Esta fecha tan significativa para la historia de nuestro país podemos distinguir dos formas diferentes de aproximación a aquellos acontecimientos. Dos miradas historiográficas que, con sus variantes, siguen vigentes y según sea una o la otra, el resultado o conclusión variará de manera clara.
Quedan frente a frente dos grandes del siglo XIX: Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi que apreciaban de modo diferente las razones y las causas del 25 de mayo. La controversia es importante en sí misma y por una metodología de abordaje de los hechos que hoy ha renovado su vigencia.
Mitre entiende que los hechos que desencadenaron el 25 de Mayo hay que encontrarlos en la pequeña y chiquita historia pueblerina de la ciudad de Buenos Aires. Asegura que la idea de la revolución ha germinado en Buenos Aires y es hija de los porteños. Alberdi, contradice esta visión historiográfica y señala al respecto: “Mitre explica toda la revolución Argentina por los hombres de Buenos Aires y sus ideas y no en la acción general de las cosas que gobiernan a esos hombres. El ve en las expediciones inglesas, a principios de este siglo, las causas que levantaron al partido de los nativos, germen del partido patriota. Otro error. Los polemistas de la historia revolucionaria olvidan completamente el estudio de los hechos que pasaban en España, la situación de su gobierno, el estado de su tesoro y recursos. La revolución argentina es un detalle de la revolución de América, como ésta es un detalle de la de España, como ésta es un detalle de la Revolución Francesa y europea”.
¿Por qué traer este debate de hace 150 años, superado en la actualidad por la mayoría de los historiadores, a este sencillo recordatorio del 25 de mayo? Porque esta concepción de la historia argentina aislada del mundo la veremos repetirse hasta nuestros días. Naturalmente en los tiempos presentes ha menguado bastante debido al fenómeno de la globalización que ayuda a comprender de manera alberdiana la historia y también la política. Bienvenido sea.
Al conocerse en la ciudad los últimos acontecimientos ocurridos en España -disolución de la Junta Central de Sevilla, poder creado por el pueblo español para enfrentar a Napoleón que había invadido la península, y la huida a la isla de León del Consejo de Regencia que la había sustituido-, se supo que no quedaba en España poder nacional alguno. El 14 de mayo llegaron estas noticias a Buenos Aires. El Virrey Cisneros se tomó su tiempo; recién 4 días después hizo públicos los hechos. El 21 de mayo, la Plaza Mayor fue invadida por un grupo de manifestantes que exigieron la convocatoria de un Cabildo abierto. Único organismo que expresaba de manera más llana la voluntad del pueblo. Entendiendo como pueblo a la élite vecinal, o sea una minoría absoluta respecto del conjunto. No es esto una crítica progre, al contrario es lo razonable para aquellos años. Finalmente se hizo la convocatoria para el 22 de mayo. Dos cientos cincuenta y seis asistentes, de una ciudad que contaba con cuarenta mil habitantes. ¡Si este no es el pueblo, el pueblo donde está!
En esa jornada se habló mucho. El Obispo Lué, al frente de la Catedral, declaró que mientras quedara un español en América este tenía derecho a gobernarnos. Escándalo y rechiflas. No era un hombre que generara empatía ni siquiera en el mundo sacerdotal a cuyos miembros maltrataba y humillaba, especialmente cuando recorría su diócesis con un importante séquito de moscardones, haciendo pagar los gastos a los visitados. Su carácter altanero e infatuado desapareció cuando llegaron los ingleses a Buenos Aires. Visitaba a Beresford con cierta frecuencia. En mayo de 1810, fue el que sostuvo la permanencia del Virrey al frente del Virreinato. En la vereda de enfrente, Juan José Castelli negó esa posibilidad asegurando que habiendo caducado los poderes en España los derechos de soberanía revertían al pueblo de Buenos Aires.
La postura que recibió más adeptos, sin embargo, fue la de Cornelio Saavedra que consistió en profundizar la de Ruiz Huidobro: debía depositarse el poder derogado del Virrey en el Cabildo y encargarse éste de la formación de una Junta de Gobierno.
