El 21 de mayo a la madrugada los ingleses habían desembarcado en el Estrecho de San Carlos. Desde tres bases del continente -Río Grande, Río Gallegos y San Julián- despegaron aviones de la Fuerza Aérea Argentina y de la Aviación Naval con una sola misión: impedir el avance enemigo.
Después del mediodía, las primeras oleadas de pilotos argentinos sobrevolaron la flota real. Con sus ataques, volando a ras del agua y esquivando misiles, convirtieron al estrecho en un infierno.
En el libro La Guerra Invisible se relatan estas hazañas, las dramáticas pérdidas de hombres y el “corredor de bombas” en que se transformaron las aguas de la Bahía.
Este es un extracto del libro.
Las condiciones climáticas en la base de Río Grande complicaban las salidas aéreas. Las ráfagas de vientos transversales, el hielo sobre la pista, las pocas horas de luz diaria —anochecía incluso una hora antes que en Malvinas— eran variables meteorológicas que restringían las operaciones. La información que llegaba al búnker sobre las posiciones enemigas también era exigua y, por la demora que implicaba llegar al punto dato, esas posiciones resultaban fluctuantes. Desde que se decidía la salida, el avión despegaba, se abastecía en vuelo y alcanzaba las islas, pasaba alrededor de una hora y media.
Los Harrier disponían de mayores ventajas. Su plataforma de despegue estaba a una distancia variable del estrecho San Carlos, entre 50 y 80 millas náuticas, y los controladores de los buques le informarían la posición de los aviones argentinos que llegaran a la zona de combate; los cazas británicos los perseguirían en su retirada.
Poco después del mediodía del 21 de mayo irrumpieron sobre el cielo del estrecho las primeras oleadas de aviadores de la Fuerza Aérea y de la Aviación Naval que habían despegado de las bases de Río Grande, Río Gallegos y San Julián. A partir de ese momento y durante seis horas, el estrecho se convirtió en un “corredor de bombas”. La última, que había quedado atascada en una fragata, explotaría al atardecer y el buque se hundiría a la mañana siguiente.
El 21 de mayo, el día en que los aviadores argentinos transformaron el estrecho San Carlos en un “corredor de bombas”, la Fuerza Aérea perdió a tres de sus pilotos y la Aviación Naval a uno. Tenían la intención de parar el desembarco británico, la Operación Sutton, la orden de tirar sobre lo que encontraran y poco tiempo para elegir sus blancos. Los aviones aparecían detrás de las colinas de Gran Malvina y se pegaban a las aguas del estrecho. El A-4Q se volvía invisible en el vuelo rasante. Era una aparición fulminante; podía permanecer uno o dos minutos en el aire para descargar sus bombas. Volar rasante consumía más combustible, que debía reservar para el regreso al continente.
Ese día la flota naval levantó una muralla aérea para cubrir el desembarco de sus tropas en la bahía. Contaba con buques dotados de sistemas misilísticos de defensa antiaérea dispuestos en semicírculo en la zona norte del estrecho; los destructores y fragatas conformaban un anillo de acero, y los aviones caza, los Harrier, en sus dos versiones, patrullaban en la zona de operaciones, a la espera de que el controlador les marcara la posición del blanco para interceptarlo y disparar sus misiles.
El 21 de mayo era un día de pobre visibilidad en Río Grande. Las primeras formaciones despegaron en la mañana, entre las 9:45 y 10:15. Debían volar debajo del techo de nubes, aunque la niebla se disipó cuando llegaron al estrecho. Tres Mirage de la Fuerza Aérea irrumpieron a baja altura, a casi mil kilómetros por hora, pero el sistema de lanzamiento de bombas falló. Dispararon con sus cañones. Atacaron a la primera fragata que encontraron, una fragata tipo 22, presumiblemente la Brilliant. Luego los restos metálicos que produjeron los impactos volaron hacia arriba y golpearon el tanque externo de combustible de un Mirage, pero no llegaron a perforarlo.
