Fue el 25 de mayo de 1982. Luego de la ceremonia de conmemoración del día patrio, dos pilotos de la Armada dejaron Río Grande para atacar a la flota británica. Esta vez no lo harían desde el sur, como cuando se hundió al Sheffield. Sorprenderían a los británicos entrando por el norte.
El turno para la misión fue para la dupla del capitán Roberto Curilovic y su numeral, el teniente de navío Julio Barraza. Despegaron después del almuerzo.
En la pantalla del radar, Curilovic vio aparecer dos ecos chicos y uno más grande. Con el radar abierto, avisó a Barraza. “Top al mayor”, le dijo. La suerte del Atlantic Conveyor estaba sellada.
El hundimiento de la nave, que llevaba helicópteros para transporte de tropas y suministros, fue considerado una de las pérdidas más graves de la flota naval en un momento en que las tropas todavía estaban inmovilizadas en la Bahía San Carlos.
En el libro La Guerra Invisible se revela cómo impactó en el jefe de la Fuerza de Tareas, el almirante Woodward, el hundimiento del buque carguero, y la conmoción política que generó en Gran Bretaña, ante la posibilidad que se declarara un “cese de fuego”
Aquí, el extracto del libro.
La Fuerza de Tareas no había tenido más noticias de los Super Étendard después del impacto contra el Sheffield. Desde aquel día, los (aviones) Neptune mantuvieron la exploración por el sureste de las islas, pero (el comandante Sandy) Woodward ya había alejado la flota. Faltaban blancos. Después los dos aviones empezaron a reducir su prestación por fallas mecánicas. Consumían aceite en exceso. Nunca los habían exigido con tanta frecuencia e intensidad como en los últimos dos meses. Su mantenimiento requería más trabajo que el de un avión nuevo. Por cada hora del Super Étendard en el aire se requerían cuatro horas de revisión. El Neptune necesitaba de diez horas de mantenimiento por hora de vuelo. Y en cada salida volaba entre siete y nueve horas, en condiciones límites de combustible y meteorología.
Un Neptune había dejado de volar el 12 de mayo. El otro, el 15. Fueron llevados al taller de la Base Espora para hacerles reparaciones. Sus ausencias resintieron las misiones de los SUE. (…) Los dos aviones Neptune que habían participado en el salvataje de los náufragos del crucero Belgrano y habían detectado al Sheffield quedaron definitivamente fuera de servicio luego de cincuenta y tres salidas y cuatrocientas veinticinco horas de vuelo desde el 23 de marzo.
Los pilotos del Electra reemplazaron la búsqueda de superficie del Neptune, pero este avión no contaba con equipos de contramedidas electrónicas; también podía convertirse en blanco fácil de los buques.
(…) La información sobre la flota británica comenzó a llegar desde la estación radar aire móvil AN/TPS-43, enmascarada en el terreno. Cada vez que detectaban la proximidad de un avión que volaba en dirección a su posición, apagaban y encendían varias veces el radar para evitar ser localizados. Los operadores observaban que, cuando un Harrier se alejaba después de bombardear sobre las islas, el radar perdía el eco en determinado punto, en una distancia compatible con su autonomía de vuelo. Esta desaparición del eco los hizo suponer que descendía sobre una embarcación. “Abajo tiene que haber algo”, dedujeron. Podía ser un portaviones o un transporte de aeronaves.
El AN/TPS-43 podía detectar el vuelo de un avión a 200 millas de distancia. De inmediato, los radaristas daban aviso al Centro de Información y Control (CIC) y este transmitía el blanco a las baterías de defensa aérea. Cuanto mayor fuera la distancia de detección mayor era el margen de reacción disponible para disparar, aunque era difícil que las baterías lograran impactar sobre el avión con un cañón, aun cuando tuvieran un radar de control de tiro.
El 21 de mayo, desde el CIC comenzaron a informar a Comodoro Rivadavia la altitud y la distancia en que desaparecían los aviones del radar de Malvinas. Lo hacían por radio o teléfono, generalmente con soldados correntinos que hablaban guaraní, para evitar que las comunicaciones fuesen decodificadas.