El deseo del Cabildo abierto fue burlado en la misma noche del 22. Los funcionarios responsables de erigir la Junta según el mandato y el espíritu de la jornada dieron la espalda a los asistentes y conformaron una Junta cuyo Presidente sería el mismísimo Cisneros acompañado por Saavedra, Castelli, Nepomuceno Solá y Santos Inchaurregui.
¡Sencillamente una trastada!
El desencanto y la bronca crecen como una llamarada. Las tropas se inquietan, sus jefes alientan la desobediencia. Un clima preinsurreccional se respira en la ciudad. El peligro de que corra sangre es cierto y horroroso. ¿Qué hacen Saavedra y Castelli allí?
En la misma noche del 22, cuando todos confiaron plenamente en que el síndico Leiva armaría una Junta representativa de los distintos sectores políticos, Mariano Moreno malició la trampa: “Seremos traicionados y si no nos prevenimos nos van a ahorcar antes de poco; tenemos muchos enemigos, y algunos andan entre nosotros”.
El grueso de los hombres más activos no compartía, aún, las prevenciones del joven tribuno.
El día 23 la mascarada salió a la luz. Con la velocidad del rayo los principales protagonistas se reunieron pasando revista a la situación política. Convocados los jefes militares al Cabildo por orden rajante del Virrey para conocer su estado de ánimo, Martín Rodríguez fue el más enérgico y decidido: le notificó que aquello tenía el aire de una traición y que él no respondía de su gente ni de su cuartel. Los Húsares estaban muy enojados.
El Síndico Leiva trató de convencerlos de la catástrofe que significaría apartar de todo mando a Cisneros y solicitó que recapacitaran. Pero ya era demasiado tarde.
En otra parte de la ciudad, precisamente en la casa de Nicolás Rodríguez Peña, se encontraba reunida la flor y nata de la revolución cavilando los pasos a seguir. De pronto entró Castelli y el dueño de casa al verlo lo increpa excitado: “¿Y tú qué piensas hacer si te nombran como dicen?”
“Renunciar”, contestó, despertando los aplausos y vivas de los presentes. Sin embargo no todos eran de la misma idea: algunos creían que debían permanecer y desde sus posiciones condicionar y amarrar a Cisneros. La noche del 23 culminó sin cambios y en tensa espera. Las malas noticias corrían de casa en casa, de zaguán en zaguán. El frío húmedo del otoño calaba hasta los huesos y una persistente garúa complicaba el andar de cientos de personas que se lanzaban a las calles para estar mejor informadas. El ir y venir de carruajes, jinetes y hombres daba a la ciudad una vibración electrizante muy distinta a la tradicional cadencia virreinal.
Temprano, en la mañana del 24, los empleados de maestranza del Cabildo, peones y hombres rudos, recorrieron las calles pegando enormes carteles en las esquinas, en los arcos del Cabildo y en la zona del mercado. Comunicaban a los habitantes de la ciudad que la nueva Junta de Gobierno estaba presidida por Cisneros. La indignación fue mayúscula. ¿Cómo era posible semejante disparate? La juventud enardecida arrancó los cartelones de las paredes y de las manos de los empleados pisoteándolos con furia.
Para el medio día estaba anunciada la jura del nuevo gobierno. Pero las dudas de la noche anterior no se habían resuelto y Castelli y Saavedra juraron recién a las tres de la tarde como nuevas autoridades de un gobierno increíble. Castelli no cumplió lo prometido.
Los cuarteles hervían. Oficialidad y soldados discutían todo. No estaban de acuerdo con esa Junta tramposa. El clima de tensión alcanzó los niveles más altos en el cuartel de Patricios, cuyo jefe había aceptado el cargo junto a Cisneros, y en el de los Húsares de Martín Rodríguez. La calle se agitaba peligrosamente. No había nada que hacer. Cisneros debía marcharse.
