-¡No te la voy a dar, antes me matás! – dijo Ezcurra cuando ya le habían sacado la bicicleta, la billetera y el celular.
-¡Vos me lo pediste, hijo de puta! – le contestó Antelo y disparó al pecho con la 9 milímetros.
Es imposible saber qué grado de desesperada abstinencia llevó al estudiante de Filosofía Rodrigo Ezcurra, de 27 años, a aventurarse la madrugada del domingo 11 de abril de 2010 por las oscuras calles del Barrio Rivadavia, cerca del porteño cementerio del Bajo Flores, pedaleando en una bicicleta nueva y llamativa, con un celular y la billetera con buen dinero en sus bolsillos. Sí se sabe que consiguió la dosis que buscaba, pero que el regreso a su casa terminó de manera abrupta y fatal en uno de los pasillos dentro los edificios del Rivadavia II cuando se topó con un grupo de jóvenes capitaneado por Marcelo Alejandro Antelo, de 22 años, conocido con el apodo de “Marcelito”.
Interceptado, Ezcurra entregó la bicicleta, el celular y la billetera sin ofrecer resistencia, pero intentó negarse cuando Antelo lo conminó a que le entregara también la droga que acababa de comprar.
Puede suponerse que esa negativa la pagó con la vida. Sin embargo, una serie de hechos posteriores hace pensar que aunque Ezcurra hubiese entregado lo que Antelo le pedía habría muerto igual.
Porque el asesinato de Rodrigo Ezcurra fue el primero de una cadena de entre cuatro y seis –más otros intentos frustrado– cometidos por Antelo en el lapso de cinco meses en cumplimiento de lo que los investigadores policiales llamaron “un pacto con San La Muerte”.
-Le había prometido al santo una muerte por semana para obtener la protección suya y de su familia, y que nunca le faltaran drogas – relató meses después, tras la captura de Antelo, un policía de la Comisaría 38.
Una cadena de crímenes
Hasta el momento de asesinar a Ezcurra, Marcelo Antelo no cargaba con un prontuario importante ni se le conocían hechos de sangre. Sí había tenido una vida y un entorno familiar tortuoso donde sobresalían el alcoholismo de su abuela, las adicciones del padre y la costumbre de su madre de golpearlo.
A principios de ese 2010, cuando ya tenía 22 años, “Marcelito” había sido interceptado por una patrullar de la Comisaría 38 cuando conducía, sin ningún acompañante, un auto mellizo. Ese hecho llevó a que se le iniciara una causa por “encubrimiento” pero fue dejado en libertad. Al pedir sus antecedentes luego de esa detención, el Registro de Reincidencia Penal informó que un año antes, en febrero de 2009, había sido declarado “en rebeldía” por un juzgado de Lomas de Zamora, debido a que no se había presentado a declarar en una causa por robo.
Su registro de antecedentes sumaba esos hechos, nada más, hasta que emprendió su raid de asesinatos.
Cuando asesinó a Ezcurra –y ninguno de los vecinos que fueron testigos del crimen lo delató– estaba viviendo en la casa identificada con el número 1018 del Barrio Rivadavia. El lugar era propiedad de Jorge Mansilla, quien lo compartía con “Marcelito” y un pequeño grupo de adictos al paco, conocido en el barrio como “los kínder”.
Por razones que nunca quedaron claras, Antelo se enemistó con el propietario de la casa y otro de los “inquilinos”, por lo que debió irse, no sin antes prometer venganza.
Y no demoró en cumplir su promesa. La noche del 24 de junio salió de la nada por detrás del “inquilino”, de nombre Darío Romero, cuando éste caminaba por uno de los pasillos del barrio.
-¡Darío! – lo llamó y cuando el joven se dio vuelta le disparó un escopetazo.
Los perdigones le destrozaron a Romero la mano izquierda, con la que instintivamente trató de protegerse. Cuando lo vio caído en el piso, retorciéndose de dolor, Antelo decidió no rematarlo. En cambio, festejó diciéndole a otro joven que lo acompañaba:
-¡Le volé la mano, le volé la mano! – en medio de un ataque de risa.
El 2 de agosto empezó a cumplir la segunda parte de la venganza prometida. Ya era de madrugada cuando Antelo llegó frente a la casa 1018 y le gritó a Mansilla:
-¡Jorge, salí que te quiero matar!
Como no obtuvo respuesta, baleó el frente de la casa.
