Lara Arreguiz tenía 22 años y vivía sola en Esperanza, una ciudad ubicada a treinta kilómetros de la capital de Santa Fe y sede desde hace sesenta años de las actividades académicas de las facultades de Ciencias Agrarias y de Ciencias Veterinarias de la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Era estudiante y quería ser veterinaria. En el departamento que sus padres le alquilaban cerca del campus vivía con tres perros, dos gatos y dos víboras. Hoy las mascotas de Lara fueron adoptadas por amigos y familiares.
A los diez años se le había declarado la diabetes. Era insulino dependiente. La noche del jueves 13 de mayo volvió a su casa después del gimnasio, se bañó y se sentó cerca de la estufa porque tenía frío. Estaba hablando por WhatsApp con Alejandro, su papá. Él le preguntó cómo estaba y ella le respondió que tenía mucha tos: supuso que la transición brusca del frío del ambiente al calor de la estufa le había hecho mal. Pero no era eso.
Al otro día, más tos y un principio de preocupación. Llamó a su papá y a Claudia Sánchez, su mamá, para que la vayan a buscar. Se hospedó en la casa de su mamá: le practicó nebulizaciones, le aplicó unos puffs. El dolor no se iba. Ella manifestaba que seguía ahogada. Decidieron llevarla al Hospital Protomédico Manuel Rodríguez, un centro de hisopado que funciona en la ciudad de Recreo. Los sanatorios privados, entendieron, no iban a recibirla con síntomas compatibles con coronavirus.
En el Protomédico comprendieron que eso del colapso sanitario era cierto: no había camas disponibles. Eran las siete de la tarde del domingo. La sentaron en una silla de ruedas. Estuvo cuatro horas con asistencia de oxígeno esperando que mejorara su saturación. Le pidieron que volviera el lunes a las 8:30 de la mañana para hacerle unas placas y el hisopado correspondiente. “Tenía covid. Las placas dieron pulmonía bilateral, en solo dos días fue impresionante cómo avanzó la enfermedad y le tomó ambos pulmones, por eso se ahogaba”, contó el papá en diálogo con el medio local Infomercury. A Infobae, Alejandro le pidió disculpas y solo pudo responderle: “Estoy hecho pelota, sin ganas de hablar”. Agregó, además, que Claudia tiene más fuerzas que él para relatar los hechos.
“Le dieron un antibiótico vía oral y nos dijeron que no tenían las condiciones para atender a un paciente de alto riesgo como ella”, relató la mamá. Les indicaron regresar a casa, darle una pastilla cada ocho horas durante una semana y continuar con las nebulizaciones. Les recomendaron consultar en el Hospital Iturraspe la disponibilidad de camas en caso de agravarse el cuadro. Estuvieron solo quince minutos en su casa: Lara empezó a ahogarse de nuevo. Eran las doce del mediodía cuando llegaron al nuevo Hospital Iturraspe, inaugurado en 2019 y calificado por la gobernación de Santa Fe como el más moderno del país. Volvieron a comprender que la saturación del sistema de salud es cabal.
Era lunes: tercer día desde la aparición de la sintomatología. “Tuve que decirle tres veces a la persona de admisión que por favor la haga pasar. Ella estaba muy descompensada, me decía que se desmayaba”, contó Claudia en diálogo con Infobae. La sala de espera estaba abarrotada de gente. Interpretó que todos estaban sin acompañante salvo ellas: la habían dejado ingresar porque su hija no podía manejarse por sus propios medios, Lara no era capaz ni de contar lo que estaba sintiendo. “Primero me hicieron ver a un enfermero en un pasillo. Él desde ahí deriva a los que necesitan respiración y a quienes van a atenderse a guardia común. Todas las personas que tienen que atenderse por otras cosas sí o sí pasan por donde está la gente con posible covid. El protocolo no se respeta. En la sala de ingreso solamente hay una cinta de peligro que separa a los casos sospechosos de coronavirus de los demás”.
Una enfermera la atendió. Le hizo una serie de preguntas y le pidió que esperara en el hall de entrada. Lara estaba ahogada, le faltaba el aire, le costaba respirar. Quería recostarse. Claudia vio una camilla en el pasillo y le preguntó a los enfermeros si podía utilizarla para que su hija descansara. Se la negaron por protocolo. “El piso estaba frío y sucio, pero ella se acostó igual”, narró la mamá. Una señora la vio y se compadeció: se sacó su campera y la tapó. “Se acercó y me recomendó que no se acostara en el piso porque estaba frío. Pero mi hija quería recostarse. Le pusimos mi campera y el bolso abajo, y ella me dio la suya para taparla. No le importó que mi hija tuviera coronavirus”, agradeció.
“Ahí le saqué una foto de la indignación que tenía. Cuando pasó un médico y la vio, yo le dije que ‘acá la gente no se muere por covid, se muere por la ineficiencia de las personas’”. Claudia estaba furiosa con la indiferencia y la falta de empatía de los profesionales. Dice que nadie de los que estaban en la sala de espera lucía tan descompuesto como Lara, quien ya tenía la confirmación del diagnóstico y un cuadro de riesgo con su dependencia por la insulina. “La señora tuvo más empatía que todos los médicos que estuvieron ahí ese día”, reflexionó.
Un médico, finalmente, la convocó a su consultorio. Lara tenía ganas de vomitar de la fuerza que hacía para toser. El doctor le recetó un antibiótico suplementario y le sugirió a la madre que le siguiera dando puffs en su casa. Claudia no aceptó la indicación: quería que a su hija la internaran porque temía no poder controlar sus niveles de glucemia. El médico aceptó. Lara quedó atendida en una sala de consulta y Claudia regresó a la sala a esperar.
