse para reponer el líquido que se perdía y así llegaron a Puerto Argentino.
“Sentí una emoción única cuando pisé Malvinas. Fue la primera vez que lloré”, expresó.
Las dos compañías se reunieron en un galpón en Puerto Argentino y se planificaron las operaciones. Para el 29 tuvieron la primera misión: ir a Monte Kent, establecer una base de patrulla y operar detrás de las líneas enemigas. El jefe de la sección de Lauría era el capitán Andrés Ferrero que con el capitán Mauricio Fernández Funes, y los tenientes primero Enrique Rivas y Francisco Maqueda eran grandes amigos.
Monte Kent
Fueron llevados al lugar en helicópteros. Ferrero decidió adelantarse con el teniente primero Francisco Maqueda y el sargento primero Arturo Oviedo y le ordenó a Lauría que avanzase en cuanto viera la señal que le haría con su linterna. Luego de minutos interminables vieron la señal y comenzaron a subir la cuesta del monte.
Fueron sorprendidos por fuego trazante luminoso de ametralladora de tres puntos distintos. Los británicos habían esperado que se fueran los helicópteros. Lauría recuerda que era una intensa e incesante lluvia de fuego de todas las direcciones. En un primer momento, creyó que se trataban de argentinos que los habían confundido, pero cuando escuchó órdenes en inglés, comprendió que estaba en su primer combate.
“¿Puede arrastrarse a mi posición?”, le preguntó Lauría a Viltes. “Nos tiraban de frente, del costado; el que me hirió fue el que estaba atrás; yo estaba disparando rodilla a tierra. El proyectil entró justo abajo del talón, en el calcáneo”, explicó el hoy suboficial mayor retirado desde Tucumán, donde vive. Solo había sentido un ardor pero cuando se quiso incorporar, se desplomó. Ahí tomó conciencia de su herida.
Casi 40 años después, ambos protagonistas pudieron conversar a través de la web. Viltes lucía su vieja boina de comando: “Así nos vemos como antes”, explicó.
Cuando los dos estuvieron juntos, dejaron sus fusiles y mochila. Y entre un fuego incesante fueron retrocediendo y tirándose cuerpo a tierra cuando los ingleses arrojaban una bengala.
Eran las 11 de la noche y Lauría no sabía dónde estaba. La brújula la había dejado en su mochila. El cielo, poblado de nubarrones de pronto se despejó y pudo fijar un punto de referencia, y así se orientó para encaminarse a Puerto Argentino.
Y empezó a nevar.
Lauría cargaba a Viltes, un tucumano corpulento de 80 kilos. El próximo escollo fue un río de piedras, muchas de ellas filosas. Providencialmente se encontraron con el sargento primero José Núñez y entre los dos cruzaron al herido, mientras los ingleses les disparaban. Milagrosamente, ninguno fue alcanzado.
Viltes, que perdía sangre, nunca se quejó. “Si usted tiene fe, rece a todos y al Puchi Lauría, que de acá lo saco”, lo alentaba.
Durante 14 horas cargaron a Viltes. Al llegar a un reparo, Lauría salió a recorrer la zona. Ignoraba donde se encontraba. Cuando volvieron a salir divisaron una patrulla de una docena de hombres. Y se prepararon para un enfrentamiento. El sería el primero en abrir fuego, sabía que eran hombres muertos. “Pero les iba a costar caro”, aclaró.
Antes de disparar gritó “¡Viva la Patria!” y le respondieron “¡Argentina!”. Era una sección de comandos.
Había sido una jornada trágica. Esa noche habían muerto el teniente primero Rubén Márquez y el sargento primero Oscar Blas, que estaban en otra patrulla. Y también había caído la patrulla completa del capitán José Vercesi en Top Malo House.
En Monte Estancia, Lauría y otros comandos pasaron la noche, “mi peor noche”, confesó. No podía quitarse de la cabeza el haber sido emboscados. Recordó que esa noche compartió la bolsa de dormir con alguien que no recuerda.
A la mañana Ferrero ordenó continuar camino a Puerto Argentino. Viltes estaba muy débil, un enfermero le había hecho las primeras curaciones y quedaría al cuidado del sargento Aguirre. Lauría protestó: “No lo podés dejar, lo traje cargado 14 horas. Me quedo yo si es necesario”. Y así fue como el teniente primero Lauría vio alejarse a la patrulla. Prometieron volver por ellos. Además Ferrero debía cumplir el pedido de la esposa de Lauría: “Traemelo vivo”.
