“Sé que voy a morirme y tenemos que charlar algunas cosas”, le avisó Ricardo Barreda -desde su cama de un geriátrico de José C. Paz- a su biógrafo Carlos Martí días antes de morir.
El cuádruple femicida que el 15 de noviembre de 1992 mató a escopetazos a su suegra Elena Arreche (86), su mujer, Gladys McDonald (57), y sus hijas Cecilia (26) y Adriana (24), en su casona de La Plata, murió el 25 de mayo de 2020 en ese geriátrico de un infarto. Tenía 83 años.
No podía caminar, tenía demencia senil y Martí era la única persona con la que tenía contacto. A él le dictó su epitafio.
-Poné que estoy arrepentido -le pidió.
-Está bien -dijo Martí y tomó nota.
-Algo más. Que después mis cenizas sean esparcidas en la cancha de Estudiantes de La Plata.
-Bueno. Una pregunta -quiso saber Martí- ¿cómo querés que se llame el libro que estamos armando?
-”No me olviden”.
Más allá de que no lo decía, el ego de Barreda se había fortalecido con los autógrafos que firmaba y las fotos que se sacaba con las personas que lo paraban en la calle. Es más: hasta lo invitaban a cumpleaños y asados como si fuese una atracción.
A un año de la muerte de Barreda, Martí hasta ahora pudo cumplir en colocarle una placa en el cementerio de José C. Paz. “Me arrepiento de mis pecados”, dice la leyenda. Los restos de Barreda podrán estar en esa tumba durante cuatro años. La idea de Martí es, transcurrido ese período, cremar el cuerpo y ver qué hacer con las cenizas. Por si acaso, las autoridades de Estudiantes aclararon que no permitirán que el último deseo del femicida sea cumplido.
En el entierro de Barreda solo estuvieron un sepulturero y dos personas que cargaron un cajón barato de la funeraria Siciliano Hermanos.
A su entierro podrían haber ido hasta cinco personas que no fueran mayores de 65 años o sin problemas de salud, que es la franja más vulnerable para el coronavirus. Pero no se acercó nadie.
Hasta que Martí puso la nueva placa, la tumba de Barreda se parecía a la de Arquímedes Puccio. Rodeada de otras tumbas. Y con una lápida que parecía hecha de apuro, con su nombre escrito desprolijamente.
Segunda vida
A lo largo de su vida, Barreda perdió amigos. Pero cuando el 29 de marzo de 2011 recuperó la libertad se reinventó. Tuvo una segunda vida. Se fue a vivir con su novia Berta, se hizo amigo de algunos vecinos y de familiares de su novia. Y recuperó una vieja amistad. Es más: ex pacientes lo llamaban para que les arreglara las muelas.
Su sueño era volver a vivir en la casa donde cometió los femicidios.
Cuando Berta -a quien humillaba y le decía Chochán- murió, un amigo lo ayudó y le salió de garantía para que pudiera ir a vivir a su casa de Tigre. Pero al final le pidió que se fuera.
El día que apareció en un hospital de General Pacheco y dijo llamarse de otra manera, se hizo amigo de una enfermera. Ella hasta lo invitó a su casa para festejarle el cumpleaños.
“Yo hubiera ido a su entierro. Pero tenía que trabajar. Conmigo fue una buena persona”, dijo la mujer a Infobae.
Lo echaron del hospital, donde estuvo un año, y se fue a vivir a una pensión de San Martín, donde otros vecinos se le acercaron y lo ayudaron. A veces lo invitaban a comer a sus casas. Pero en sus últimos meses solo le quedaba un amigo cercano. Un nuevo amigo: un músico de rock.
“Íbamos a comer juntos a una fonda los mediodías, lo visitaba en la pensión. Lo ayudé con los trámites del PAMI, era todos los días con él, hasta que se internó en el hospital”, cuenta a Infobae.
Barreda había sido trasladado al geriátrico el 10 de marzo de 2020 por su cobertura médica, tras ser derivado del Eva Perón. “Estaba en un estado crítico. En un momento no podía levantarse más. Se quejaba de las escaras en la espalda”, recuerda su amigo. “No puedo más”, le confesó el femicida.
Se fue apagando sin hacer ruido, sin ser amado, olvidándose, día a día, cada vez más de sí mismo. Como si el que murió no fue Ricardo Barreda, sino el fantasma derrotado que había quedado de él.
A veces no recordaba haber matado, pero en sus momentos de lucidez se mostraba arrepentido. Una novedad para un hombre que en pleno juicio dijo que en iguales circunstancias hubiese vuelto a matar a las mujeres de la casa.
En 2012, al autor de esta nota le confesó un ritual:
–Muchas veces hablo con mis muertos. Por ahí me preguntan a dónde vas. Al cementerio voy. Me gusta ir al cementerio a hablar con mis muertos queridos.
–¿Y qué hace ahí?
–Voy a conversar un rato con mis viejos.
–¿Desde cuándo lo hace?
–Desde hace mucho. Tenía una prima de mi mamá a la que le saqué una frase. Los dos nos ocupábamos de la bóveda de nuestra familia. Y ella decía: “Esta mañana estuve en el cementerio porque fui a conversar con mi vieja”. Hay mucha gente que va y otra que va -aunque parezca una cosa un poco descabellada- a conversar con los suyos. En La Recoleta me he pasado un día entero hablando.
–¿Con sus hijas habla?
–Hablo con mi padre y con mi madre.
–¿De qué habla?
–Viene a ser como un monólogo. Un unipersonal diría yo. Les digo: “Hola viejo, ¿qué decís, cómo estás?”. “Hola vieja, ¿todo bien?”. Los voy a ver al cementerio de La Plata. Están en dos bóvedas distintas. Cuando esté muerto capaz que alguien se acerca a hablar conmigo.
Pero hasta ahora, nadie se ha acercado a hablar con la tumba de Barreda.
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