En la casa de Nicolás Rodríguez Peña, en las afueras de la ciudad, centro nervioso de la revolución, se reunía diariamente un grupo de criollos resueltos a tomar el gobierno en sus manos. Era la juventud inquieta y ávida de mando que no descansaba. En la noche del 24 estaban todos allí y la atmósfera ardía a la espera de noticias que no llegaban. Seguía sin definirse el asunto de la Junta engañosa. Manuel Belgrano, presente en esa reunión, aseguró indignado: “Juro a la Patria y a mis compañeros, que si a las tres de la tarde del día de mañana, el Virrey no ha renunciado lo arrojaremos por la ventana de la Fortaleza abajo” (Mitre, Bartolomé. Historia de Belgrano).
Martín Rodríguez marchó a entrevistarse con Cisneros esa misma noche y le sugirió apartarse del poder. Luego partió a la carrera a la quinta de Peña y, con la solemnidad que los hechos exigían, comunicó: “Señores, la cosa está hecha Cisneros ha cedido de plano y dice que hagamos lo que queramos”. Y en sus Memorias, relata: “Nos empezamos a abrazar, a dar vivas, a tirar los sombreros al aire”.
Inmediatamente una comisión rumbeó al domicilio del síndico del Cabildo, Leiva, el que había creado la Junta indeseable. Llegaron muy tarde, a las doce de la noche, despertándolo de manera intempestiva. El que había sido asesor de todos los virreyes y particularmente de Cisneros dormía plácidamente. El ruido de caballos, los toques a su puerta, los llamados en voz alta le hicieron ver de inmediato que algo andaba mal en aquella ciudad que no dormía. “Le hicimos presente el paso que acabábamos de dar -cuenta Martín Rodríguez en sus Memorias-. Él nos preguntó dónde estaba Cisneros. Le dijimos que en el fuerte. Supongo que estará preso allí. Y diciéndole que no, nos dijo que hacíamos muy mal. Le manifesté que ese hombre ya no podía hacer nada pues no contaba con fuerza. A lo que nos dijo: ‘Señores, ustedes saben los años que hace que manejo a estos hombres y ustedes no pueden figurarse el prestigio que ejercen sobre los pueblos, y ese misma fuerza con que usted cuenta hoy puede ser que sea la misma que los amarrará mañana”.
La revolución provocaba las primeras fisuras en los hombres de poder dejando expuestas sus miserias y agachadas.
EL 25 DE MAYO
Finalmente el malestar de la élite y del sector militar lograron lo que parecía imposible: la renuncia de la Junta trucha comandada por Cisneros. Había durado veinticuatro horas. Para decirlo de manera graciosa su primera resolución fue disolverse. Ahora el poder volvía al Cabildo y esta institución se negó a asumirlo responsabilizando a la Junta disuelta de las funestas consecuencias que pueda causar cualquier variación en lo resuelto. Esto es, no había autoridad. El poder quedó vacante.
Ese vacío fue rápidamente ocupado por una ráfaga popular, un grupo de vecinos que invadió los arcos y pasillos del Cabildo. Arremetiendo contra las puertas, golpeándolas con tal vehemencia que amenazaron voltearlas y llevarse todo por delante.
Leiva que ya se había levantado o quizás no había dormido y se hallaba en el Ayuntamiento desde temprano, salió al encuentro de los revoltosos inquiriéndoles el porqué de tanto alboroto. ¡Cómo si no lo supiera! ¡Justo él uno de los hombres con mejor información de Buenos Aires!
Desde las doce de la noche del día anterior, sabía que la Junta tramposa había renunciado pero se hacía el desentendido.
En medio de este tumulto no se puede dialogar, gritó, nombren tres o cuatro representantes y pasemos a las salas capitulares. Inmediatamente French, Chiclana y Beruti, los elegidos, accedieron al Cabildo y comenzó una negociación ardua y dificultosa.
En la Plaza no era mucho el gentío más bien poco. El día amaneció frío y lluvioso de manera que no invitaba a lanzarse a las calles. Los que estaban allí se refugiaron en los arcos o en los pasillos del Cabildo y también en los arcos de la Recova vieja. Lo que hacía más compacta y ruidosa la marea humana.
Los cabildantes escucharon a los delegados quienes insistieron que ante la renuncia de la Junta había que erigir una nueva y que ellos tenían los nombres.