Habían pasado ya cuatro horas desde su ingreso al nuevo Hospital Iturraspe. Estuvieron otras cinco horas más. “En ningún momento esa sala estuvo vacía, era increíble la cantidad de gente que había ahí”, dijo Claudia. En ese lapso, a su hija la asistieron con oxígeno y le tomaron nuevas radiografías. La asistencia respiratoria logró calmarla. Por WhatsApp le pidió a su mamá que le llevaran algo para comer. Un enfermero le alcanzó un yogurt que le había comprado Claudia, quien seguía esperando afuera.
A las nueve de la noche, llegó una ambulancia. Lara salió del hospital con el suero en la mano sin ningún parte médico y sin la ayuda de ningún médico de la guardia. Claudia la sostuvo para subirse a la camilla. Un enfermero de la ambulancia le cuestionó la manipulación de una paciente con diagnóstico confirmado. Le respondió que es su hija y que la va a ayudar siempre. Fue la última vez que la vio. Ella, que ya había recibido las dos dosis de la vacuna contra el covid-19, quedó aislada por ser contacto estrecho.
El lunes por la noche ingresó al viejo Hospital Iturralde. Ese día, el director de Salud de la provincia de Santa Fe, Rodrigo Mediavilla, aseguró que ya no había camas críticas disponibles en Rosario, Santa Fe y Rafaela. El martes una doctora y una asistente social se comunicaron con los padres para enseñarles el cuadro clínico y coordinar las visitas. Alejandro, que ya había tenido covid-19, podría acercarse al centro de salud. El miércoles la paciente ingresó en sala intermedia para controlar la insulina mediante una bomba de hidratación. El jueves su glucemia ya se había controlado, pero su sistema respiratorio estaba muy dañado: el virus había tomado sus pulmones.
“Las enfermeras nos decían que nos tranquilicemos, que ella era una chica joven y fuerte. Yo la iba a visitar todos los días, solo quince minutos mediante una ventana, era muy duro verla ahí sola sin poder hacer nada”, relató Alejandro. El jueves le enviaron un mensaje del hospital preguntándole si quería ir a visitarla. “Me pareció raro, olía que algo malo podía estar pasando. Ella me había pedido que le lleve manzana rallada, una musculosa y una toalla, así que preparé un bolsito y me fui para allá. Cuando llegué estaba de costado, muy mal, con una máscara de oxígeno. Me miraba y me hacía señas de que estaba ahogada. Yo me quebré, no podía verla así. Vinieron unos enfermeros y me dijeron que ella me tenía que ver bien”.
Cuando volvió a su casa, le dijeron que la habían pasado a terapia intensiva y que la había entubado. “Ahí el mundo se me vino abajo. Nos volvieron a decir que nos quedáramos tranquilos, que era joven, que iba a salir adelante”, recordó. A las tres de la mañana del viernes 21 de mayo le avisaron que su hija había muerto luego de sufrir tres paros. Él llamó a la mamá y le dio la noticia. “Era un ángel, una chica sin maldad. A mí se me murió un hermano, pero mi mamá siempre me decía que no hay dolor como la muerte de un hijo y es así, tal cual, un dolor en el alma que asfixia”, expresó.
Con su papá era una chica seria, no tenían una relación sobrada de afecto. Era su única hija, su debilidad. En los trámites póstumos, le pidieron el documento de Lara. “La mamá me dijo que estaba en su mochila, así que otra vez me fui hasta el Iturraspe a buscar sus pertenencias. Estaban dentro de una mochila. Cuando meto la mano para buscar el documento, encuentro cuatro fotos mías con ella. Me mató, no sé por qué las llevó, quizás se la veía venir o tenía mucho miedo”, interpretó. “Fue todo muy injusto. Falta de solidaridad, profesionalismo y empatía”, insistió Claudia en su descargo en redes sociales. “Si de entrada hubiese tenido un suero o una cama de terapia, mi hija se hubiese salvado. Más allá de que esté todo el sistema desbordado, faltó en ese momento sentido común”, dijo la mamá de Lara y de Camila de 19 años, Mateo de 14 e Isabella de 9.
Lara se había mudado a Esperanza para estudiar Ciencias Veterinarias en 2019. Estaba cursando el tercer año de la carrera. A los 16 había sufrido una descompensación severa por un problema alimenticio: había bajado veinte kilos en un mes. La curó el voluntariado en la organización S.O.S. Caballos de la ciudad de Santa Fe. Había empezado a asistir para limpiar el hábitat donde duermen los caballos. Su amor por los animales le devolvió el ánimo, el bienestar y la salud. Era su causa y su paz.
“Quería ser veterinaria pero no quería ponerse una veterinaria, quería irse a vivir al campo. Se peleaba con todo aquel que le hiciera algo mal a un animal. Odiaba las injusticias y amaba a los animales”, repitió Claudia. Los tres perros que había adoptado eran callejeros, una de sus gatas estaba ciega y las víboras que vivían con ella pertenecían a una amiga. Después de su muerte, las víboras volvieron con su dueña original, Salem -la gata ciega- quedó en la casa de una de sus amigas y Felipe -el otro gato- más los perros Ivar, Bonie y Beku se fueron a vivir con Claudia y su familia. Una manera de honrar la memoria de Lara.
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