Entre aquellos que tienen edad para recordarla, la epidemia de poliomielitis que castigó a la Argentina en 1956 está asociada a árboles y cordones pintados con cal, a limpieza extrema de habitaciones y cubiertos, a la mezcla de olores de lavandina y alcanfor. Y de sensaciones extrañas de desconcierto, de nerviosismo, de miedo y de impotencia.
Se sabía poco –muy poco– sobre la enfermedad, pero estaba claro que era muy contagiosa y que afectaba principalmente a los niños. Ya se había descubierto que se transmitía de persona a persona y que el virus podía estar presente en la materia fecal, el agua y los alimentos y que podía contagiar a quienes tomaran contacto con ellos. Las consecuencias eran gravísimas, desde provocar parálisis o dejar otro tipo de secuelas motrices hasta la muerte. Si bien existía una vacuna, creada por el virólogo estadounidense Jonas Salk, no había llegado a la Argentina, y no había cura, sino apenas tratamientos paliativos.
El poliovirus -existente desde hacía más de 3.000 años en la humanidad- invade el sistema nervioso y puede generar parálisis en cuestión de horas. Es mucho más agresivo con niños menores de nueve años. Ataca las piernas y evita el crecimiento de los músculos de las extremidades inferiores aunque en una proporción menor paraliza los músculos respiratorios generando la muerte.
La “parálisis infantil”, como se la llamaba en la época, venía avisando desde hacía tiempo en el país que podía golpear fuerte, pero los gobiernos -el de los últimos años del segundo mandato de Juan Domingo Perón y el de la llamada Revolución Libertadora que lo había derrocado- no supieron o no quisieron ver las señales.
La amenaza y el estallido
En 1953 se había registrado en la Argentina un pico de contagios con 783 casos notificados. Sin embargo, la curva venía creciendo desde antes.
“Durante los años previos se había registrado un cierto aumento de casos y el Ministerio de Salud Pública había reforzado el adiestramiento de personal, pero el propio titular de la cartera (Ramón Carrillo) declaró en abril que no había una epidemia y que los 783 casos registrados, si bien superaban la media, no constituían un motivo de alarma. Además, Carrillo aseguró a la población que existía disponibilidad de camas de internación y pulmotores para los casos de insuficiencia respiratoria. En resumen, la estrategia comunicacional del Gobierno consistió en silenciar datos acerca de la epidemia y en acusar a la oposición de expandir ideas alarmistas. En lo interno, no pareció haber habido problemas con el equipamiento hospitalario ni la atención de los enfermos”, señala el médico e historiador de enfermedades infecciosas Abel Luis Agüero en su trabajo “Poliomielitis en la Argentina: Epidemias, Políticas Sanitarias, Tratamientos e Instituciones”.
En los dos años siguientes, el número de casos se redujo, y 1955 cerró con un total de 435 afectados. A nadie -y menos a la flamante dictadura de Pedro Eugenio Aramburu– se le ocurrió pensar que el virus iba a atacar como lo hizo. Cuando la epidemia estalló en diciembre de 1955 sorprendió por su magnitud: 6500 casos en pocos meses, con una mortalidad de cerca del 10% y severas secuelas motrices entre muchos de los sobrevivientes.
Por entonces, en la Argentina había unos cuatro millones de niños menores de nueve años, todos ellos víctimas potenciales.
El gobierno y la gente
Valga la triste paradoja, las autoridades políticas y sanitarias se mostraron prácticamente paralizadas frente a la epidemia. “Súbitamente los casos se dispararon y trajeron una gran alarma en la población. En Buenos Aires, las 140 camas disponibles para esta enfermedad en el Hospital Muñiz no dieron abasto, y lo mismo ocurrió en el recién creado Centro Municipal de Rehabilitación”, destaca Agüero.
En sus primeros momentos, el nuevo gobierno -surgido de un violento golpe de Estado- no tomó conductas distintas al de Perón: intentó negar la epidemia. Cabe aclarar que el destacado sanitarista Ramón Carrillo no ocupaba ya la cartera sanitaria desde julio de 1954.
“Pero el índice de contagiosidad hizo que la enfermedad fuera altamente manifiesta, lo que sumado a la inexperiencia de las autoridades impidió el ocultamiento”, describe Agüero.
La gente reaccionó desde el único lugar que podía, el del sentido común, haciendo lo que a su entender servía para enfrentar otras enfermedades. Por iniciativa propia, individual o colectivamente, las familias extremaron las medidas de higiene en sus casas y en los lugares públicos, los vecinos se organizaron en grupos para pintar con cal los cordones de las veredas y los troncos de los árboles, se trató de prevenir el contagio poniendo bolsitas con alcanfor entre las ropas o colgadas del cuello de los niños, a quienes también se sometía varias veces al día a vahos de agua hirviendo con hojas de eucaliptus.