Los aviones continuaron el vuelo rasante. El teniente Pedro Bean puso sus cañones sobre la fragata Broadsword; quedó averiada, con más de cuarenta impactos, pero un misil Sea Wolf lanzado desde la misma fragata lo derribó. Lo vieron eyectarse. Su cuerpo nunca fue recuperado. Fue la primera baja del día en San Carlos.
Otras dos oleadas de aviones Mirage, una desde San Julián, otra desde Río Grande, irrumpieron casi en simultáneo y golpearon sobre la fragata Antrim. La dejaron fuera de combate. Las operaciones continuaron.
Los primeros seis aviones A-4Q de la Aviación Naval que volaron hacia el estrecho no encontraron blancos por un probable error en el sistema de navegación y regresaron. Después, durante el mediodía y toda la tarde, la fragata tipo 21 HMS Ardent fue el objetivo de cada una de las misiones de ataque.
Desde las seis de la mañana la fragata venía bombardeando sobre la Base Cóndor, en Puerto Darwin, a 18 kilómetros de distancia. La pista de Darwin tenía 400 metros trazados sobre el pasto y los baches complicaban el movimiento de los aviones. Los obligaba a despegar con menos combustible. En la base había seis aviones Pucará. Los otros habían explotado en la Base Calderón en el ataque de los comandos del Special Air Service (SAS).
La Base Cóndor ya había sido bombardeada el 1º de mayo. Una formación de tres Sea Harrier descargó bombas racimo desde 20 metros de altura, que se fueron dispersando y explotaron con diferentes retardos. La rueda de un Pucará se había hundido en la pista, el piloto no podía despegar y otros aviones quedaron detrás, atascados, en fila, a la espera. Las bombas cayeron sobre ellos. Murió el teniente en su avión partido en dos y también ocho suboficiales armeros y mecánicos que lo asistían. Otro Pucará quedó averiado por las esquirlas.
Esa mañana del 21 de mayo, durante el desembarco, las bombas continuaban cayendo sobre la Base Cóndor. Las coordenadas las marcaba por radio una patrulla del SAS escondida en el monte Sussex. Desde la fragata Ardent lanzaban las bombas. Dos formaciones de cuatro Pucará volaron hacia el estrecho, alertados por el radar del Centro de Información y Control (CIC), con la intención de eliminar a la patrulla del SAS en el monte y golpear a la fragata. La patrulla los recibió con un misil Stinger, que derribó al Pucará del capitán Jorge Benítez cuando volaba a 150 metros.
La otra misión, de la que formaba parte el mayor Carlos Tomba, retirado de la Fuerza Aérea, que había llegado a las islas como voluntario, disparó con sus cañones de 20 milímetros sobre una casa que el SAS había convertido en puesto de observación; luego el Pucará se asomó al estrecho en busca de Ardent, para que dejara de bombardear. Tomba fue detectado por el radar del Brilliant. Su misil Sea Cat falló, pero dos Sea Harrier salieron en su búsqueda. Enseguida, una patrulla se le colocó encima; el Pucará se pegó al suelo, a cinco metros, pero un tercer caza comenzó a perseguirlo desde un costado. Tomba volaba tan bajo que el piloto británico mató varias ovejas en su intento de derribarlo, hasta que una ráfaga lo alcanzó en su alerón y comenzó a incendiarle el motor derecho. El Sea Harrier se alejó en la suposición de que caería a tierra, pero los otros pilotos de la formación siguieron su vuelo y se sorprendieron de la fortaleza del avión de fabricación argentina.
Aun con el fuego, el techo de la cabina destrozada y perdiendo trozos del fuselaje, Tomba siguió al mando del Pucará. Volaba en círculos, con maniobras evasivas. No lo quería soltar. El piloto y el avión conformaban una unidad inseparable, su cuerpo era la extensión de la máquina y el piloto estaba atado a ella, concentrado en su cabina, en su vuelo, en cada una de sus decisiones. Solo él podía decidir si debía seguir, si debía eyectarse. Dependía de él. Hasta que, en una pasada final, un Sea Harrier vació sus cañones y Tomba perdió el control de su avión, que parecía incendiarse en forma total, y se eyectó. Sintió la explosión al separarse de su asiento y voló 90 metros por el aire mientras el Pucará caía y explotaba. El paracaídas se abrió pocos metros antes de que el mayor Tomba golpeara contra la tierra.
