Todos los lunes Cecilia se subía a unos breves tacos y se enfundaba en el clásico traje de abogada para tomar la línea B del subterráneo porteño y llegar a su oficina en el microcentro, sobre la avenida Diagonal Norte. Era especialista en contratos en una multinacional norteamericana. Sebastián, su pareja, trabajaba dando cursos de escritura y tenía su propio blog creativo. Hacían una vida corriente y ajetreada. Así fue todo hasta el año 2016 cuando, en contra de todos los consejos de amigos y familiares, se subieron a un avión para despegar de ese mundo y comenzar a experimentar lo que tanto deseaban: una vida nómade, sin ataduras.
Nace un plan
Cecilia López (36) vivió siempre en Florencio Varela, en la provincia de Buenos aires. Es hija única y, siguiendo los pasos de su padre Antonio, estudió derecho en la Universidad de Buenos Aires. Su madre Adriana es docente. Cecilia se recibió y trabajó con éxito hasta 2016 cuando lo dejó todo para ir detrás de su sueño con su pareja Sebastián Defeo (38). Sebastián es de Lanús, estudió comunicación social y se mantenía dando clases de escritura creativa. A los 33 años, cuando se fue con Cecilia de 31 a girar por el mundo, también dejó atrás una vida en Buenos Aires: a sus padres, Carlos y Mónica, a un hermano y a un millón de amigos.
Cecilia y Sebastián se conocieron por Internet en 2010. Ella, adicta a los blogs, se convirtió en fan del blog Atrapado en la oficina. Del otro lado, el que escribía era Sebastián.
“Me gustaba cómo se expresaba, cómo pensaba... Entonces le mandé un mensaje preguntándole si tenía algo más para leer. Me contestó. Después, otro día, le volví a escribir. La tercera vez que nos contactamos fue él quien me escribió. Quedamos en encontrarnos. Yo venía con el corazón medio roto por otra historia. ¡La primera cita duró 22 horas! Charlamos, cenamos, conversamos el resto de la noche, desayunamos, siguió el almuerzo y el café… “, confiesa con humor Cecilia.
Si bien los dos habían tenido noviazgos, nunca habían compartido su casa con nadie. Unos meses después de conocerse, ya estaban conviviendo en un departamento que alquilaron en el barrio porteño de Villa Crespo. En sus charlas cotidianas potenciaban sus fantasías de cambiar de vida en forma radical.
“Siempre tuvimos ganas de probar de vivir en otros lugares, de salir a recorrer países. Pero todo el mundo nos decía que era imposible; que teníamos 33 y 31 años, que éramos muy grandes para algo que había que hacer a los 18; que ella iba a dejar un buen trabajo; que lo que queríamos solo pasaba en las películas de Hollywood”, hace memoria Sebastián.
Desoyeron los consejos. La pareja seguía varios blogs de gente de su misma edad que viajaba, la pasaba muy bien y lograba sobrevivir. Así que, contrariamente a lo que los demás les decían, tomaron la decisión de encender la mecha de ese deseo y partir con rumbo incierto. Por lo menos, probarían un tiempo para ver cómo se sentían ejecutando sus ilusiones.
“No sabíamos por cuanto tiempo lo haríamos. Pusimos como mínimo un año. Iríamos al Sudeste Asiático donde es mucho más barato vivir. Juntamos dinero y sacamos el pasaje más económico que encontramos. El destino fue Bangkok donde, además, no pedían visa”, cuenta Sebastián.
Fueron previsores. Contrataron un seguro de salud internacional por un año y se dieron todas las vacunas necesarias para las zonas que visitarían. El miércoles 20 de abril de 2016, se subieron al avión.
“Nos fuimos con la mente abierta a la incertidumbre. Las primeras semanas las dedicaríamos a pasear, no a buscar trabajos. Llegamos muy cansados porque yo había trabajado hasta el primero de abril, habíamos tenido que desarmar el departamento y nos habían hecho miles de despedidas. Nos bajamos del avión una mañana, en medio de una ola de calor de 46 grados, y nos fuimos a una habitación que habíamos tomado en una casa por una aplicación”, relata Cecilia.
La isla “desierta”
Pasadas tres semanas, por un amigo argentino de Sebastián, les surgió la oportunidad de un trabajo temporario por tres meses en Camboya.