Los cabildantes Leiva, Lezica y Anchorena se miraban entre sorprendidos y desenmascarados puesto que se negaban a reconocer la renuncia. Pidieron un tiempo, el necesario para consultar nuevamente a los jefes militares. Sorprendente porque ya lo habían hecho el día anterior recibiendo como respuesta el espíritu de solivianto existentes en las fuerzas. De todos modos, los jefes militares fueron convocados nuevamente al Cabildo. La maniobra no era otra cosa que redoblar la presión recordándoles la responsabilidad que sobre ellos caía frente a una ciudad revuelta por sediciosos.
Los miembros del Cabildo se percataron de que no contaban con el poder de las armas. Los oficiales convocados al ayuntamiento fueron lo suficientemente explícitos acerca de la situación general. Si en algún momento cavilaron que Saavedra, por su carácter, estilo y manera de pensar, podía echarse atrás y rever el tema de Cisneros, los jefes militares ahí presentes los apartaron de un tirón de semejante fantasía. El tiempo se había agotado.
Fueron lo suficientemente explícitos: era imposible lograr la obediencia militar si permanecía Cisneros. El Cabildo ha traicionado las esperanzas populares y el pueblo y las tropas se hallan en un estado de fermentación terrible.
No hay nada que hacer, señores, debemos asumir la responsabilidad de la disidencia, o los cuarteles salen a las calles por su cuenta, aseveraron los jefes militares.
Mientras este acalorado diálogo sucedía en el interior del Cabildo, en las adyacencias el alboroto pasaba de castaño a oscuro. ¡Es que ya habían sido traicionados una vez! No lo iban a permitir dos veces. Y si pasaba, ¡ardería Buenos Aires!
El malhumor y la desconfianza crecieron de manera gigantesca. Los allí reunidos golpeaban y arremetían contra puertas y ventanas; gritaban “el pueblo quiere saber de qué se trata”.
¿Qué estaban negociando? ¿Cuál era el acuerdo? ¡Por Dios, que no haya una nueva agachada! Ese era el sentido de la pregunta. ¡Más que un interrogante, una alerta!
Antes de rendirse, los cabildantes ensayaron una fórmula intermedia: aceptar la renuncia de Cisneros y que el resto de la Junta continuara. En balde. El asunto estaba terminado. El único acuerdo era el fin del virreinato. No había nada más que hablar.
Dos cabildantes se cruzaron entonces al fuerte a solicitarle la dimisión a Cisneros. Renuncia que ya había hecho la noche anterior. Pero el hombre se aferraba al poder e intentó una pequeña resistencia, la del honor. Renunciar bajo protesta. ¡Como si al pueblo y a los cuarteles le interesara algo! Los prudentes cabildantes le aconsejaron una renuncia lisa y llana. “¿Qué valor tiene la protesta V. E.?”
Y así bajo un cielo plomizo y amenazante culminaron trescientos años de gobiernos instituidos desde la Península.
La nueva Junta fue definida en la casa de Miguel de Azcuénaga, frente a la Plaza de la Victoria en la madrugada del 25. Sin embargo su ordenamiento venía de algún tiempo atrás. Sus integrantes representaban a las fracciones políticas o círculos existentes en la ciudad, conformando en la medida de lo posible a la mayoría.
El presidente, Cornelio Saavedra, jefe de Patricios, estaba allí por su cargo, pero no era un profesional es decir un militar químicamente puro. Estaba identificado con el círculo de Liniers, Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia que habían detentado el poder luego de las invasiones.
Juan José Castelli, vocal, conocía como nadie los vericuetos de la administración pública pues se había desempeñado en la Audiencia, en el Consulado, como asesor del Cabildo y también de Virreyes. Toda una carrera vinculada al poder. Hablaba inglés fluidamente y perteneció al núcleo de Liniers en orígenes, acercándose luego por influencia de Belgrano al Carlotismo.