Pronto caerían otros dos pilotos de la Fuerza Aérea que habían partido antes del mediodía de la base San Julián. Los tenientes Daniel Manzotti y Néstor López. Quizá su salida había sido informada desde Chile o desde un submarino; en consecuencia, dos Sea Harrier interceptaron su vuelo sobre la isla Gran Malvina. Le lanzaron misiles aire-aire Sidewinder, que alcanzan una velocidad de más de tres mil kilómetros por hora y buscan la cola del avión enemigo, que era la fuente de calor que perseguía el misil. Por ese motivo, los Sea Harrier iniciaban la persecución desde atrás. Esperaban a los cazas argentinos cuando regresaban sin municiones y ajustados de combustible, sin condiciones de combatir.
Los misiles Sidewinder —Estados Unidos había entregado setenta y cinco unidades a Gran Bretaña— serían un arma letal para determinar la superioridad aérea. Su efectividad era casi infalible. De veintisiete que dispararon durante la guerra, veinticuatro hicieron blanco. La diferencia era tecnológica. Los pilotos de la Fuerza Aérea no tenían experiencia en ataques sobre unidades de superficie, volaban con aviones diseñados hacía veinte años —la mayoría de ellos, sin radares—, otros modelos debían reabastecerse en vuelo, y su principal arma, las bombas de gravedad, se habían utilizado en la Segunda Guerra Mundial. Además, combatían con el combustible al límite de su autonomía.
Como resultado de los impactos de los Sidewinder, el teniente López murió con la explosión de su avión. El teniente Daniel Manzotti, en la eyección. Su cuerpo fue encontrado tres días después.
La fragata Ardent, que había sido desplegada en San Carlos como barrera antiaérea, seguía siendo el blanco. La siguiente orden de fuego la tuvo una formación de A-4B Skyhawk de la Fuerza Aérea, que había despegado a las 11:30 de Río Gallegos, liderada por el capitán Pablo Carballo. Fue una misión solitaria, porque otros dos aviones habían regresado a la base por desperfectos y el tercero lanzó su única bomba sobre un buque de transporte británico y también regresó. El capitán Carballo llevaba dos bombas de MK-82, que descargó casi a ras del mar sobre Ardent; no explotaron, pero logró escapar de sus cañones. La fragata estaba aislada y podía distinguirse con facilidad. Pese a los ataques, (el almirante “Sandy”) Woodward no quiso retirarla del combate, aunque ordenó que buscara protección acercándose a otros buques. La otra fragata, Brilliant, tenía problemas con su defensa aérea, y la pantalla radar de Ardent todavía podía detectar aviones enemigos.
La siguiente aparición fue una formación de cuatro Dagger, compuesta por el capitán Horacio Mir González, el capitán Higinio Robles y los tenientes Juan Domingo Bernhardt y Héctor Luna. Despegaron cinco minutos antes de las dos de la tarde desde Río Grande. Cada uno llevaba una sola bomba MK-17 de 500 kilos. Eran artefactos diseñados para blancos terrestres, en algunos casos obsoletos o que, por el bajo nivel de vuelo de lanzamiento —para evitar los radares—, atravesaban de lado a lado el casco del buque pero no estallaban.
Antes de llegar al área crítica, mientras cruzaba la isla Gran Malvina, la formación se dispuso en fila, a 500 metros de distancia. La meteorología había variado. Llovía. Dos Sea Harrier los detectaron, alertados quizá también por equipos electrónicos desde Chile o por submarinos.