Seis días después, la madrugada del 8 de agosto, volvió al lugar, pero en lugar de llamar a Mansilla a los gritos, se limitó a tocar el timbre. El hombre, quizás medio dormido, abrió la puerta y se encontró frente a frente con Antelo. Fue lo último que vio: “Marcelito” lo mató disparándole a la cabeza con una pistola 9 milímetros.
El mecánico que se salvó
Pocas horas después de asesinar a Mansilla –sin que, nuevamente, nadie lo delatara– “Marcelito” seguía en el barrio. Tenía una deuda por cobrar. En realidad, el mecánico Mario Quiero no le debía nada a Antelo sino a uno de sus amigos –300 pesos por un arreglo de auto que no había hecho– pero, para un “Marcelito”, cebado por la sangre, eso era un detalle menor.
Llegó al taller de Quiero –ubicado en un garaje debajo de la vivienda del hombre– y reclamó la plata. Como el mecánico se negó, sin mediar otra palabra, Antelo sacó la 9 milímetros de entre sus ropas y apretó el gatillo una, dos, tres veces, pero la pistola, trabada, no disparó.
Sorprendido, Marcelo revisó el arma, la destrabó e hizo un disparo al aire para probarla. Esa vez, el disparo salió. Pero esa demora le dio tiempo a Quiero para subir las escaleras y encerrarse en su casa. En lugar de alejarse, “Marcelito” empezó a disparar contra el frente de la vivienda, sin que nadie interviniera ni diera aviso a la policía.
Finalmente, desde una ventana, la mujer de Quiero negoció: le entregaría 150 pesos, todo lo que tenía, si se iba y los dejaba en paz. Antelo aceptó, pero cuando la mujer bajó y le entregó el dinero, la amenazó.
-Si vuelvo a ver a tu marido, lo mato – le dijo y se fue caminando como si estuviera de paseo por el barrio.
Dos víctimas más y la captura
Los dos últimos asesinatos cometidos por Marcelo Antelo fueron casi calcados del primero, aquel que tuvo como víctima al estudiante Ezcurra.
La noche del 15 de agosto, Marcelo Cabrera, de 28 años, y Pablo Zaniuk, de 26, se aventuraron –como antes Rodrigo Ezcurra– por los pasillos del Barrio Rivadavia para comprar drogas. “Marcelito” y otro joven que nunca fue identificado los interceptaron en un pasillo lindante con la casa 107 y la esquina de la calle Corea. Amenazados con la pistola, los dos jóvenes entregaron todo lo que llevaban, pero eso no les salvó la vida. A Zaniuk, “Marcelito” lo mató de un balazo en la cara; a Cabrera le disparó nueve veces en diferentes partes del cuerpo.
Para entonces, la policía ya buscaba a Antelo, y lo encontró 13 días después. La mañana del sábado 28 de agosto, los ocupantes de un patrullero de la Comisaría 38 lo reconocieron en la esquina de Esteban Bonorino y Oceanía, en el mismísimo Barrio Rivadavia. Cuando le dieron la voz de alto, “Marcelito” respondió a los tiros, aunque finalmente lograron reducirlo.
La pistola que portaba –junto con otros dos cargadores completos– era calibre 9 milímetros y tenía su número de serie intacto y un escudo de la Policía Federal. Más tarde se supo que se la habían robado a un oficial el 26 de marzo, apenas unos meses atrás. Las pericias también permitieron comprobar que era el arma de la que habían partido los disparos que mataron a Ezcurra, Mansilla, Cabrera y Zaniuk.
De acuerdo con los investigadores del caso, Marcelo Antelo pudo haber sido también responsable de otros dos asesinatos cometidos en el Bajo Flores entre abril y agosto de 2010, pero fue imposible probarlo.
Una promesa a San La Muerte
Los primeros indicios de que el raid criminal de Marcelo Antelo podía tener relación con una promesa hecha a San La Muerte surgieron luego de su detención.
Algunos familiares de Antelo dijeron a los investigadores que el joven asesino era devoto de ese santo, no reconocido por la Iglesia Católica, y que había hecho una promesa a cambio de su protección. Un testigo dijo que “Marcelito” se había filmado a sí mismo con el celular robado a Ezcurra y que en esa grabación contaba que le había prometido a San La Muerte matar una persona por semana. El teléfono, sin embargo, nunca apareció.
