Desde nuestra más tierna escolaridad, y a diferencia de otras naciones, la historia argentina presenta un dato curioso. Dos fechas patrias, 25 de Mayo y 9 de Julio, remiten a ideas similares: emancipación, independencia, primer gobierno autónomo.
La Declaración de la Independencia en 1816 resulta más fácil de entender y de explicar, pero el panorama se complica cuando indagamos sobre las razones de la instalación en Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, de la Junta Provisoria de Gobierno, el 25 de Mayo de 1810.
Algo que debería llamar nuestra atención es que resulta hasta cierto punto forzado pensar, en aquellas épocas, en un enfrentamiento entre “realistas” sólo españoles y “patriotas” sólo americanos, dado que en ambos bandos habrá naturales de América y españoles peninsulares. Piénsese, por dar sólo dos ejemplos, que los generales “realistas” José Manuel de Goyeneche y Pío Tristán, que se enfrentaron a Belgrano y Güemes, eran nacidos en Arequipa, Perú.
Otro aspecto relevante de Mayo de 1810 se vincula con su filiación ideológico-filosófica. Con el correr del siglo XIX, algunos instalaron la idea de que aquellos revolucionarios rioplatenses se habrían inspirado en la Revolución Francesa de 1789 o, según los gustos o intereses, en el alzamiento de los colonos norteamericanos de 1776. Pero la investigación desapasionada y seria da cuenta de que nadie invocó, en aquellas jornadas, ninguno de esos antecedentes. Al respecto, aclara Vicente Sierra en su Historia de la Argentina que “suponer que la Revolución de Mayo fue consecuencia de la lectura, por parte de algunos privilegiados, de ciertos libros franceses, o de la aplicación de principios provenientes de la Revolución norteamericana, es minimizar su grandeza. Si no se identifican en ella elementos propios, habría carecido de consecuencias. La historia no da saltos en el vacío. Una independencia nacional no es concebible sin sentido nacional, y los hombres de Mayo se consideraban tan españoles como los nacidos en la Madre Patria.”
Por ello, aparece en este rompecabezas un problema histórico relacionado con la vinculación filosófica del movimiento emancipatorio de todo un continente, porque no puede olvidarse que la Junta porteña será una de varias (las hubo en México, Venezuela, Chile). Su deliberada asociación con la Revolución Francesa no resulta pues ni casual ni inocente y quizás obedezca, en parte, a que el liberalismo posteriormente triunfante en nuestras tierras, precisamente para legitimar aquel primer peldaño del que intentó apropiarse con exclusividad, debió trazar una línea imaginaria hacia el pasado y situarla en la toma de la Bastilla. En realidad, como veremos, la instalación de las Juntas americanas tuvo por savia nutritiva la olvidada (también en forma deliberada) teoría del origen popular de la soberanía, cuya cuna fue la Universidad de Salamanca en pleno siglo XVI, y no los jardines de las Tullerías o el Tea Party de Boston, dos siglos después.
Ahora bien, si es cierto lo que afirma Sierra, y por tanto no fueron los antecedentes francés y norteamericano los considerados como legitimantes del movimiento revolucionario para sus propios protagonistas, ¿cuáles fueron las razones que desembocaron en la conformación de la Primera Junta de gobierno?
Acá resulta trascendental lo discutido en el famoso Cabildo Abierto del 22 de mayo, cuando se convocó a los vecinos para deliberar sobre el siguiente asunto: teníamos no sólo un virrey (Baltasar Hidalgo de Cisneros) designado por una autoridad que ya no existía, la Junta Central de Sevilla, sino que además el mismísimo rey, Fernando VII estaba impedido de reinar por encontrarse “preso” en Francia, por orden de Napoleón Bonaparte. ¿Quién debía ejercer la autoridad en el lapso que se abría y sin que se supiera cuánto duraría dicha anomalía?