“Era un hotel chiquito que estaba en una isla sobre la playa, frente al mar. Teníamos que cuidarlo porque sus dueños, que eran franceses, se tomaban unas largas vacaciones. Partimos de Bangkok a Koh Rong Samloem, esa isla perdida de Camboya. Viajamos primero en tren hasta la frontera y, luego, tomamos varios colectivos más hasta llegar al barco que nos transportó hasta ahí. Era muy loco, solo a un mes de haber salido de Argentina estábamos en una isla remota que no tenía electricidad, ni internet, ni autos, ni motos, ni bicicletas, ni médicos. Solo había cocos, jungla, monos y playa. La comida llegaba fresca todos los días en barco y la manteníamos con barras de hielo que llegaban en el mismo envío. Tampoco había comercios, ni una farmacia ¡ni siquiera un kiosco! Todo se pedía por teléfono de línea y llegaba, al día siguiente, en ese barco. La isla contaba con un total de 500 habitantes, pero en nuestra zona éramos muy poquitos: cuatro pequeñas hosterías y un local de buceo. El centro de la isla, donde vivía el resto de la gente, quedaba a una hora y media caminando y para llegar había que cruzar la selva. Era una desconexión total. ¡Imaginate pasar de una oficina en el microcentro a estar ahí!”, se ríe Cecilia.
El pueblo más cercano en el continente, Sihanoukville, donde había hospital, quedaba a una hora y media de barco.
“En época de redes ¡nada de mandar audios ni fotos! No había señal. Cada tanto teníamos la suerte de que pudiera salir un mensaje de texto. Eso era todo”, explican.
Una vez que llegaron a las cabañas tuvieron que aprender a comunicarse con los cinco empleados que trabajaban allí y que no hablaban inglés. Cecilia reconoce: “Yo estaba con tanta energía que me hacía problema por todo. Quería imponer un ritmo de trabajo que no era para nada el ritmo de la isla. Me costó darme cuenta de eso. Los camboyanos hablaban solo su idioma, era muy difícil comunicarnos. Primero tuve que relajarme yo, y después de unos días, todo fluyó. Los turistas eran mayormente europeos y franceses, porque Camboya fue colonia de Francia”.
Redes y experiencias
Después de trabajar esos tres meses en la isla remota de Camboya, la pareja volvió a Tailandia. Los siguientes tres meses se dedicaron a hacer turismo.
A finales de 2016, surgió la idea de querer contar las experiencias que estaban atravesando. Se sentían sorprendidos por la seguridad que experimentaban y con las nuevas culturas que iban descubriendo. Abrieron un canal de YouTube al que llamaron holamondo. A partir de ahí, empezaron a recibir por ese canal pedidos para edición de videos, crear contenido, artículos y hacer asesorías. Comenzaron a poder monetizar la web. Hasta la fecha han subido unos 135 videos y tienen unos 15 mil suscriptores. Abrieron también una cuenta en Instagram y el 6 de noviembre de 2016, subieron su primer posteo a @holamondok, donde hoy tienen 36 mil seguidores.
Empezaron a viajar y a trabajar online al mismo tiempo con clientes de Argentina, Latinoamérica y Europa.
La cultura de la no confrontación
En estos cinco años de viaje no tuvieron contratiempos. El mayor desafío fue acostumbrarse a una cultura muy diferente a la que habían estado inmersos.
“Los países asiáticos tienen en común la cultura de la no confrontación. Si no están de acuerdo con alguien, ellos nunca lo van a decir directamente. No confrontan. Los conflictos discurren por la tangente. Está considerado muy agresivo decirle algo de frente a alguien. Si levantás un poquito la voz, estás faltando el respeto de una manera terrible. ¡Todo el mundo te mira si subís el tono! En todos estos años, escuché solo dos veces a una persona local hablar fuerte... ¡y la gente de la calle se paró a mirar! Lo mismo con el tema de tocar bocina. ¡Nadie toca bocina! Entienden que si te demoraste es por algún motivo. Solo se toca si hay una emergencia de vida o muerte. Eso es así tanto en Tailandia, como en Japón o en Camboya”, analizan. Aseguran, por ejemplo, que reclamar algo amenazando, situación frecuente en Occidente, en esos países no conduce a ningún lado. Por el contrario, empeora las cosas porque se considera una ofensa grave.