Mientras continuaba el desconcierto gubernamental, las inocuas medidas preventivas caseras y los inútiles tratamientos con inyecciones de gammaglobulina hacían lo suyo -es decir, prácticamente nada-, las versiones políticas se convertían en ataques políticos mezclados con visiones fantásticas: desde el gobierno dictatorial se aseguraba que la epidemia era consecuencia del desastre sanitario que le había dejado el peronismo, mientras que desde la oposición proscripta no faltaron quienes decían que se trataba de un castigo divino por haber derrocado a Perón.
Recuerdos de la polio
El escritor y periodista Víctor Ego Ducrot tenía 5 años cuando estalló la epidemia y fue uno de los niños afectados. En diálogo con Infobae, advierte que lo que contará es una inevitable mezcla de recuerdos infantiles de su experiencia personal con el recuerdo de los relatos familiares que escuchó con el correr de los años y que, más allá de lo anecdótico, reflejan del dolor, la preocupación y el desconcierto ante la realidad de un hijo atacado por una enfermedad prácticamente desconocida.
Ducrot cuenta que vivía con sus padres en un conventillo porteño de la avenida Entre Ríos a la altura de Cochabamba. Era una gran casona con un inmenso patio inferior, rodeado desde el primer piso por un balcón galería. Como en todos los conventillos, la cocina y los baños eran compartidos.
-El recuerdo más fuerte tiene que ver con mi abuelo materno, un tano divino que vivía en Palermo y que cuando se enteró que me había agarrado “la parálisis infantil” se vino y se instaló en la pieza del conventillo. Se sentó en una silla cerca de la cama donde yo yacía y no se movió durante los días que estuve con las piernas paralizadas, que fueron como dos semanas. La imagen que me viene es que montaba guardia al lado mío como un granadero, sin moverse, quizás por esas cosas del pensamiento mágico de que así iba a ayudar a curarme. Me contaron después que, por lo menos, intentaba que yo descansara. Mi mamá, su hija, le decía: “Mirá, Viejo, tenés que moverte”, y que el tano cabezadura le contestaba: “Yo me quedo acá hasta que mi nieto se cure” - relata.
Ducrot no recuerda si le daban algún medicamento o intentaron algún tratamiento, pero sí las visitas del médico.
-Era uno de los médicos del barrio, el médico de mi familia. Tengo el nombre grabado, doctor Gropo, se llamaba. Iba todos los días a verme, era una presencia constante, pero no tenía ninguna solución. “Miren, no hay nada qué hacer, hay que esperar a ver cómo reacciona el pibe”, les decía a mis viejos. Y tengo el recuerdo vívido de estar paralizado en la cama y que algunos días me dolía mucho el cuerpo y que lloraba. Y que mi viejo y mi vieja discutían qué había que hacer o no hacer, muy preocupados – dice a Infobae.
Lo que el niño Ducrot no supo en ese momento sino tiempo después por relatos familiares, que su caso causó conmoción en el conventillo, casi una paranoia por la posibilidad de que contagiara.
-Que yo tuviera la “parálisis infantil” se transformó en el tema central. En todas las piezas se hablaba de eso y del temor al contagio. Sin embargo, parece que no pasó de esa preocupación, porque nadie me dijo nunca que, por mi caso, mi familia hubiera sido discriminada.
Otro recuerdo vívido es el de haber escuchado palabras cuyo significado no entendía pero que lo atemorizaban: muletas, ortopedia, pulmotor.
-Sé que zafé por muy poco de ir al pulmotor – dice.
Y una mañana…
Ducrot dice que no recuerda cómo fue evolucionando o si fue teniendo una mejoría paulatina. Sólo sabe que un día se curó, y que lo tiene grabado en la memoria, aunque le cuesta desentrañar si es por propio recuerdo, por el relato familiar o una combinación de ambos que terminó construyendo la versión definitiva.
-La habitación del conventillo estaba dividida en dos por alguna manta o tela. De un lado estaba el dormitorio de mis padres y del otro una sala donde estaba la cama donde pasé la enfermedad. Me acuerdo de que cerca de mi cama había trastos acumulados, una mesa y la figura permanente de mi abuelo sentado. Me contaron que una mañana, sin que nada permitiera anticiparlo, aparecí parado en el dintel de la puerta, que tenía una cortina, del dormitorio de mis padres llamando a mi vieja. Y que abrieron los ojos y me vieron parado ahí y no podían creerlo. Se armó un alboroto fenomenal, salieron corriendo a contarle a todo el mundo que me había curado. Y dicen que mi abuelo no dijo una palabra sino que me abrazó y se fue – relata.
También fueron a buscar el médico. El doctor Gropo vino enseguida, lo revisó y dijo: “Bueno, vamos a seguirlo de cerca”.
La suerte y el dolor
Otro recuerdo vívido de Ducrot es el de la impresión que sufrió cuando supo los peligros de la enfermedad que lo había tenido paralizado quince días en la cama. Lo supo recién al año siguiente, cuando empezó primer grado inferior -como se llamaba en esos tiempos- en la Escuela Carlos Pellegrini, que estaba frente al conventillo.