En la sesión convocada, resonaron las palabras del abogado Juan José Castelli, que había estudiado leyes en la prestigiosa Universidad de Chuquisaca en el Alto Perú. A fin de justificar que ante la vacancia del poder real la soberanía revertía en el pueblo, desempolvó las viejas teorías españolas del siglo XVI, cuyos autores fueron los teólogos de Salamanca Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, entre otros. Pero esa teoría había sido desprestigiada por la propia España, en todo el imperio, cuando a partir de 1700 el trono pasó a ser ocupado por los Borbones, que por ser una dinastía de origen francés, adherían a la teoría del derecho divino de los reyes, prólogo de lo que sería el absolutismo monárquico.
Por ese motivo, Sierra afirma que “ésta es la cuestión esencial del 22 de mayo de 1810, como lo había sido la de los alzamientos juntistas de las provincias de España. Se proclamó que la soberanía había revertido sobre el pueblo desde el momento que había desaparecido quien la poseía legítimamente, o sea, se afirmó un principio que venía del Fuero Juzgo.” Por tanto, quienes reniegan de las raíces hispánicas del movimiento actúan o por desconocimiento de un claro fundamento histórico, o por preferencias ideológicas.
Un último elemento para armar el rompecabezas. Poco se ha reflexionado sobre el papel de Fernando VII en los procesos de emancipación americana. En el imaginario colectivo pasamos del “nuestro amado soberano Don Fernando VII” plasmado en el acta del día 25, monarca teóricamente preso en Francia y ansioso por retornar al trono en 1810, al déspota absolutista que una vez en el poder de la metrópoli no tuvo mejor ocurrencia que enviar una fuerza represiva a América a ajusticiar rebeldes y sediciosos.
En su último libro, Madre Patria. Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán (Espasa,2021), Marcelo Gullo reflexiona sobre este aspecto y nos dice: “La confusión no podía ser mayor pero, no nos equivoquemos, la responsabilidad principal le cupo a Fernando VII que, después de haber sido amanuense de Napoleón, cuando quedó libre, decidió castigar a los que en América, habían constituido las juntas para proteger los derechos de la corona de España, es decir “su” corona. Hombre de pocas luces, Fernando VII, no supo distinguir entre juntas y juntas, y entre los distintos miembros de cada junta, y decidió fulminarlos a todos. No quiso negociar en Londres con el enviado de Bolívar, don Francisco Antonio Zea Díaz, quien para terminar con el enfrentamiento armado, traía la propuesta del establecimiento de una monarquía constitucional y de una confederación entre los reinos de Indias y los reinos de la península que, insistimos, hubiera salvado la unidad de la América española y del Imperio español.”
Gullo abunda en este aspecto sobre el que poco se ha investigado, es decir, el rol de los Borbones en general, y en particular de Carlos IV y de su hijo Fernando VII como hispanófobos sentados el trono español, la famosa “Farsa de Bayona” y el supuesto cautiverio del príncipe heredero en Francia.
Al respecto el autor agrega: “Luego, indignamente, Carlos y Fernando acataron la decisión de Napoleón y le agradecieron el interés mostrado por solucionar el problema español. Satisfechos con el arreglo, padre e hijo permanecieron en Francia como huéspedes del emperador. El pueblo creyó, sin embargo, que Fernando estaba cautivo. Para completar la ‘Farsa de Bayona’, un congreso de nobles españoles, reunido en la misma ciudad, aprobó el cambio de dinastía. La ignominia de la familia real y de los nobles de España no podía ser mayor. La historia de España, la memoria de Fernando e Isabel, ni siquiera la memoria de Carlos III, merecían semejante afrenta. ¿Cómo no comprender entonces que cuando esos hechos fueron conocidos muchos españoles europeos y muchos españoles americanos, comenzaran a odiar a la monarquía y se convirtieran en rabiosos republicanos?”
Podemos afirmar que, en cierto sentido, Mayo fue un alzamiento no contra España en sí, sino contra la España borbónica, claudicante ante el invasor francés pero por haber sido previamente una dinastía afrancesada, es decir, con una cuota de hispanofobia y de leyenda negra que la hacía renegar del imperio que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón habían forjado.
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