Lauría y Viltes emprendieron la marcha y encontraron refugio en una cueva. Nevaba y el sargento primero seguía perdiendo sangre. Lauría le ajustaba y aflojaba el tornique. El herido consumió el agua de su cantimplora y la del oficial. Este, sin que los ingleses lo vieran porque estaban por todos lados, derretía la nieve en un jarro, y le daba de tomar. “Agüita, agüita…” pedía.
Pasó esa primera noche y no fueron a buscarlos. En la segunda noche, con sus anteojos de campaña ubicaba otro posible refugio y hasta allí iban. El único alimento que tenían, un arroz con leche, lo comió Viltes.
Luego de dos días sin probar bocado, Lauría ya no tenía fuerzas para cargarlo. Tendría que ir gateando a su lado. Con el forro de su chaquetilla improvisó rodilleras y le dio a Viltes sus guantes y le aplicó una dosis de morfina. Así ambos fueron desplazándose, mientras veían a helicópteros enemigos transportando armamento y municiones en redes. Desde Monte Kent los ingleses los observaban pero no les dispararon.
Una media hora después, cuando las fuerzas los abandonaban, llegaron a rescatarlos. En una moto llevaron a Viltes a Puerto Argentino. El sargento pensó que lo curarían rápidamente y que volvería a la acción. “Pero mi herida no era fácil”, le dijo a Infobae. Recuerda que entró al hospital el 1 de junio por la tarde y al primero que vio fue a su hermano enfermero. Este, también herido por la onda expansiva de una bomba, se había negado a que lo evacuaran cuando se enteró de que había un comando herido. Su hermano no lo reconoció. Estaba lleno de barro. “Llegué hecho una desgracia”. Lo primero que le dijo fue “hola, hermano, vine para que me cures”. Lo enyesaron y lo mandaron al Bahía Paraíso.
Ahí esperó a que lo operasen. El 3 de junio entró al quirófano y los médicos tuvieron mucho trabajo en poder quitarle los restos de munición que tenía incrustado en el hueso. De la fecha no se olvida, ya que el 4 su hija María Inés cumplía tres años.
Lauría participaría de otras acciones. Como la emboscada que montaron en el Monte Dos Hermanas, donde se tomó revancha de lo ocurrido en Monte Kent. O cuando lograron hacer replegar a los ingleses, capturando sus equipos. Luego de una inexplicable orden de custodiar la casa del gobernador, les ordenaron cruzar la bahía en Puerto Argentino y evitar que un regimiento inglés tomase una altura.
Una vez en posición, vieron cómo los ingleses los envolvían y, si bien la artillería empezó a tirarles, sorpresivamente cambiaron de blanco y concentraron su fuego sobre Puerto Argentino. Fueron cinco minutos de un nutrido fuego terrestre y naval.
Y luego el silencio.
En la noche del 14 de junio, ocuparon una casa vacía en Puerto Argentino y al día siguiente los mandaron prisioneros al aeropuerto. Debió desprenderse de su pistola que tenía desde que había egresado. La desarmó y tiró las piezas por cualquier lado. Los interrogaban y algunos eran enviados a San Carlos. Ya era de noche cuando lo embarcaron en el Canberra. Ahí consumió la primera ración de los últimos siete días: sopa de tomate servida en un vaso de plástico.
En la base naval de Punta Alta, a Viltes debieron amputarlo a la altura del tobillo, pero el muñón lo lastimaba y dolía. Con los años convenció a los médicos de que le efectuaran una nueva amputación de unos cincuenta centímetros. “Quiero caminar y si puedo correr, mejor”, les pidió.
Desde que la guerra terminó, Lauría y Viltes se vieron en un par de oportunidades, una de ellas en un desfile donde el veterano suboficial marchó orgulloso con su prótesis.
Para Lauría, cuando regresó al continente, lo más fuerte fue el reencuentro con su padre. Recuerda mientras que su progenitor lo abrazaba y lloraba, él sentía que debía haber quedado en Malvinas, que era mejor que volver derrotado. “No quería rendirme. Me emocioné cuando desembarcamos y vi a la gente, con banderitas, vivándonos. Pero sentía vergüenza por haber defraudado a mis padres, a mis hijos, a mi país”. El, sin saberlo, al rescatar a Viltes, no se había rendido. Lo que no es poco.
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