Como Castelli, Manuel Belgrano fue funcionario del antiguo régimen, secretario del Consulado y responsable en buena medida de la política económica del virreinato. Desde ese ámbito, estableció fuertes vínculos con los grupos económicos más solventes que le reconocían capacidad y conocimientos. Se desempeñó meritoriamente durante las invasiones inglesas. Su famosa frase “el amo viejo o ninguno” marcó a fuego la delgada línea que no había que cruzar. Desde el Correo de Comercio, periódico fundado por él, publicó sus ideas económicas afines a una rápida integración de nuestra economía al mundo.
Miguel de Azcuénaga, español, como para confirmar que la Revolución no era una rebelión contra España ni los españoles, era además jefe de las milicias del interior de la Provincia, ex funcionario del Cabildo y hombre de posición acomodada. Vinculado al grupo de guerreros que surgieron a la vida pública con las invasiones inglesas. Luego muy cercano a Mariano Moreno.
Manuel Alberti sacerdote de la Parroquia de San Nicolás, ingresó como representante de la cruz y además por sus vínculos con el grupo de hombres que se reunían en lo de Nicolás Rodríguez Peña, vecino a la parroquia.
Domingo Matheu y Juan José Larrea, comerciantes españoles de vasto giro y poder económico, revelaban con su presencia la importancia del comercio en aquella sociedad.
Finalmente Juan José Paso y Mariano Moreno. El primero fue profesor de filosofía en la Universidad de Córdoba y al retornar a Buenos Aires ejerció la cátedra en el Colegio de San Carlos. Fue funcionario de la Real Hacienda.
Moreno pertenecía al grupo de Alzaga, asesor del Cabildo y economista de aguda mirada política y voluntad de hierro.
Los cabildantes se asomaron a los balcones para dar la buena nueva al pueblo reunido. Fue una fiesta indescriptible. El regimiento responsable de la guardia del fuerte descargó sus armas al aire haciendo temblar la ciudad. Desde lejos repicaban los disparos de los cuarteles más alejados. Las campanas del Cabildo, las Iglesias y los conventos metían bulla en la pequeña aldea que parecía enloquecida. Cohetes y triquitraques estallaron en un completo desorden y disparos furtivos de soldados solitarios se elevaron hacia el cielo encapotado. Algunas fogatas procuraban calor a la multitud que se agolpaba en la Plaza aquella mañana húmeda y lluviosa.
Peones, carreros, artesanos, damas, funcionarios, tinterillos, fonderos y cagatintas confluían al Cabildo atravesando una ciudad embarrada y pantanosa.
Entre vivas y vítores, los miembros nominados avanzaron desde la casa de Domingo de Azcuénaga, frente a la Plaza, hasta el Cabildo.
Los esperaban los vocales sentados bajo el regio dosel. Entraron, tomaron asiento. Ahora estaban frente a frente. De pronto, un silencio solemne y reverencial subió desde la Plaza e ingresó por puertas y ventanas. El Alcalde de primer voto se puso de pie. Los miembros de la Junta de rodillas. El síndico Leiva tomó los evangelios. Saavedra apoyó en ellos su mano. Belgrano y Castelli las suyas en el hombro izquierdo y derecho de Saavedra y el resto de los miembros en los hombros correspondientes. De esa manera y encadenados juraron desempeñar lealmente el cargo y conservar íntegra esta parte de América a “nuestro Augusto Soberano el señor Don Fernando VII y sus legítimos sucesores y guardar puntualmente las leyes del reino”. Tronó la sala capitular, los pasillos y cimbró la Plaza. Inmediatamente los cabildantes abandonaron sus asientos que fueron ocupados por los miembros de la nueva Junta. Tomó la palabra Saavedra y solicitó mantener el orden, la unión y el respeto a la persona del Virrey y su familia. Finalmente la Junta en pleno cruzó la Plaza y se dirigió al Fuerte. Centro del poder político.
La jornada se apagó lentamente. Retornó la calma y el gentío a sus moradas. Al decir, grandilocuente, de Castelli “ha triunfado la feliz revolución que hizo temblar y estremecer a los enemigos del hombre”. Frase bien jacobina, pero eso es otra historia.
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