-Recién entonces supe que había chicos que habían muerto por lo mismo que yo había tenido y que otros habían quedado rengos y que tenían que caminar con muletas, o que ni siquiera podían caminar. Ahí aprendí que eran las muletas y qué era un pulmotor.
Y eso le dispara otro recuerdo que todavía le duele:
-Uno o dos años después, cuando iba a otra escuela porque nos habíamos mudado del conventillo, me hice muy amigo de un compañerito. Me invitaban a tomar la leche en la casa muy seguido. Este compañero tenía un hermano mayor que había sufrido la polio, como yo, pero con secuelas que lo obligaban a caminar ayudado por un aparato ortopédico. El chico tendría unos diez u once años. No me puedo olvidar del dolor con que me miraba desde que supo que yo había tenido también “la parálisis” pero me veía caminar bien – dice.
La desprotección y una esperanza
Mientras tanto, la dictadura de Aramburu hacía poco y nada por combatir la epidemia. Quizás la medida más importante haya sido la compra de pulmotores para ayudar a respirar mecánicamente a los niños, ya que en algunos casos la enfermedad afectaba los músculos comprometidos en la respiración.
El diario La Voz del Pueblo de la localidad bonaerense de Tres Arroyos, reflejaba una situación que se repetía y reflejaba la falta de planificación frente a la epidemia. Las iniciativas salían de los propios ciudadanos, que presionaban sobre las autoridades municipales en muchos lugares del país:
“En el mientras tanto (esto es, ante la falta de respuesta del gobierno) se formó una comisión de vecinos para realizar tareas de prevención y contención puesto que no existía nada previo. La misma estuvo presidida por José Carrera y como presidente honorario el comisionado municipal doctor Pedro Aguirre. Se logró comprar un pulmotor y paliar situaciones, sobre todo de los niños de hogares pobres y de los viajes a Buenos Aires cuando la urgencia así lo exigiera”, publicaba en enero de 1956.
Por entonces, la única esperanza de contener el avance de la poliomielitis radicaba en la vacuna, pero ésta estaba todavía muy lejos.
“En los Estados Unidos, en tanto, Jonas Salk estaba probando su vacuna desde 1952; y el 12 de abril de 1955 anunció que estaba lista para su uso en la comunidad. Pero existía una dificultad adicional: solo una muy pequeña cantidad (23.481 frascos) había sido exportada en agosto de 1956, pues los propios Estados Unidos la necesitaban para uso interno porque consideraban que la poliomielitis era el mayor problema de salud pública del país. Solamente otros países avanzados, como Canadá y Gran Bretaña, estaban en condiciones de elaborar la vacuna, pero en Argentina no existía un desarrollo tecnológico adecuado para ello”, señala Agüero en Poliomielitis en la Argentina.
La situación era compleja, aún cuando Salk había zanjado el debate de la patente de la vacuna con una frase tajante: “No hay patente. ¿Se puede patentar el sol?”.
La Salk y la Sabin
Recién a mediados de 1956, la Argentina obtuvo una promesa de recibir las primeras dosis de la vacuna Salk -de virus muertos-, no solo por gestiones de la dictadura a través de la embajada de Washington sino también gracias a la intervención de la Organización Mundial de la Salud, que consideraba que la situación en la Argentina era gravísima y peligrosa para los países vecinos.
El 1° de septiembre llegaron las primeras 470.000 dosis, que fueron distribuidas por todo el país. El 6 de octubre llegaron otras 507.000 vacunas y en diciembre hubo una tercera remesa de 2 millones.
“La vacunación comenzó en la capital el 12 de septiembre en 44 escuelas, otorgando prioridad a los grupos de riesgo. El apoyo internacional para recibir las vacunas fue reconocido con un sello postal en el que los ‘niños argentinos’ agradecían a los pueblos del mundo”, relata Agüero.
En los meses siguientes, la agresividad de la epidemia de poliomielitis se fue atenuando. La vacuna puesta al servicio de la humanidad por Jonas Salk fue la primera barrera.
Mientras tanto, Albert Sabin desarrollaba en los laboratorios soviéticos Gamaleya su vacuna de virus atenuados, con efectos más prolongados y ventajas para evitar la transmisión de los portadores que la desarrollada por Salk.
La primera campaña masiva de vacunación oral -solo había que beber dos gotas- Sabin, llamada “Protegerse es proteger” se inició en la Argentina en septiembre de 1963.
Un año después, la Argentina fue declarada como país “libre de la poliomielitis”.
La pesadilla había quedado atrás. Sí continuaron los centros de rehabilitación para quienes habían quedado afectados por la epidemia. Entre ellas se destaca la Asociación de Lucha contra la Parálisis Infantil (ALPI), creada una década antes de que la epidemia golpeara en la Argentina y ubicada en el barrio porteño de Palermo. ALPI aún existe y tiene profesionales que atienden distintas patologías, como las secuelas de los accidentes cerebrovasculares, el mal de Parkinson, la Esclerosis Lateral Amiórfica (ELA) así como pacientes que requieran asistencia respiratoria mecánica.
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