Las novedades llegaron al búnker (de la base de Río Grande). El 22 de mayo las condiciones meteorológicas no fueron buenas. Se detectaron pocos vuelos británicos. El 23 los radaristas ya tenían elaborado un ploteo, un dibujo envolvente que precisaba la ubicación de los descensos. Los vuelos desaparecían siempre en el mismo lugar. Dentro de esa “envolvente”, se presumía, estaba la plataforma de aterrizaje. El Neptune ya no podía volar para verificarlo.
Se decidió el ataque a esa posición, a ese punto dato.
El 23 de mayo despegaron desde la base los pilotos Roberto Agotegaray y Juan José Rodríguez Mariani. Era el tercer despegue de los Super Étendard a veintitrés días del inicio de las acciones bélicas. El primero había sido el del comandante Colombo, con su numeral Machetanz. El segundo fue el de Bedacarratz-Mayora, que había hundido al Sheffield.
En esta tercera misión despegaron a las tres de la tarde; cuarenta y cinco minutos después recibieron combustible desde el Hércules KC-130, y desde la milla 130 se pegaron al mar hasta la milla 55. Emitieron radar, pero ninguno de los dos pilotos vio un eco en su pantalla, ni en la milla 38 ni en la 23 encontraron ninguna referencia del supuesto blanco. Regresaron a la base.
Esa misma noche, los dos Exocet volaron a la Base Espora para su revisión técnica. Y al día siguiente fueron devueltos a Río Grande.
La mañana del 25 de mayo de 1982 los pilotos se levantaron y desayunaron como cada día. Se pusieron el traje de goma, participaron de la formación militar de ceremonia y un rato después Colombo les informó sobre una posición determinada. Existía la posibilidad de una misión.
El turno era para la dupla del capitán Roberto Curilovic y su numeral, el teniente de navío Julio Barraza. Se habían adiestrado un año en Francia. En sus inicios en la Escuela de Aviación Naval, Curilovic había volado un avión T-28 a hélice. Su primer vuelo. “Esto no va a ser para mí”, había comentado cuando salió de la cabina.
Se puso en marcha la rutina, las tareas de prevuelo en la sala del hangar, el mapa sobre la mesa. Curilovic pidió al resto de los pilotos que fumaran afuera. “A partir de ahora, acá adentro no se fuma más”, dijo. La llegada de cada blanco generaba tensión. Había mucha gente trabajando en la sala, el personal de Operaciones, Meteorología, Comunicaciones. Un rato después sonó el teléfono de pared. Colombo informó las coordenadas del probable blanco. Curilovic pidió un Hércules para las once de la mañana. Lo encontrarían mar adentro, a la altura de Puerto Deseado, para el traspaso de combustible.
Ya eran las diez. Cada piloto se subió a su avión y prepararon el instrumental para el despegue. Esperaron la orden, pero se demoraba. Hasta que les avisaron que el Hércules estaba en operaciones. Lo podrían interceptar en las coordenadas previstas a las tres de la tarde. No antes.
Barraza descendió del Super Étendard, fue al comedor y comió un plato de guiso. Curilovic no tenía hambre. Prefirió hacer tiempo y no comer. Se sentó en la sala del hangar. Allí recibió una nueva información desde el búnker. En la entrada del estrecho San Carlos había dos buques “piquete”, uno de clase 42 y otro de clase 21, dispuestos para detectar aviones con sus radares y dispararles en su aproximación al este. “La trampa de misiles”. Era un nuevo escudo de protección para la Fuerza de Tareas.
Los pilotos habían decidido que no volarían en línea directa. El Sheffield había sido hundido desde una incursión por el sur. El nuevo diseño de vuelo sería desde el norte, ingresando por un lugar inesperado para la formación de buques. Después de la hora del almuerzo despegaron.
Sin coordinación previa con la Aviación Naval, los aviones de la Fuerza Aérea comenzaron a atacar al norte de la isla Gran Malvina. Las bombas cayeron sobre el Coventry.