Lo explica Cecilia: “En Japón, por ejemplo, si te surge un conflicto con un compañero de trabajo no podés hablar directo con él. Lo tenés que hablar con tu superior o tu colega se tiene que dar cuenta solo, de una manera muy indirecta. Desde nuestro punto de vista occidental, eso se puede percibir como algo negativo, como falso, pero es la norma acá. Es otro código cultural”.
En este lustro que llevan viviendo de manera nómade ya visitaron 16 países.
-En la vida diaria, ¿qué les resulta mejor? ¿confrontar o no hacerlo?
Cecilia: Es difícil decirlo. Las dos formas culturales tienen cosas buenas y malas. A veces, hay gente muy cercana que no es directa para no herir tu susceptibilidad. Y, por ahí, vos querés que un amigo te diga la verdad: “Che te equivocaste, no está bueno tal cosa…”. Pero también es cierto que la no confrontación hace que todo sea muy cordial. Quizá lo ideal sería lograr un intermedio. En estas culturas la vida es muy tranquila y agradable. Pero también, a veces, es irritante para nosotros no entender qué te quieren decir y por qué no te lo dicen directamente.
Sebastián: Siendo nómades nuestro estilo de comunicación entre nosotros es más occidental, pero sí es cierto que cambiamos nuestra forma de manejarnos en la calle y con la gente.
El afecto discreto
Otra de las características de oriente que los impactó sobremanera fue el hecho de que las demostraciones de afecto no son nunca en público.
“En la calle no te podés dar un beso. No ves adolescentes chapando, son mucho más reservados. En cinco años creo que vimos dos parejas darse un beso. Son extremadamente discretos”, revela Sebastián.
Un día, en forma lúdica, quisieron explicar a unos japoneses como era saludarse a nuestra manera, con un beso en la mejilla. “Empezaron a practicar saludarse cachete con cachete... y les parecía zarpado ¡no les salía! No coordinaban ni podían sostener el ritmo al acercarse las caras. ¡Pensá que ellos se saludan con una reverencia a un metro de distancia!”, se ríe Cecilia.
La etapa japonesa
En 2018 viajaron a Japón como turistas. Les encantó. Así que cuando la familia de Cecilia, como todos los años, fue a visitarlos en 2020 eligieron llevarlos allí. El inicio de la pandemia los sorprendió a todos en el país nipón.
“Nuestro plan era seguir viajando. Sebas y yo teníamos planes de ir, después, a China y los tuvimos que suspender. Cuando nos dimos cuenta de que se habían empezado a cerrar las fronteras, justo Japón extendió los visados a los turistas. Mis padres pudieron volver el 19 de marzo de 2020 a la Argentina, justo cuando se cortaron los vuelos. Nosotros estábamos bien en Tokio y optamos por quedarnos”.
Pero vivir en Japón es muy caro. Tomar un café en un local canchero cuesta más de 4 dólares y alquilar un ambiente, en un buen barrio, unos 1200 dólares por mes. Así que idearon una ingeniosa forma de mantenerse: cuidar mascotas de quienes se van de vacaciones. Para eso se anotaron en una página web especializada que tiene una enorme red de clientes.
“Cuidamos mascotas de la gente que se va de vacaciones... ¡es una de las tantas cosas que hacemos! Es un intercambio: ellos te dejan la casa y vos te hacés cargo de los animales. Lo bueno es que la mayoría son extranjeros que tienen muy buenos trabajos y casas geniales. Cuando empezó la pandemia arrancamos cuidando un perro en Tokio. Los dueños eran norteamericanos que se fueron por dos semanas. A partir de ahí, vimos que era una excelente opción. Nos terminó pasando que la gente que hacía lo mismo se volvió a sus países de origen, solo habíamos quedado nosotros haciéndolo… ¡Ahora tenemos miles de clientes! Nos vamos mudando con nuestras mochilas de casa en casa”, cuentan divertidos.
El equipaje de la pareja nómade comprende dos mochilas grandes y dos mochilas pequeñas donde va su ropa, las computadoras, la cámara y todo lo que necesitan para trabajar. ¿Qué mascotas cuidan? Sobre todo gatos y perros, alguna vez conejillos de indias. Si bien el intercambio no incluye comida, lo cierto es que con cada cliente las cosas son distintas: “Tuvimos experiencias de heladeras totalmente vacías y, otras, en las que la gente hizo una compra especial para nosotros y nos llenó el freezer. Lo mismo con todo. Hay gente que te deja moto, bicicleta o auto. Cada caso es diferente”, aclara Cecilia, “Hoy, por ejemplo, acabamos de llegar a esta casa nueva en la que nos vamos a quedar cinco días. Es de un francés que está casado con una japonesa. Vinimos para cuidar una perra y dos gatos. Es un muy lindo barrio, en la zona de embajadas. Esta casa es de tres pisos, gigante para Japón, pero es bien angosta. La construcción es como la norteamericana de madera y es totalmente antisísmica”.
El futuro no planeado
Como muchos otros argentinos que están fuera del país, Sebastián y Cecilia forman parte de la red llamada Argentinos en el Exterior. El responsable del proyecto se llama Nicolás Gómez, es un periodista argentino que vive en España desde hace varios años. Su meta es ayudar con su red de contactos a quienes quieren emigrar y a los que están viviendo fuera del país. Si alguien lo necesita solo tiene que contactarse con él por Instagram @argentinosenexterior
-¿Piensan tener hijos?
Sebastián: Por ahora, así estamos bien. Girando no es el momento de pensar en eso. Pero estamos abiertos...
-Mirando hacia el futuro, ¿dónde querrían vivir?
Cecilia: En este momento está complicado hacer planes. No sé qué decirte. En algún momento querríamos volver, pero no lo sabemos. No descartamos vivir en Argentina... ¡pero no sería en Buenos Aires! Nos gustaría más en el interior. Si puedo evitarlo, jamás volvería al microcentro.
Sebastián: Habría que ver cómo es nuestro reencuentro con Argentina. Ahora, después de tanto tiempo, somos culturalmente una mezcla. Ya no usamos calzado en casa; ya no comemos galletitas; desayunamos salado, un plato de arroz o de fideos o una sopa alrededor de las 7 u 8 de la mañana. También puede ser un pescadito a la plancha o un omelette
Cecilia: ¡Tampoco desayunamos ni tostadas con mermelada ni comemos facturas! No nos gustan más.
-¿Qué dicen sus familiares de tan larga ausencia?
Cecilia: Ya están acostumbrados. No creían que lo íbamos a hacer, pero una vez que lo hicimos vieron que iba en serio. La familia está contenta si nosotros estamos contentos. Tengo la suerte de que mis padres han podido venir todos los años. La familia de Sebas viajó dos veces.
La rutina va variando, pero se mantienen con su trabajo online y el cuidado de mascotas. “Cada tanto nos tomamos un par de días de vacaciones como turistas”, aclara Cecilia. Porque de eso se trata también esta vida nómade, de tener experiencias diferentes. Por eso aprendieron de budismo y han hecho retiros de doce horas de meditación. “Vas incorporando un montón de cosas sin darte cuenta”, reflexiona Cecilia.
Diferencias alimenticias
Cuentan que en Japón no entienden que en Argentina se calcule medio kilo de asado por persona: “¡Acá se calculan 100 gramos! Se come más veces y porciones mucho más chicas. Tampoco comprenden que alguien pueda comer un cuarto de helado y se sorprenden por la cantidad de pan que ingerimos en nuestro país. Se alimentan básicamente con fideos y arroz. Todas las casas tienen arrocera en la que se prepara el arroz al punto justo y caliente. El paquete de arroz más chico en el super es de 5 kilos. ¡¡¡Y el pan lactal se vende en paquetes de dos rodajas!!!! El más grande es de 8”, refiere Cecilia todavía sorprendida con estas curiosidades. La fruta y la verdura no se vende por kilo sino por unidad: “Un tomate, una manzana o una naranja cuestan mínimo un dólar cada uno; un melón pequeño 8 dólares y uno grande hasta 20. ¡Los melones premium para el día de la madre costaban 50! La fruta tiene una calidad impresionante y es algo que ellos suelen regalar con frecuencia”.
Sebastián revela que en Japón son muy estrictos con la alimentación. Todos los años te controlan el peso en el trabajo y el médico, si encuentra que subiste, se preocupa: “Con que engordes un poquito no más, ponele dos kilos, ¡ya tenés que pagar más de prepaga!”.
“Lo que empezó como un desafío por conocer otras culturas terminó derivando en esta vida nómade que llevamos. Lo raro es que si bien estamos en constante movimiento, es como que todo se va convirtiendo en nuestra propia casa. Nos preguntan si extrañamos Argentina… Sí, extrañamos, pero también extrañamos cosas de los otros países que vamos visitando. Por ejemplo, hay una sopa de Tailandia que añoramos mucho tomar”, completa Sebastián.