El Mirage del teniente Luna era el último de la formación y el primero que persiguieron los cazas británicos. Intentó dar la voz de alerta por radio a su capitán, pero el aparato falló. El resto de los pilotos no lo vieron, no tuvieron más contacto con él, supusieron que se había estrellado en una sierra de Gran Malvina y continuaron vuelo.
Cuando accedieron al estrecho y vieron a Ardent, comenzaron a dispararle con los cañones del fuselaje. El jefe de la misión lanzó una bomba, que dañó a un helicóptero Sea Lynx y el lanzador de misiles Sea Cat de la fragata. Después le cayeron otras dos bombas. En la retirada, le avisaron al capitán González que girara brusco y lo hizo: vio pasar un misil lanzado desde el buque. Después, regresaron en altura a Río Grande para ahorrar combustible. No tuvieron información sobre Luna. Lo dieron por muerto.
Enseguida, una nueva misión compuesta por tres aviones Dagger sería derribada. Habían salido a las dos de la tarde de San Julián. Apenas ingresaron por Gran Malvina con visibilidad reducida fueron interceptados por dos Sea Harrier. Los tres lograron eyectarse tras los impactos.
Una segunda oleada de la Aviación Naval despegó de Río Grande con dos formaciones de tres A-4Q Skyhawk cada una. Una lo hizo a las 14:10; la otra, quince minutos después. Cada avión llevaba cuatro bombas de 225 kilos. De los seis aviones, solo regresarían tres. El primer blanco que advirtió el capitán Alberto Philippi fue la fragata Ardent. Le lanzó sus bombas. El teniente José Arca, que venía segundo, le avisó por radio que una de las bombas había estallado en la popa. Él también lanzó las suyas. El último en descargarlas fue el teniente Marcelo Márquez. La fragata ya estaba indefensa, rodeada de humo. La formación escapó hacia el sur, pero dos Sea Harrier fueron detrás de ellos.
Philippi recibió un misil que destrozó la cola del avión. Se eyectó mientras volaba a más de 900 kilómetros por hora y comenzó a caer desde 300 metros. Desde el aire veía a los aviones en combate, la estela de los misiles, la fragata mientras ardía. El paracaídas funcionó, pero no logró sacar debajo del asiento el bote inflable. Estaba vencido. Cayó en el agua helada y nadó 500 metros hasta la costa. Cavó un pozo en la tierra para pasar la noche.
El segundo piloto de la formación, el teniente Arca, no tenía equipo de contramedida. No podía saber si estaba en la pantalla del enemigo. Recibió al menos diez impactos de cañón de un Sea Harrier, que le destrozó el ala izquierda y un tanque de combustible; la mayor parte de los sistemas de su avión quedó inutilizada. Su tanque de reserva no le alcanzaba para llegar a Río Grande. Intentó bajar de emergencia en Puerto Argentino, pero tenía el tren de aterrizaje averiado. Solo salieron dos ruedas. Desde la torre de control le avisaron que rompería la pista si lo hacía. Se eyectó del avión sobre la bahía, a 750 metros, y dio vueltas por el aire hasta que el paracaídas se abrió y empezó a descender en forma lenta. Pero su A-4Q, fuera de control, comenzó a hacer círculos y en su caída iba directamente hacia él. Arca lo miraba aterrorizado. Hasta que una batería antiaérea de Puerto Argentino logró impactarlo y derribarlo.
El tercero de la formación de A-4Q era el teniente Márquez. Había salido de la sala de hangar convocado de urgencia desde el búnker. Todavía tenía una empanada en la mano. No había tenido tiempo de comer nada. Su avión explotó en vuelo tras el ataque de un Sea Harrier cuando escapaba a baja altura. Philippi no llegó a verlo. Solo había observado el descenso de un paracaídas, pero no sabía de quién era.