Al momento del ataque, los Super Étendard cargaban combustible en el horario previsto tras casi una hora de vuelo. Ya no había diálogo entre los pilotos. El Hércules solo les corrigió las coordenadas. El radar de Malvinas había transmitido una nueva posición. Continuarían el vuelo con el perfil previsto, 20 mil pies, a seis mil metros de altura, hasta llegar a las 150 millas y después bajar a 60 pies, 20 metros por encima del mar, y seguirían rumbo al blanco, como indicaba la doctrina.
Los aviones iban casi pegados. Entre uno y otro habría cien metros de distancia lateral. Volaban en línea y en silencio. No tenían nada que decirse. Ya sabían dónde estaba el objetivo, cuándo debían descender a ras del mar, cuándo trepar en altura, cuándo emitir radar, cuándo lanzar los misiles.
A 55 millas del blanco, Curilovic miró a la cabina de Barraza y le hizo una seña. Arriba. Treparon en altura y emitieron radar. Fueron tres barridos. Y allí estaban. En la pantalla aparecieron los buques. Vieron tres ecos. Se sintieron seguros. Pero desde esa distancia no podían disparar. Volvieron a bajar, a pegarse al agua hasta llegar a la milla 35. Fue un minuto, quizás un minuto y medio más de vuelo a máxima potencia, y subieron otra vez hasta 400 pies, 120 metros de altura. A partir de entonces ya podían realizar el lanzamiento. También estaban expuestos al alcance de un misil enemigo. Había que ver quién lanzaba primero, como en un duelo de cowboys.
Volvieron a emitir con el radar. En la pantalla de Curilovic aparecieron dos ecos chicos y uno más grande. Con el radar abierto, avisó a Barraza. “Top al mayor”, le dijo. No tenía tiempo de sentir nada. En ese momento, cada segundo que se perdía era una concesión. Un segundo menos para él, un segundo más para el enemigo. El SUE ya estaba en condiciones de ser impactado con misiles desde los buques, pero si no había sido interceptado por un radar en la trepada de la milla 55 era improbable que lo detectaran y dispararan en la segunda, en la milla 27.
Los destructores británicos tenían el Sea Dart como defensa antiaérea, un misil diseñado para batir blancos de hasta 40 millas en altura. El sistema de defensa funcionaba así: el radar detectaba el eco de la aeronave enemiga y el operador daba autorización para el disparo automático del misil. Si era un avión que volaba en altura, lo iba trackeando en la pantalla, lo seguía, lo miraba, no le perdía pisada, y, cuando se aproximaba, le apuntaba y lo enganchaba con el radar de control de tiro. Apretaba el botón y disparaba. Este era el procedimiento contra aviones que transportaran armas convencionales, que debían sobrevolar las unidades para lanzar sus bombas, u otros que volasen en altura.
Pero el sistema de defensa antiaérea tenía menos opciones para parar aviones que lanzaban misiles Exocet a distancia. Solo el chaff podría engañar su dirección, o los misiles Sea Wolf, para defensa puntual, contra blancos que se aproximaban, aunque cuando los detectaban ya tenían el misil encima del buque.
En la milla 33, Curilovic llevó la alidada sobre el eco mayor que aparecía en pantalla. Pero no disparó. Siguió volando. El radar quedó enganchado sobre el blanco y comenzó su comunicación con el misil. Le dio entrada. Curilovic lanzó a 23 millas de distancia al top mayor. La computadora informó al misil adónde debía dirigirse. El misil se desprendió del ala en caída libre, 660 kilos hacia abajo. Luego encendió su motor y se desplazó hacia su blanco. Barraza también disparó. Luego colocaron el avión a máxima potencia y giraron a ras del agua para alejarse de la zona de operaciones.
Curilovic vio el sol y los dos misiles en el aire; se quedó mirándolos, atraído por su vuelo. Después empezó a establecer la frecuencia para la comunicación con el Hércules. Aunque con lo que aún tenía en el tanque podría llegar a Puerto Deseado, prefería regresar a Río Grande para concentrar la logística en la base. Pero necesitaba combustible. El piloto del Hércules le indicó la posición donde lo encontraría. Cuando empezó a cargarla en la computadora, se encendió la alarma de detección de señal radar en su indicador. Estaba siendo iluminado por un radar: lo habían detectado. Lo estaban viendo. Dejó de operar sobre la computadora. En ese segundo supuso que podría ser un Sea Harrier. Sintió angustia e incertidumbre, hasta que vio el avión de Barraza listo para formarse y alinearse junto al suyo.