Terremotos, tsunamis y evacuaciones
En Japón hay miles de terremotos por año. “Nos asustamos un poco solo dos o tres veces. Te vas acostumbrando, pero hay que tener cuidado con los Tsunamis. Este año nos tocó un movimiento sísmico, a las diez de la noche, muy largo y que no se detenía. Tuvimos que prepararnos y esperar las instrucciones del consorcio. Estábamos listos por si había que evacuar. Todas las casas tienen armada una mochila de emergencia con agua, comida enlatada, linterna, kit de primeros auxilios, pilas y, si tienen mascota, jaula y comida también para el animal. Si te dicen de evacuar tenés que agarrar esa mochila e ir de inmediato al centro que te asignan. Cada hogar tiene su punto designado que, en general, es una escuela o un parque que nunca está a más de 200 metros de distancia. Te manejás con una app del gobierno que te bajás al teléfono, está en inglés, que te dice a dónde hay que ir y qué hay que hacer. Está muy bien organizado”, relatan.
Chicos solos, reglas estrictas y cero robo
Una de las cosas que más los sorprendió es la seguridad. Cuentan que a los japoneses, por ser muy ingenuos, suelen robarles mucho en Europa y en los Estados Unidos.
“Acá si estás en un café y vas al baño, dejás la compu en la mesa de la calle. Si se te cae la billetera o la mochila, las vas a buscar al centro de cosas perdidas. Todo lo recuperás. Nadie toca nada. A lo sumo, cuando algo se cae, lo primero que hacen es colgar lo perdido a la vista por si el que lo extravió vuelve sobre sus pasos. Luego, la policía se la lleva a esa oficina de objetos extraviados. Hace poco, una chica española vio tirado un billete de 50 dólares en el piso. Lo levantó para llevarlo a objetos perdidos, pero como toda la gente al instante la miró, le dio mucha vergüenza de que pensaran que se lo estaba robando y volvió a dejarlo donde había caído”, cuentan.
“En general, las reglas son estrictas y se cumplen. La basura no se puede sacar fuera de horario y si vas tirar algo grande tenés que llamar para que lo retiren especialmente. Hace poco, un señor japonés tiró una valija en la calle y lo escracharon en todos lados. ¡Tendría que haber llamado a la municipalidad para que la recoja!”, comenta Cecilia.
Una de las cosas que más los impactó es enterarse de que los chicos de seis años en Tokio van solos, en tren y en subte a la escuela: “Llevan un gorrito amarillo para que todos sepan que es un chico principiante y para que los adultos, si hiciera falta, los cuiden”, indica Sebastián.
Tampoco existen las rejas en las viviendas: “Hoy nos fuimos de una casa para venir a esta y los dueños nos pidieron que dejáramos la llave arriba de la mesa de la cocina. Quedó abierta y ellos iban a llegar cinco horas después. Es muy común que los japoneses no pongan llave”,
Cecilia describe que, en una casa compartida en la que estuvieron un tiempo, dejaban siempre abierta la puerta trasera que daba a la plaza. A ella le daba miedo, pero tuvo que aceptarlo y acostumbrarse: “Quizá de lo único que debés cuidarte es de las estafas a turistas con el tema de las excursiones. Te pueden vender malos paseos. Pero hay arrebatos, asaltos o eso de que te entren en tu casa. No pasa”, manifiesta.
Les pregunto, entonces, si no miraron la actual serie de Netflix, La Serpiente, que refleja casos reales de asesinatos y drogas que ocurrieron en Bangkok y en el Sudeste Asiático. Cecilia recoge el guante: “Lo que muestra la serie es gente que cae en alguien que la embauca por exceso de confianza. No es que no pasen cosas malas, pasan. Pero, tendrías que meterte en esos mundos. Si andás en ambientes turbios puede pasarte, claro. Pero no es algo que te va a encontrar a vos, sino que vos tenés que acercarte”.
Y admite que, si bien se sienten muy seguros, siempre están atentos a ser ellos quienes inicien una interacción con otro: “Yo paro las antenas, ¡no dejo nunca que la persona desconocida me elija a mí!”. Buen consejo de Cecilia para apuntar.
En estos años, Cecilia y Sebastián, han logrado cambiar el destino de sus vidas, dejándose gobernar menos por los miedos para poder cosechar sus mejores sueños. ¡No es poca cosa!
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