Después de la detención de Antelo, los cronistas que buscaron información en el Barrio Rivadavia se encontraron siempre con una pared de silencio. Solamente la periodista Liliana Caruso obtuvo un testimonio de valor y que, de alguna manera, puede corroborar la cuestión de la promesa.
El que habló fue un familiar de Antelo que sólo quiso identificarse como “Jorge” porque –se excusó– “en este barrio pasan factura si hablás”, le dijo:
-Algunas cosas que se dicen son verdad, otras no. No lo veía muy seguido porque yo trabajo todo el día. Lo que puedo decir es que el pibe se metió primero con los evangelistas y estaba todo bien. Después no sé, entró como en una secta de ese… San La Muerte, y en ese momento empezó a decir cosas raras, a hacer cosas extrañas. Se fue de acá y no apareció más.
Un santo no reconocido
San La Muerte –o el Santo de la Buena Muerte– es una figura religiosa no reconocida, aunque sí tolerada, por la Iglesia Católica. Es un culto muy arraigado en la Mesopotamia argentina, en la provincia de Buenos Aires y en algunas provincias del norte del país.
La supuesta devoción de Marcelo Antelo –y su promesa de matar para obtener la protección del santo– como motivo de sus crímenes poco tienen que ver, sin embargo, con el culto de San La Muerte.
“Pese a su nombre e imagen atemorizantes, San La Muerte no deja de ser tan sólo otro de los integrantes de un santoral popular que incluye al Gauchito Gil, a la Difunta Correa, algo más fugazmente a Gilda y al mismísimo Potro Rodrigo, al beato Ceferino Namuncurá y las varias advocaciones de la Virgen María. Ocupando sin duda el extremo menos eclesiástico de este espectro es, sin embargo, tan sólo otro ser espiritual potente que puede venir al rescate de sus atribulados fieles. Quienes practican esta devoción, cada vez más extendida en todo nuestro país -crece casi en simbiosis con la del Gauchito Gil, que era su devoto-, no veneran a ‘la muerte’ como algo opuesto a ‘la vida’ sino que, antropomorfizándola (dándole cualidades humanas a algo no humano), la convierten en ‘el más justo de los santos’, el que finalmente ‘se lleva a todos, ricos y pobres’, explica el antropólogo Alejandro Frigerio, investigador del Conicet.
No obstante, algunas oraciones al santo pueden llevar a hacer interpretaciones erróneas y obrar en consecuencia. Una de ellas es esta:
“San La Muerte, espíritu esquelético / Poderosísimo y fuerte por demás / Como de un Sansón es tu Majestad / Indispensable en el momento de peligro / Yo te invoco seguro de tu bondad. / Ruega a nuestro Dios Todopoderoso / De concederme todo lo que te pido. / Que se arrepienta por toda su vida / Al que daño o mal de ojo me hizo / Y que se vuelva contra él enseguida. / Para aquél que en amor me engaña / Pido que le hagas volver a mí / Y si desoye tu orden extraña / Buen Espíritu de la Muerte / Hazle sentir el poder de tu guadaña / En el juego y en los negocios / Mi abogado te nombro como el mejor / Y a todo aquel que contra mí se viene / Por siempre jamás hazlo perdedor / ¡Oh! San La Muerte, mi ángel protector. Amén”.
Condenado a perpetua
El 14 de septiembre de 2012 -dos años después de su captura- el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 27 de la Capital Federal condenó a Marcelo Antelo a prisión perpetua por el homicidio de cuatro personas: Rodrigo Ezcurra, Jorge Mansilla, Federico Zaniuk y Marcelo Federico Cabrera. Y por las heridas a otros tres: Jorge Díaz Armas, Jorge Quiero y Darío Romero.
Antes de escuchar la sentencia, “Marcelito”, que se mantuvo todo el tiempo con la cabeza gacha, como si rezara, se negó a hacer uso del derecho a pronunciar unas palabras. Su defensa apeló la sentencia y consideró inconstitucional la prisión perpetua.
Finalmente, en junio de 2014, la sala III de la Cámara Federal de Casación Penal, con las firmas de Mariano Borinsky, Eduardo Riggi y Liliana Catucci, rechazó el recurso de casación presentado por la defensa y confirmó la sentencia. Sobre la inconstitucionalidad los jueces dijeron que la pena que se le impuso a Antelo “no resulta desproporcional con la magnitud del injusto y el grado de culpabilidad exhibido por el nombrado”.
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