La otra formación de la Aviación Naval que los siguió siete minutos después fue la que lideró el teniente Benito Rótolo, acompañado por los pilotos numerales teniente Carlos Alberto Lecour y teniente Roberto Sylvester. Cuando accedieron por el estrecho, vieron a los Sea Harrier alejándose; ya habían agotado combustible por el combate contra la formación anterior. Ardent podía flotar y moverse, pero ya no podía combatir. Después de las explosiones, había perdido el lanzador de misiles Sea Cat y el cañón de 4.5 estaba fuera de servicio por una falla.
Una de las bombas lanzadas por teniente Carlos Alberto Lecour sobre la fragata ingresó por un hueco de la popa y estalló debajo del depósito de combustible. Fue el golpe definitivo, el que decidió la evacuación. El incendio fue incontenible. Cuando Sylvester lanzó sus bombas en medio de la columna de humo, la nave ya se inclinaba a babor. El capitán británico puso proa hacia la popa de la fragata HMS Yarmouth para trasladar a los heridos; veintidós marinos habían muerto en la sucesión de ataques después del lanzamiento de veinticuatro bombas de seis aviones. Cinco de ellas habían hecho blanco. Ardent ya se estaba hundiendo. Era la segunda nave británica, después del Sheffield, que se sumergía bajo las aguas en la Guerra de las Malvinas.
Pero la fragata había cumplido su misión: atraer a los aviones argentinos al estrecho y evitar que descargaran sus bombas en la bahía, donde desembarcaban las tropas terrestres y el equipamiento logístico.
En la noche del 21 de mayo, en el largo día del desembarco en San Carlos, el mayor Tomba fue rescatado por uno de los escuadrones de helicópteros Bell 212 de la Base Cóndor. Después de eyectarse de su Pucará, había caminado 20 kilómetros y se escondió en una casilla. Cuando escuchó el ruido del helicóptero, lanzó una bengala. Por la noche, se reencontraría con el piloto de la otra formación, el capitán Benítez, que se había eyectado tras recibir el misil del SAS.
También había vuelto a pie a la base. Cenarían juntos en el bar-comedor de Puerto Darwin y compartirían los acontecimientos del día.
El teniente Arca fue rescatado frente a Puerto Argentino después de media hora de espera en el agua congelada. Un helicóptero del Ejército hundió uno de sus patines de aterrizaje en medio del oleaje para que se agarrara, porque no tenía guinche de rescate, y luego lo dejó caer sobre las piedras de la playa.
El capitán Philippi caminó tres días hasta que encontró un isleño que lo refugió en el casco de la estancia que administraba. Un helicóptero lo recuperaría cuatro días después, cuando ya se le había informado a su familia su “desaparición en combate”.
El otro piloto de la formación, el teniente Luna, no se había estrellado en una sierra. Logró eyectarse antes de que su Dagger se desintegrara tras el impacto de un misil Sidewinder. No se sabía nada de él y un helicóptero comenzó a rastrearlo por la isla Gran Malvina. Los restos de un avión en el pico de un cerro le sirvieron como orientación. Luna estaba en una casa de la ladera, acostado en un dormitorio, con el brazo y la pierna heridos. Se había sacado el hombro. El cuerpo del tercer piloto de la formación, Marcelo Márquez, nunca fue encontrado.
En cincuenta y cuatro salidas desde las bases aeronavales, el balance de la resistencia aérea al desembarco del 21 de mayo dejaría cuatro pilotos muertos y doce aviones derribados: la Fuerza Aérea perdió nueve aviones, cinco Dagger, dos A-4C y dos Pucará, y la Armada tres Skyhawk A-4Q.
Para Gran Bretaña también sería una jornada de daños severos. Fue hundido el HMS Ardent, el Broadsword quedó averiado, y también serían dejados fuera de combate el Argonaut, el HMS Antrim y el Brilliant. Tres Sea Harrier y un Sea King fueron derribados, además de tres helicópteros Gazelle.
Pero, aun con la resistencia aérea, las tropas británicas pudieron continuar su descenso. Por la noche, al menos tres mil soldados tomaron la cabecera de playa, todavía a la espera de un contrataque terrestre que nunca llegaría. (…)
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA) www.marcelolarraquy.com
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