Barraza hizo un gesto con el dedo en alto, señal de que la misión había estado bien. Curilovic dedujo que la señal radar detectada correspondía al Super Étendard de su piloto numeral.
Arriba, en el cielo, todavía había luz cuando encontraron al avión tanque. Pero abajo ya era de noche. El piloto del Hércules no le dijo nada. Ninguna información desde tierra. Nadie sabía qué había ocurrido con los dos misiles.
A las 6:10 de la tarde aterrizaron en Río Grande. Habían volado casi cuatro horas para cumplir la misión. Fueron a la sala del hangar a esperar novedades. Dejaron la radio BBC encendida. (…)
El Atlantic Conveyor se hundió el 28 de mayo. El brigadier Julian Thompson, que acababa de asumir el mando de las tropas terrestres desembarcadas, lo consideraría la pérdida más grave de la flota naval. Complicó su estrategia. Tuvo que cambiar el plan de batalla. Ahora los soldados tenían que desandar cien kilómetros en marcha terrestre.
El Atlantic Conveyor era un buque que en la práctica obraba como un portaviones. En el ataque se habían perdido seiscientas bombas, misiles Sidewinder, misiles para helicópteros, cohetes antitanques, combustible, municiones, abastecimiento logístico para cuatro mil quinientos hombres que habían desembarcado, una planta potabilizadora de agua, y placas de aluminio y equipos eléctricos para montar la pista de aterrizaje vertical sobre la costa de San Carlos, a fin de que los Harrier pudieran operar desde tierra.
También, y sobre todo, se perdieron tres helicópteros Chinook y otros cinco Wessex, que iban a ser descargados esa misma noche en la costa del estrecho para el traslado de tropas hacia Puerto Argentino. Un solo helicóptero Chinook sobrevivió al ataque. En ese momento estaba en vuelo, transportando equipos y personal a barcos logísticos. El Chinook podía cargar hasta diez toneladas. Tenía cinco veces más capacidad que un Sea King. Con esa única unidad, en diferentes misiones sobre la isla, trasladaría a mil quinientos soldados, además de baterías antiaéreas y cañones, entre otros materiales de guerra.
El almirante Woodward también lamentaría el ataque. Había mantenido al Atlantic Conveyor en la retaguardia para protegerlo de los Super Étendard, luego lo haría navegar durante la noche en velocidad hacia San Carlos para descargar material de guerra y retornó a una posición más segura, hacia el este de las islas.
Se suponía que era un área inalcanzable para aviones que despegaban desde Río Grande. No imaginaba que el ataque llegaría desde el norte. “¡Maldición, todavía es 25 de mayo! ¿Acaso este maldito día no terminará nunca?”, escribiría en su diario (…)
En el balance, al 25 de mayo, la flota británica había perdido cinco barcos y las tropas en tierra todavía permanecían alrededor de la cabecera de puente. La expedición a Puerto Argentino no se iniciaba. Los planes de movilización se habían desecho tras la pérdida de los helicópteros Chinook. Ahora debían atravesar pantanos, arroyos y cerros con mochilas, granadas y armas pesadas, además de convivir con la tensión de un inminente ataque aéreo argentino.
El gabinete político y la Cámara de los Comunes entraron otra vez en pánico, como el día del ataque al Sheffield. ¿Estamos perdiendo la guerra?, preguntaban a funcionarios de Defensa. La comunidad política se impacientaba. La peor pesadilla era volver a vivir una experiencia semejante a la del canal de Suez en 1956, cuando la presión diplomática de la ONU había obligado a Gran Bretaña a retirar sus tropas luego de la victoria militar, en alianza con Francia e Israel.
La maldición, ahora, sería que las Naciones Unidas resolvieran el “cese de fuego” y obligaran a sus fuerzas a salir de las islas sin haber resuelto su recuperación militar. Argentina, en cambio, esperaba que los combates terrestres se retrasasen y se resolviera una tregua. (…)
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA) www.marcelolarraquy.com
SEGUIR LEYENDO: